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viernes, 7 de septiembre de 2012

La calle mayor

La leyenda de la calle Mayor, con ser más poética y dramática que la de otras arterias vecinas o lejanas, no se sabe con exactitud si se ha hecho pública, o no, hasta aho­ra. Mesonero Romanos paso a mejor vida sin tiempo para escribirla; Narciso Serra, por lo visto, tampoco dispuso del tiempo necesario para involucrarse en tales menesteres; Espronceda no debió de encontrarla lo suficientemente romántica, y eso que el asesinato de Villamediana puso en conmoción a todos los vates del culteranismo, y Zorrilla pasó de largo, sin cantar una endecha por miedo a darse de bruces con el mentidero de las gradas de San Felipe y con los epigramas cáusticos del ya referido Villamediana.
La calle Mayor, asiento de una celebérrima mancebía sostenida por los magnates de la Corte con la venia del poder supremo de Felipe II; lonja de mercaderes y tiendas, las mejores provistas de chamelotes, guardainfantes a la medida con seis varas de ruedo, enaguas de beatilla con puntas, chapines con hebillas de plata, cintas y galones de plata y oro, etc., etc., fue en el siglo XVII la atracción de la moda; una especie de alameda urbana donde se usaba el coche en las tardes de primavera desde la Puerta de Gua­dalajara hasta el Prado; lugar de cita de las niñas picañas, de las busconas y daifas del agarro; el cielo azul de los lin­dos, engomados y lechugados; el golfo negro donde nau­fragaron recatos mal sostenidos; la calzada de la Plata; vía Apia de gorrones, testaferros, espadachines y duelistas; sitio de reunión para los mantos; de compunciones crepus­culares en el interior de los carrozas, y birrotones de hus­meo provocador en el estribo, y de escándalo inaudito para los timoratos que cruzaban la rúa desde la iglesia de Santa María de la Almudena hasta el convento de San Felipe.
Las turpídeces denunciadas fueron tantas, y los peli­gros para la honestidad tan visibles, que llegaron a enten­der en el asunto la Inquisición soberana y la autoridad Real, disponiendo que ninguna mujer pudiera salir a la rúa, ni en coche, ni a pie, con el rostro cubierto con el man­to, ni con cortinas tiradas al intento, so pena de multa y encierro. El vulgo tomó, por esta vez, la parte de los mora­listas y, con gracejos punzantes cantó por las calles y pla­zuelas, a gola tendida, aquella seguidilla que ha venido rodando hasta nues-tros tiempos en el folklore, de Madrid:

Por la corte, en los coches
se vende carne,
y ya es carnecería
cualquiera calle.

El día que se publicó la pragmática de las cortesías, que compuso de orden del Consejo Supremo, el Oidor don Francisco de Contreras, se armó tal rebollicio en el menti­dero de San Felipe que, salvando los pretiles y rodando por las gradas, fue a turbar el sosiego virginal de la Mar¡­blanca de la Puerta del Sol y a conmover la calle Mayor de un extremo a otro, desde el Palacio de Oñate hasta el de Pastrana, desde la platería e iglesia de San Salvador, a la sazón en estado de derribo para ensanchar la calle, hasta las buhardillas y tragaluces de la Plaza Mayor.
El caso no era para menos.
Los que salieron señalados en el bando para no llamar­se señoría, fueron veinte caballeros de los más elegantes y esforzados en la Corte, entre ellos...
D. Alonso de Córdova, mayordomo de S. M.
D. Sancho Bravo, adelantado de Terenate.
Los hermanos de los duques de Pastrana y de Maqueda.
... todos los hijos de los títulos, y otras señoras tan califi­cadas como...
Dª Ana María de Leiva.
Dª Leonor Manrique:
Dª Mayor de Toledo.
Dª Francisca Sarmiento.
...etc.
Júntense a los agredidos por el rescripto, los amigos de los mismos, y se comprenderá el alboroto que se produjo en toda la Calle Mayor por causa de la malhadada prag­mática. Se cerraron las tiendas de la Puerta de Guadalaja­ra; las de Botín y el Valenciano; se barricaron las puertas y hubo quien se disponía a echar agua hirviendo sobre los Corchetes, si por acaso tenían el atrevimiento de venir voceando el bando en el centro de la rúa de moda, donde lucían su garbo, su belleza y sus galas, las Usías, las Exce­lencias y las Mercedes de la Villa de Madrid.
El ruido del bullicio llegó hasta las losas del Palacio, y enterado el Monarca, parece ser que dijo:
-¿A mí qué se me da de esas cortesías, con tal de que mis vasallos me sirvan bien, entre Merced y Señoría?

La Calle Mayor era en día de rúa, un palenque agitado, un aluvión de faldas, un tumulto de guardainfantes, una invasión de chapines de varillas y de tacones de siete pisos; un confuso remolino de carrozas, carricoches y calesas, un ciclón de literas y jinetes, una galerna de intru­sos, un pandemónium de chillidos, gritos y juramentos. La mar... como ahora se dice; el cielo estrellado, como enton­ces se decía.
Quevedo escribe, que las damas de alta alcurnia más avizoradas, le incitaban a picardear y que él lo hacía has­ta el rojo blanco, con lengua tan suelta que las ponía como amapolas; de rubor, de ese rubor infantil que apren­dieron a tener con las monjas, o con la señora maestra, y que trocaron pronto en desenfado incitante con: el soplillo de corte.
Entonces no guiaban las damas, que llamó Quevedo apicaradas, porque no era fácil manejar cuatro mulas de colleras en carroza de seis asientos, pero sabían colocarse en el estribo muy descubiertas, como rezaban los bandos, o con mantos de disfraz insurrecto para mejor recibir el chaparrón de frases cultas, frívolas y almibaradas, que mano a mano y a boca de jarro, disparaban a sus beldades los lindos educados por Góngora, por lo que se llamaron gongorinos y crearon la escuela literaria de la culta latini­parla.
Cuando el inmortal Lope de Vega salía, para ir a coro, de la casa número 82 de la Calle Mayor, donde nació, y terciaba su manteo para cruzar mejor por entre la multitud,. enseñando en el costado izquierdo la cruz blanca de trapo de caballero de la orden de San Juan de Jerusalén, todos se descubrían, todos le saludaban, los más próximos le besa­ban la mano y, desde las carrozas paradas por causa del barullo, se enviaban al poeta y al sacerdote testimonios elocuentes de simpatía y cariño.
Cuando don Pedro Calderón de la Barca bajaba los pel­daños de la humilde casa, número 95 de la Calle Mayor, donde vivió y murió; y arrebujado en'su manteo, que tam­bién bién ostentaba una cruz de trapo, la de la orden militar de Santiago, intentaba pasar la rúa para bajar a la iglesia de Santa María o del Salvador, todos, hombres y mujeres, viejos y niños, abrían la calle, o mejor dicho, ellos abrían calle y apartaban obstáculos para que el ilustre anciano, gloria de España, hiciera sin dificultad la travesía.
¡Qué honor tan grande para esa Calle Mayor!
El espíritu de Lope de Vega y Calderón sobrevive en ella todavía en los edificios que quedan de su tiempo. En sus escritos nos han dado a conocer la fisonomía de la calle, que mejor que nadie conocie-ron, por, ser vecinos, y el paseo de corte que en ella se estableció, distinguiéndola de las demás por su tipo elegante, palatino, eminentemeri­te aristocrático y español por todas las embocaduras.

Nadie hubiera imaginado, a fines del siglo XVI, que sobre el callejón de la Duda, donde estuvieron las casas de mancebía pública o de tolerancia y lenocinio, llamadas de la Calle Mayor, en el tránsito a los Monasterios de San Jerónimo y Atocha, que por real cédula de Carlos V y de la Reina Dª Juana se mandaron retirar para que los fieles al ir a misa no viesen los escándalos que daban las daifas de respingón; nadie se hubiese figurado que allí se levan­tara en fraternal alianza, con el Tugurio magno del vicio consentido, la casi elegante casa palacio de los Condes de Oñate que todavía se conserva en buen estado. Al balcón principal de este palacio solían concurrir los reyes en los días solemnes de la Calle Mayor y desde dicho balcón, engalanado quizá con las mismas suntuosidades colgantes que luce el Palacio dé Sus Majestades en días de gala, iguales o mejores a las que lució hasta su derribo; el de Al­cañices, Duque de Sexto, presenciaron Carlos II, el de los hechizos, y su madre Dª María Luisa de Orleans, el día 13 de enero de 1680, con sol claro y luminoso y un frío como de Madrid en esa estación del año.
Escribe la Marquesa de D'Aulnoy, testigo presencial dee la ceremonia, lo siguiente, que merece leerse:

«Luego que S. M. estuvo adornada con los diamante de ambos mundos, y cuando se hubo puesto un rico sombrerillo, adornado con plumas blancas y realzado con la preciosa perla llamada la PEREGRINA (la más bella d las perlas célebres), montó en brioso alazán andaluz, qu el Marqués de Villamagna, su caballerizo mayor, llevab de la brida. La riqueza del traje añadía muchos encantos la belleza y majestad de la Reina y toda ponderación es poca para pintar la grandeza y el lujo de su comitiva. S. M hizo un ligero movimiento al pasar por delante de la casa del Conde de Oñate, para saludar al Rey y a su madre, que estaban en sus balcones. En seguida se dirigió, por la hermosa Calle Mayor, a Santa María, donde el Cardenal Portocarrero entonó un solemne "Te Deum". Al salir de la iglesia, la Reina pasó por debajo de varios arcos triunfales, y entró en plaza del Palacio, en medio de las aclamaciones de un numeroso pueblo. Pomposos arcos y graderías con muchos personajes alegóricos, fábulas y emblemas, le enviaban las felicitaciones más cordiales Los magistrados y las autoridades, ricamente vestidos, la arengaron en español, y en francés. El Ayuntamiento le ofreció las llaves de la Villa, y los Grandes de España acudieron a cumplimen-tarla con todo su magnífico séqui­to. Llegada a Palacio, el Rey y su madre bajaron a recibirla al pie de la escalera, y después de haberla abrazado tier­namente, la condujeron al Salón Real, donde toda la Corte se postró a sus pies y besó respetuosamente su mano.»

Como se ve, la relación de la Marquesa, tiene toda la frescura y fluidez de estilo de nuestros cronistas y repor­ters modernos.

Por esta Calle Mayor han desfilado todas las pompas de la monarquía, todas las comitivas de Reyes en su entrada y salida de Madrid, las de las proclamaciones y casamien­tos y las de llegadas de príncipes extranjeros, las procesio­nes más importantes, como las del Corpus y Minerva, los entierros más notables y los sucesos graves, entre otros el ocurrido estándose empedrando esta calle, cuando estalló el motín contra Esquilache, en el que sirvió de arsenal de piedras a los amotinados, dirigidos o no por el padre Cuenca.
En las Cartas de Andrés Almansa y Mendoza, con Avi­sos y Novedades de esta Corte, desde 1621 a 1626, se citan desposoriós de gente principal y varias entradas de perso­najes extranjeros en las que, la Calle Mayor jugó el papel principal, como que por ella se pasearon las bodas con el mayor lucimiento y gallardía.
Mencionaremos algunas, tomando el relato de las expresadas cartas:
En los desposorios de doña Ana de Guevara con D. To­más de Labaña, ambos de la Cámara de los Reyes, y fa­vorito el novio de los Condes de Olivares y del Marqués de Castel-Rodrigo, hubo un paseo nupcial, por la Calle Mayor, que dejó memoria por el lujo del acompañamiento. Sacó a la desposada la señora Marquesa del Carpio, con tan grandes acompañamiento, que hubo nueve Grandes y toda la Corte y una suntuosidad por parte de los novios que no había más que ver. Entonces era de buen tono pasear la boda por las calles más principales, y sería prolijo enume­rar las que, registran en sus anales la palaciega Calle Mayor.
Los desposorios de los Marqueses de Villena fueron en casa de su abuela y tía la Condesa de Miranda, siendo padrinos los Condes de Olivares, con tanta riqueza en el paseo y ornato, como agrado en el modo, lustre y esplen­dor de los criados de ambas casas, que recibieron de los novios librea de terciopelo negro prensado, picado, con forros, plumas y cabos de color celeste, todo ello muy vis­toso y rico.

Las bodas en palacio del Conde de Palma con doña María dé Tabora, hija del Conde de Sanjuán, por mano del Patriarca, a la presencia de los Reyes, padrinos, que hicie­ron merced a los desposados de nueve mil ducados de ren­ta. Los novios vistieron de verde ricamente bordado en oro, y la librea de sus criados lo mismo. Honró la Reina a la des­posada a su mesa, y fue la gala extraordinaria por ser los años de Su Majestad. Sacóla de palacio la señora Condesa de Olivares, y la paseó por la Calle Mayor hasta él Prado, con el acompañamiento que a la calidad de su excelencia, a la de los desposados y a la costumbre corresponde.
Las bodas celebradas en la huerta de la Condesa de Valencia, por mano del Arzobispo de Santiago, entre la hija mayor de los Duques de Sesa, futura Marquesa de Poza, padrinos y padres, con don Francisco de Córdova, hermano del Duque. Aunque procuraron celar el matrimo­nio, no se ocultó a los amigos que abundaban en la Corte, y así fue que toda la nobleza asistió a las ceremonias, gala, banquete y paseo por la Calle Mayor como correspondía a la gran calidad de los novios. Esta vez formaron, como otras, en la Calle Mayor, una nueva calle de madera, capaz con los tablados y ventanas, de contener a toda la Villa y Corte, ansiosa de ver las bodas y entradas reales.

Pero más que los paseos de Corte y el continuo ruar la calle con carrozas, a pie y a caballo, conmovió a los veci­nos y transeúntes, el rebato, que el día 8 de octubre de 1621, hubo en las tiendas de los joyeros de la Calle Mayor y Puerta de Guadalajara por desobedecer las pragmáticas suntuarias.
La Justicia recogió en las tiendas y joyerías, valonas, zapatillas bordadas, almillas, ligas, bandas, puntas, randas, abanicos, puños aderezados y otras galas de mujeres a este modo, y otras cosas, de las que se les había avisado muchas veces por el Consejo que no surtiesen sus tiendas, y en rebeldía hicieron los alcaldes esta diligencia, por orden del señor presidente, y aquella misma noche quemaron parte en la Calle Mayor, evaluando en muchos ducados la quema.
Hay un palacio junto al prado de San Fermín; que dijo Ventura de la Vega, recordando sucesos de Corte. Hay un palacio a la entrada de la Callé Mayor, decimos, que perte­nece al Conde de Oñate, Correo Mayor de Castilla. Enfrente de este palacio acostumbraban a exponer los pintores espa­ñoles sus cuadros y lienzos durante la octava de Corpus, igual que en una feria de cachivache. Así se dio a conocer en Madrid, el inmortal Murillo, quien sorprendió a Carlos II, yendo de paseo, con el cuadro de la Purísima Concepción. Este éxito inespe-rado fije el principio de su celebridad.
Pero lo que dio fama y nombre al palacio de Oñate, fue la muerte violenta, por mano de asesino, consumada en don Juan de Tassis y Peralta, Conde de Villamediana, el día 21 de agosto de 1622, aboca de noche, junto a la calle de Colorerós y callejuela angosta de San Ginés, yendo el don Juan en coche con el Menino de la Reina, don Luis de Haro, hermano del Marqués del Carpio.
Don Juan, sin ser un Tenorio, era joven y hermoso, ga­llardo y bien formado, elegante, valiente, fastuoso, enamo­rado y penden-ciero. Poeta de vena cáustica y hombre de atrevimientos tales, como el que en público realizó en una fiesta, presentándose con un vestido bordado con monedas de plata, todas nuevas, llamadas Reales, y la divisa o declaración de Mis amores son Reales, aludiendo con esto a la persona de la Reina, su encantadora y encomiada Beli­sa (Isabel).
La temeridad del Conde fue grande porque el de Oliva­res, enemigo de la Reina y de Villamediana, hizo notar a su augusto amo la osadía de quien en la real persona, en público, se declaraba amante de su esposa.
Antes había ocurrido, en una fiesta de toros en que lan­ceó reses Villamediana con apuesta gentileza, que, la Rei­na Isabel dijo a Felipe IV:
-Mira qué bien pica Villamediana.
A lo que el Monarca, con adusto ceño, replicó:
-Sí, pero pica muy alto.
¿Fue por esta razón que se consumó el asesinato de Villamediana momentos después de salir de Palacio?
Nadie lo sabe con certeza.
El señor Cotarelo escribió y publicó un interesante libro titulado El Conde de Villamediana, en el cual se entregaba a sabias y eruditas disquisiciones sobre las cau­sas probables de un atentado que conmovió la Corte y que humeó durante mucho tiempo en vapores de sangre, en el portal del Palacio de Oñate, donde se,expuso el cadáver hasta que la justicia y la religión fueron a encargarse de él:
No entraremos en estas discusiones porque no cuadran con la índole ligera y humorística de nuestros artículos. Nos contentaremos, pues, con reproducir, como solución del sangriento enigma, algo de lo que se escribió con carácter anónimo pocos días después del suceso.
Se trata de una décima que unos atribuyen a don Luis de Góngora y otros a Lope de Vega:

Mentidero de Madrid
decidnos ¿Quién mató al Conde?
Ni se sabe, ni se esconde
sin discurso, discurrid.
Dicen que le mató el Cid
por ser el Conde Lozano;
¡Disparate chavacano!
La verdad del caso ha sido
que el matador fue Bellido,
y el impulso soberano.

Con este y otros hechos análogos, que le precedieron y hubieron por teatro, callejuelas, que desembocan en la Calle Mayor, como por ejemplo la prisión de Manuel Leví, tesorero dé don Pedro el Cruel, ocurrida en una casa, cuyo solar se vendió al Duque de Nájera y sobre él se levantó su casa, que da nombre a la calle; la muerte de Escobedo, ordenada por Felipe II y consumada junto al palacio de Abrantes bajo el camarín de la Virgen de la Almudena; la prisión de Antonio Pérez y la de la tuerta Princesa de Ébo­li, amiga infiel de D. Felipe, en su palacio de Pastrana, que aún existe; con estos acontecimientos y otros que se silen­cian, la Calle Mayor adquirió una fama histórica y galante que sería de mal gusto desconocer: y por si algo falta para darle carácter especial, vino la moda de ruar por ella, en coche y a pie y de convertirse en jubileo de la gente deso­cupada, en bazar de novias y concubinas, en exposición activa de un lujo desenfrenado, en lugar de citas de los mantos y en club pernicioso, al aire libre, de los Lindos, alechugados, de los alvillos y de los cama-leones.
Por eso, anticipándose a Serra, hubo quien escribió esta aleluya:

Es mucha calle, Señor,
la hermosísima calle Mayor.

127. anonimo (madrid)

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