Había en otro tiempo un pobre albañil en
Granada que guardaba los días de los santos y los festivos -incluyendo San Lunes, y que, a pesar de toda su
devoción, iba cada vez más pobre y a duras penas ganaba el pan para su numerosa
familia. Una noche despertó de su primer sueño por un aldabonazo que dieron en
su puerta. Abrió, y se encontró con un clérigo alto, delgado y de rostro
cadaverico.
-¡Oye, buen amigo! -le dijo el desconocido.
He observado que eres un buen cristiano y que se puede confiar en ti. ¿Quieres
hacerme un trabajito esta misma noche?
-Con toda mi alma, reverendo padre, con tal
de que se me pague razonablemente.
-Serás bien pagado; pero tienes que dejar
que se te venden los ojos.
El albañil no se opuso; por lo cual, después
de taparle los ojos, lo llevó el cura por unas estrechas callejuelas y
tortuosos callejones, hasta que se detuvieron en el portal de una casa. El
cura, haciendo uso de una llave, descorrió la áspera cerradura de una enorme puerta.
Luego que entraron, echó los cerrojos y condujo al albañil por un silencioso
corredor, y después por un espacioso salón en el interior del edificio. Allí le
quitó la venda de los ojos y lo pasó a un patio débilmente alumbrado por una
solitaria lámpara. En el centro del mismo había una taza sin agua de una
antigua fuente morisca, bajo la cual le ordenó el cura que formase una pequeña
bóveda, poniendo a su disposición, ladrillos y mezcla. Trabajó el albañil toda
la noche, pero no pudo concluir la obra. Un poco antes de romper el día el cura
le puso una moneda de oro en la mano y, vendándole de nuevo los ojos, le
condujo otra vez a su casa.
-¿Estás conforme -le dijo- en volver a
concluir tu trabajo?
-Con mucho gusto, padre mío, con tal de que
se me pague bien.
-Bueno; pues, entonces, mañana a medianoche
vendré a buscar-te.
Lo hizo así, y se concluyó la obra.
-Ahora -dijo el cura- me vas a ayudar a
traer los cuerpos que se han de enterrar en esta bóveda.
Al oír estas palabras, se le erizó el
cabello al pobre albañil; siguió al cura con paso vacilante hasta una apartada
habitación de la casa, esperando ver algún horroroso espectáculo de muerte;
pero cobró alientos al ver tres o cuatro orzas grandes arrimadas a un rincón.
Estaban llenas -al parecer- de dinero, y con gran trabajo consiguie-ron entre
él y el clérigo sacarlas y ponerlas en su tumba. Entonces se cerró la bóveda,
se arregló el pavimento y se cuidó de que no quedara la menor huella de haberse
trabajado allí. El albañil fue vendado de nuevo y sacado fuera por un lugar
distinto de aquel por donde había sido introducido anteriormente. Después de
haber caminado mucho tiempo por un confuso laberinto de callejas y revueltas,
se detuvieron. El cura le entregó dos monedas de oro diciéndole:
-Espera aquí hasta que oigas las campanas de
la catedral tocar a maitines; si tratas de quitarte la venda de los ojos antes
de tiempo te ocurrirá una tremenda desgracia.
Y diciendo esto, se marchó. El albañil
esperó fielmente, conten-tándose con tentar entre sus manos las monedas de oro
y con ha-cerlas sonar una con otra. En cuanto las campanas de la catedral
dieron el toque matinal se descubrió los ojos y se encontró en la ribera del
río Genil, desde donde se fue a su casa lo más presto que pudo, pasándolo
alegremente con su familia por espacio de medio mes con las ganancias de las
dos noches de trabajo, y volviendo después a quedar tan pobre como antes.
Continuó trabajando poco y rezando mucho, y
guardando los días de los santos y festivos de año en año, mientras su familia,
flaca, desharrapada y consumida de miseria, parecía una horda de gitanos. Se
hallaba cierta noche sentado en la puerta de su casucha cuando he aquí que se
le acerca un rico y viejo avariento, muy conocido por ser propietario de
numerosas fincas y por sus mezquindades como arrendatario. El acaudalado
propietario se quedó un rato mirando fijamente a nuestro alarife y, frunciendo
el entrecejo, le dijo:
-Me han asegurado, amigo, que te abruma la
pobreza.
-No hay por qué negarlo, señor, pues bien
claro se trasluce.
-Creo, entonces, que te convendrá hacerme
una chapucilla, y que me trabajarás barato.
-Más barato, mi amo, que cualquier albañil
de Granada.
-Pues eso es lo que yo deseo; poseo una
casucha vieja que se está cayendo, y que más me cuesta que me renta, pues a
cada momento tengo que repararla, y luego nadie quiere vivirla; por lo cual me
propongo remendarla del modo más económico y lo meramente preciso para que no
se venga abajo.
Llevó, en efecto, al albañil a un caserón
viejo y solitario que parecía iba a derrumbarse. Después de atravesar varios
salones y habitaciones desiertas, entró nuestro albañil en un patio interior,
donde vio una vieja fuente morisca, en cuyo sitio detúvose un momento, pues le
vino a la memoria como un recuerdo vago del mismo.
-Perdone usted, señor. ¿Quién habitó esta
casa antiguamente?
-¡Malos diablos se lo lleven! -contestó el
propietario. Un viejo y miserable clerizonte, que no se cuidaba de nadie más
que de sí mismo. Se decía que era inmensamente rico, y, no teniendo parientes,
se creyó que dejaría toda su fortuna a la Iglesia. Murió de
repente, y los curas y frailes vinieron en masa a tomar posesión de sus
riquezas, pero no encontraron más que unos cuantos ducados en una bolsa de
cuero. Desde su fallecimiento me ha cabido la suerte más mala del mundo, pues
el viejo continúa habitando mi casa sin pagar renta, y no hay medio de
aplicarle la ley a un difunto. La gente afirma que se oyen todas las noches
sonidos de monedas en el cuarto donde dormía el viejo clérigo, como si estuviera
contando su dinero, y, algunas veces, gemidos y lamentos por el patio. Sean
verdad o mentira estas habladurías, lo cierto es que ha tomado mala fama mi
casa, y que no hay nadie que quiera vivirla.
-Entonces -dijo el albañil resueltamente,
déjeme usted vivir en su casa hasta que se presente algún inquilino mejor, y yo
me compro-meto a repararla y a calmar al conturbado espíritu que la inquieta.
Soy buen cristiano y pobre; y no me da miedo del mismo diablo en persona,
aunque se me presentara en la forma de un saco relleno de oro.
La oferta del honrado albañil fue aceptada
alegremente; se trasladó con su familia a la casa y cumplió todos sus
compromisos. Poco a poco lo volvió a su antiguo estado, y no se oyó más de
noche el sonido del oro en el cuarto del cura difunto; pero principió a oírse
de día en el bolsillo del albañil vivo. En una palabra: que se enriqueció
rápidamente, con gran admiración de todos sus vecinos, llegando a ser uno de
los hombres más poderosos de Granada: el albañil dio grandes sumas a la Iglesia , sin duda para
tranquilizar su conciencia, y nunca reveló a su hijo y heredero el secreto de
la bóveda hasta que estuvo en su lecho de muerte.
099. anonimo (andalucia)
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