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viernes, 7 de septiembre de 2012

La plaza mayor

En el centro de Madrid, en el corazón mismo, como si dijéramos, de la Sultana oriental que tiene corte perpetua de huríes para deleitar a los creyentes, se levanta aún, gallarda y majestuosa, aunque decrépita, la Plaza Mayor, luciendo el vistoso aparato de balcones simétricos y de bocacalles históricas con que vino al mundo en hora solemne.
Si don Felipe III lograra hincar la espuela real en los ijares de su caballo de bronce, y éste se moviera, en senti­do circular, por aquel redondel, que fue teatro de esplen­dores y bizarrías nunca vistas, no es dudoso que, por efec­to magnético de una evocación potente y apasionada, habría de levantarse de sus tumbas, vestida de gala, toda una legión encantadora de bellezas madrileñas, alegres, risueñas, exuberantes de gracias y atractivos, con otra legión de galanes altivos, de mancebos elegantes, penden­cieros, enamorados, descendientes de las clases más altas y de las más humildes, del rey abajo, todos caballeros legendarios, que avasallaron la tierra cono-cida y descu­brieron la desconocida, obligando al sol a no ponerse jamás en sus dominios.
Viene al recuerdo con este motivo, un sueño de pintor represen-tado en un lienzo histórico, de modo tan verdade­ro, que impresiona el alma de gloriosas tristezas. Un tam­bor de la Guardia imperial francesa, de alta estatura y guerrero de porte, recorre de noche el campo de Wagran; tocando generala: al escuchar el sonido bronco del parche, se levantan los esqueletos de los soldados de la Guardia y forman en columna con la bayoneta calada. Los escuadro­nes de coraceros y lanceros simulan una carga de pretal, y al escape se pierden de vista entre nubes de polvo. El gene­ral que dirige el combate, Napoleón Bonaparte, solamente, deja ver su tricornio y su redingote famoso. La tierra, ane­gada en sangre, se estremece; los guerreros caen comoo haces de espigas que troncha el viento. Es una resurrec­ción impresionante, un despertar glorioso el de aquellos soldados que murieron por la honra de la patria. Entretan­to el tambor no cesa de redoblar; sobre montones de hue­sos, parece el espíritu de la muerte transfigurado en la vic­toria y toca a degüello al compás de los clarines con entusiasmo frenético y golpes de baqueta delirante. De pronto la luna se oculta y la visión desaparece. Los esque­letos de hombres y caballos han vuelto a la fosa común, y sólo se adivina que aquella tierra es sagrada por la inmen­sa cruz de piedra que eleva al cielo sus brazos pidiendo misericordia para las víctimas de la ambición, que vertió sangre por la conquista del imperio universal.
Este cuadro, reproducido al agua fuerte, impresiona cada vez que se le mira, porque es maravilloso y aterrador el recuerdo de ultra-tumba de esa desfilada, al galope, en legiones concéntricas de, hombres y caballos, envueltas en nubes de humo y polvo que siguen a la muerte con la vis­¡a en el cielo cantando el himno de la victoria.
Una impresión melancólica, semejante a la del cuadro del tambor de Wagran, causa el esqueleto de la Plaza Mayor cuando se la mira envuelta en el sudario de tiendas que la embadurnan, en el de los jardincillos que tapan la arena de las corridas de toros y ocultan las mascaradas palatinas, y en las tandas de barquilleros, soldados y niñe­ras, con grupos de gente zafia que arrancan de nuestro espíritu la tradición caballeresca y poética de, las empresas de amor. El cuadro es de gran tamaño y el miraje sorpren­dente.
Abren la desfilada de sombras los reyes de derecho divino, los príncipes e infantes, las reinas, princesas ee infantas, con sus meninas, damas y camaristas. Siguen los ministros y favoritos, los Grandes de España de ambos sexos, en pelotón dorado, los cardenales, arzobispos y obispos, los títulos de Castilla, los nobles de blasón, los hidalgos de gotera, los hijodalgos de castillos roqueros, los galanes atisbadores de mantos con sus vistosas ropillas, capas, gregüescos, plumeros y valonas, los burgueses, los frailes de todos los conventos, los inquisidores y familia­res del Santo Oficio, la clerecía de todas las parroquias, con pendones; y mangas,. las cofradías y herman-dades y cruces, los alcaldes, regidores, alguaciles, las damas del soplillo, las campadoras, las niñas picañas, con siete dedos de tacón, guardainfantés, tontillos y tocados petulantes..., y en fin, la vida en activo en magnífica expansión de 50.000 espectadores, que cada día de toros se congregaban en el circo, desde el ruedo hasta los tejados, llenando talanqueras, terididos, balcones y barandillas, troneras de respiración, terrados y azoteas.
Ese panorama de tantas, vistas asombrosas, repetido a diario desde el siglo XVII, cuando la plaza formaba parte del arrabal de la puerta de Guadalajara junto a la casa y lagunas de Luján, tiene accidentes variados y perspectivas tan pintorescas y sorprendentes y una efeméride de hechos y sucesos históricos tan interesantes, que el ánimo se enor­gullece o se desalienta a medida que crece la importancia internacional del reino, o se abate con los reveses de la for­tuna.

Desde este momento es difícil, por no decir imposible, re­ducir los cuadros históricos de la Plaza Mayor, su leyenda y sus tradiciones a los límites sucintos de un artículo arqueológico o simplemente descriptivo. No puede decirse nada que otros no hayan dicho ya. Por eso nos limitaremos a consig­nar, por orden cronológico de fechas y acontecimientos, los que han tenido lugar en la Plaza Mayor, desde que Felipe III mandó demoler la antigua y construir la nueva por la mise­ria de 900.000 ducados (1619), hasta que su estatua de bron­ce salió de la Casa de Campo para ocupar el centro de la elíp­tica con permiso de la república federal que la derribó de su asiento, para darse el gusto de meterla en un corral y susti­tuirla con una estatua de la Libertad de yeso escayolado.
La efeméride de la plaza puede quedar, pues, reducida a los siguientes hechos que proceden de la Guía de Madrid, de Fernández de los Ríos, y del Antiguo Madrid, de Mesonero Romanos:

1599
Para festejar la entrada en Madrid de la Reina Marga­rita, se cubrieron los cuatro frentes de la plaza con veinti­cinco aparadores, en los cuales, el gremio de plateros, colocó todas las joyas y piezas de plata y oro que consti­tuían su riqueza por valor de unos dos millones de duca­dos. Fue un rasgo garboso de la cortesía castellana.

1620
15 de mayo. Poco después de reconstruida la plaza, se celebró la beatificación de San Isidro, con procesiones, danzas, máscaras, fuegos y encamisadas, por espacio de seis días, armándose en medio de la pláza un castillo de fuegos que se quemó por descuido. Por auto acordado en 30 de junio del mismo año, se tasaron los balcones para las fiestas reales en doce ducados los primeros, ocho los segundos, seis los terceros y cuatro los cuartos.

1621
Habiendo fallecido Felipe II en 31 de marzo, se levan­taron pendones en esta plaza por Felipe IV, celebrándose la ceremonia con grande aparato.
En 21 de octubre fue degollado en ella Rodrigo Calde­rón, marqués de Siete-Iglesias, célebre ministro y valido durante la privanza del duque de Lerma, del que fue secretario privado.
Madrid vio con asombro, rodar a los pies del verdugo la cabeza del mismo magnate, a quien pocos meses antes había visto pasear la plaza con mucha gallardía al frente de la Guardia tudesca, cuyo capitán era. Esta catástrofe memorable la pronosticó el también desgraciado conde de Villamediana, con motivo de cierta reyerta que en las fies­tas anteriores tuvo don Rodrigo en la plaza con don Fer­nando Verdugo, capitán de la Guardia Española, en aque­llos versos que decían:

¿Pendencia con Verdugo y en la Plaza?
Mala señal, por cierto, te amenaza.

1622
En 19 de junio se celebró la canonización de San Isi­dro, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, Santa Teresa de Jesús y San Felipe Neri, con altares portátiles, procesiones, máscaras, luminarias, 156 estandartes, 78 cruces, 19 danzas, muchos ministriles, chirimías, timbales y trompetas, y una comedia de Lope de Vega representa­da en la misma plaza por los principales histriones.

1623
Para celebrar la venida del Príncipe de Gales, que fue después Carlos I de Inglaterra, muerto en el patíbulo, y que se alojó en la Casa de las Siete Chimeneas, entre muchos y variados festejos hubo uno de toros y, por vía de obsequio especial al príncipe, se le invitó a ver pasar por la plaza, el Jueves y Viernes Santo, una procesión singu­lar compuesta por los frailes de Santa Bárbara, los agusti­nos, los recoletos, los capuchinos de la Paciencia y los tri­nitarios, en silencio y contemplación estática, con Cristos en las manos, con calaveras y sacos de cilicio, cubiertos los rostros y cabezas con ceniza, coronas de espinas y abrojos que les hacían correr la sangre, con sogas y cade­nas por los cuerpos y los cuellos, y cruces a cuestas, y gri­llos en los pies y esposas y mordazas, golpeándose los tor­sos con piedras, y llevando huesos de muertos en las bocas. Fetor et horror.
El rey tenía por aquel entonces dieciocho años. Amigo de fiestas y aventuras, dispuso para obsequiar al príncipe de Gales, que al fin no llegó a casarse con la infanta doña María, además de la fiesta de toros en que por primera vez se introdujo la costumbre de sacar los bichos muertos por medio de mulas, cuya peregrina invención se atribuyó al corregidor don Juan de Castro y Castilla, dispuso, deci­mos, una solemne fiesta real de cañas para el lunes 21 de agosto, arreglándose diez cuadrillas, que regían el corre­gidor de Madrid, el duque de Oropesa, el marqués de Vi­llafranca, el almirante de Castilla, el conde de Monterrey, el marqués de Castel-Rodrigo, el conde de Cea, el duque de Sesa, el marqués del Carpio y el rey en persona. Pasó de 500 el número de caballos que entraron en juego, soberbiamente enjaezados y montados por los más bri­llantes personajes.

1624
En 21 de enero sirvió la plaza de teatro al auto de fe celebrado para juzgar a Benito Ferrer, sentenciado por fin­girse sacerdote, a ser quemado vivo en el brasero que se formó en las afueras de la Puerta de Alcalá. A esta cére­monia asistieron los consejos y autoridades, con todo el séquito de costumbre, los familiares de la Inquisición y las comunidades religiosas.
En 14 de junio hubo otro auto de fe en que Reinaldos Peralta, buhonero francés, sufrió la pena de muerte, en garrote, quemándose después el cadáver.
1629
El 12 de octubre volvió a haber toros y cañas, para celebrar el casamiento de la prometida del príncipe de Gales, con el rey de Hungría; habiéndose gastado, para celebrar el suceso, doce millones de reales en fiestas que duraron cuarenta y dos días. En ellas se presentó el gallar­do Villamediána, ostentando por escandalosa divisa, cier­to número de reales de plata y este atrevido mote: Son mis amores. ¡Bien caros le costaron!

1631
El 17 de junio estalló en la carnecería un horroroso fue­go que duró tres días. Murieron 13 personas y se quema­ron 50 casas, y a pesar de todos los socorros humanos y aun de los divinos a que se apeló, llevando a la Plaza los Santísimos Sacramentos de las parroquias de Santa Cruz, San Miguel y San Ginés, las Vírgenes de los Remedios, de la Novena y otras varias, levantándose altares en los balcones donde se decían misas, desapareció convertido en cenizas todo el lado del sur.
En 26 de agosto siguiente se corrieron, sin embargo, ¡os toros de Santa Ana, sin más, novedades que la de asis­tir la familia real a un balcón de la acera de pañeros por­que en la panadería había enfermos de garrotillo.

1632
En 4 de julio hubo un auto de fe para juzgar 33 reos por delito de herejía, con asistencia de la Inquisición de Toledó, la Suprema, los Consejos de Castilla, Aragón, Ita­lia, Portugal, Flandes y las Indias. El rey y su familia asis­tieron a esta solemnidad en el balcón séptimo del ángulo de la Cava de San Miguel.

1638
El 10 de septiembre se recibió la nueva de la victoria de Fuenterrabía. Juntóse en la calle de la Montera un enorme gentío que vitoreó y acompañó a palacio al correo de S.M., y después inundó la Plaza Mayor, quemando los cajones y tiendas franceses. Por la noche salió un hombre, caballero en una mula con los mismos arreos que lo de los cardenales, acompañado por doce enmascarado que alumbra-ban con hachas al que pretendía representar al cardenal Richelieu.

1645
El 15 de noviembre presenció la Plaza fiestas extraor­dinarias con motivo de la entrada de la segunda esposa de Felipe IV.

1648
El viernes 5 de noviembre fueron degollados en la pla­za el general don Carlos Padilla y el marqués de la Vega a consecuencia de la causa de conspiración contra la vida del rey. Misterios de aquella Corte. Estuvo complicado también en esta causa el duque de Híjar, don Rodrigo de Silva.

1672
En 20 de agosto hubo un nuevo y horroroso incendio que devoró el otro lado de la plaza, dando ocasión al padre Nitard y al privado Valenzuela para acometer la reedifica­ción y construir de nuevo la casa de la Panadería, sobre el antiguo pórtico.

1679
En 13 de enero hubo fiestas reales de toros para cele­brar la entrada de la reina María Luisa de Orleans, esposa de Carlos II, el de los hechizos.

1680
En 30 de junio se celebró un nuevo auto de fe que duró desde las siete de la mañana hasta cerrada la noche, per­maneciendo los reyes doce horas ante aquel horrible espectáculo, en el cual aparecieron 80 reos, entre ellos 21 que fueron quemados vivos en el quemadero de Fuen­carral, operación que duró hasta las doce de la noche.

1700
Fue proclamado solemnemente en la plaza don Feli­pe V, de la casa de Borbón, y en la misma plaza fue pro­clamado también el archiduque de Austria. Durante el rei­nado de don Felipe V se convirtió la plaza en mercado público, con cajones y puestos para la venta de comesti­bles, que se hacían desaparecer en ocasiones solemnes para que la plaza fuera teatro de fiestas reales, como suce­dió a la proclamación de Fernando VI, a la entrada de Car­los III y cuando se juró y proclamó después a Carlos IV. Antes representó un papel muy principal con ocasión del motín contra Esquilache. En la plaza se formó el primer grupo numeroso que sirvió de núcleo para dirigirse a palacio. En ella, en la plaza, hizo fuego al pueblo un pi­quete de guardias walonas que fue destrozado y disperso llevando arrastrado a uno de los soldados hasta la puerta de Toledo. En el balcón de la Panadería, tribuna exclusi­va hasta entonces de los reyes que desde ella presenciaban las fiestas reales y los autos de fe, se presentó Bernardo el calesero acompañado del gobernador y señores del Con­sejo a dar cuenta al pueblo de la embajada popular que había llevado a cabo Carlos III:

1790
En 16 de agosto el fuego, que ya había consumido una vez el lado norte y otra el sur, redujo a cenizas el de orien­te y parte del arco de Toledo, lo cual obligó a la reedifica­ción, que no quedó por completo concluida hasta el año 1853.

1803
En 19 de julio hubo fiestas para celebrar el matrimonio del Príncipe de Asturias, después Fernando VII, con la Infanta Antonia de Nápoles.

1804
El 26 de noviembre se prendió nuevamente fuego a una de las casas de resultas de haberse incendiado los cajones inmediatos; y a no haberse hallado tan cerca el cuartel de los Suizos, cuya escuadra de gastadores cortó el fuego, pudo tomar las proporciones de 1790.

1812
Se levantaron arcos triunfales para recibir las tropas anglo-hispano-portuguesas al mando del duque de We­llington. El 15 de agosto se proclamó la Constitución de la monarquía española, promulgada en Cádiz, y se descubrió sobre el balcón de la Panadería la lápida con la inscrip­ción en letras de oro de: Plaza de la Cons-titución.

1814
En 11 de mayo fue arrancada aquella lápida y hecha pedazos colocando otra con este título: Plaza Real, alzan­do al mismo tiempo los vendedores que pedían cadenas, arcos de verdura para recibir a Fernáñdo VII de regresó de su cautiverio.

1820
El mes de marzo fue de nuevo restablecida la lápida Constitucional.

1822
El 17 de julio sirvió de campo de batalla entre la milicia y la Guardia Real, que fue derrotada por el pueblo.

1823
En 24 de mayo, a la entrada del duque de Angulema, fue de nuevo arrancada la lápida Constitucional y sustitui­da con la Real.

1833
En 20 de junio y siguientes, volvió a haber toros en la plaza, como parte de las fiestas reales para celebrar la jura de la Princesa de Asturias. A los tres meses, 29 de sep­tiembre, se proclamó en la plaza Reina de España, con el nombre de doña Isabel II de Borbón.


1835
Con ocasión del motín contra el conde de Toreno, padre, fue derribada la lápida colotada en 1823 y reem­plazada por la otra que decía: Plaza de la Constitución.

1846
Hubo de nuevo fiestas de toros con caballeros en plaza para celebrar los casamientos de la reina Isabel y de su hermana.

1848
El 7 de mayo sirvió la plaza para un reñido combate entre el regimiento de España, sublevado, y el resto de la guarnición de Madrid.

1854
En la nochedel 17 de julio se rompió allí el fuego, que dio principio a la lucha durante las tres jornadas de la revolución de este año; que comenzó en Vicálvaro.

1873
En 12 de febrero recibió el nombre de Plaza de la República, y en 24 de abril se le adicionó el apellido de federal. Junto a la lápida se colocó una bandera roja.

1874
En 3 de enero se restableció el título de Plaza de la Constitución, sustituyendo la bandera roja con otra espa­ñola.

Esa fue la renombrada Plaza Mayor de Madrid, reper­torio de grandezas, escenario de beldades, conjunto de hi­dalguías caballerescas y archivo del honor castellano en su más delicada y valiente expresión, campo de regocijos y de fiestas populares, como no se ven ni se adivinan en nin­guna nación. El rey confundido con el pechero, las gran­des señoras codeándose con las menestralas, el pueblo y la corte en un haz de floreos y de chistes, de confianzas cari­ñosas, de tiernos desenfados y de regaladas expansiones de amor y de respeto, de parte del pueblo, hacia la grande­za democrática de este país, esencialmente católico y monárquico.
Para quitar a la plaza el aspecto fatídico que le dan las altas torres, con los chapiteles de pizarra oscura, y arrancar de las casas y portales el tufo mefítico que dejaron en ellas los verdes cirios del Santo Oficio, y las luminárias que incesantemente se encendieron para alumbrar las fiestas de nuestra decadencia; y se comprendieron además el Muni­cipio, que la romántica y magnifica época de la Plaza Mayor, había llegado al período caduco de las momias que se encierran en los panteones para que el aire no les des­haga, resolvió transformar el área de los antiguos torneos, con jardines, árboles y fuentes, que corriendo noche y día, y exhalando perfumes día y noche, no han podido borrar la huella impura de las bacantes, que mantienen vivos los recuerdos de nuestras glórias pasadas, los de las víctimas inmoladas al fanatismo y el de la postración nacional, gan­grena de nuestro poderío, que hace inútiles, por desgracia, los esfuerzos viriles de una raza de guerreros que, al morir, no ha dejado sucesores.

 127. anonimo (madrid)

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