En la ciudad de Teruel
vivían Diego Marcilla e Isabel de Segura. Desde muy niños, habían jugado
juntos, juntos habían correteado por las calles, alborotando en los días de
fiesta mayor. Él era de pobre ascendencia, y ella, por el contrario, pertenecía
a una de las familias principales de Teruel. Cuando los dos muchachos fueron
creciendo en años, la afición y recreo que tenían estando juntos se transformó
poco a poco en amor.
Isabel era ya una bella
damita, y Diego un mancebo robusto, que soñaba con hazañas guerreras.
-Verás, Isabel -decía un
día que habían ido a pasar la tarde a una huerta de los alrededores: yo partiré
un día a la guerra. Me alistaré como soldado en uno de los Tercios del
Emperador. Marcharé alegremente, me darán un arcabuz, o bien, viendo lo fuerte
de mi brazo, me harán piquero. Tú me verás partir, despidiéndome con el
pañozuelo que te regalé. Marcharemos a un puerto, y allí embarcaré, Dios sabe
si para Italia o para tierra de moros. Y en la primera acción me lanzaré contra
el enemigo, asaltaré de los primeros una brecha o, si Dios me ayuda, haré
prisionero a algún alto jefe. Entonces me darán la banda de alférez, y volveré
a verte, vestido como un caballero, con una larga espada...
La muchacha le oía entre
alegre e inquieta. Así pasaban las tardes, entretenidos en su dulce afición.
Mas ya el destino tejía un hilo de desdichas.
Tenía Isabel una prima
con la que había hecho vida familiar. Un día, cuando ya eran crecidos Isabel y
Diego, la prima -llamada Elena- vio al mancebo, y al instante quedó prendada de
él. Sabía los lazos que ligaban a su prima con Diego y, llena de pesadumbre,
urdió un medio para que Diego, quedase libre y pudiera ser suyo.
Había en la ciudad un
noble caballero, don Férnando de Gamboa, que, si bien amaba a Isabel, no se
sentía muy seguro de ser corres-pondido.
Un día, Elena contrahizo
la escritura de Isabel en una misiva y, llamando a una vieja criada, la envió
con dicho papel a casa de don Fernando. Éste, sorprendido, vio como en
aquellas palabras se alentaba su esperanza y, en vez de partir de la ciudad,
como había determinado, pensó quedarse y correr la ventura que tan cierta se le
prometía. Durante varios días, rondó la casa de Isabel; mas sin encontrar
acogida claramente favorable. Lo atribuyó a juego de mujer; más aún, cuando la
pérfida Elena le envió un nuevo recado en nombre de Isabel, que permanecía
inocente de los manejos de su prima. Al fin, fue pasando el tiempo, y los
padres de Isabel juzgaron que era ya hora de dar en matrimonio a su hija.
Sabían el cariño que existía entre Isabel y Diego, al que tenían gran afecto;
mas consideraban lo humilde de su procedencia y lo pobre de su vida, y vacilaban.
Don Francisco de Gamboa había manifestado al padre el amor que sentía por su
hija. Y así, un día, se presentaron en casa de Isabel, a un tiempo, Diego y
don Fernando, a pedir la mano de la doncella.
Fueron honorablemente
recibidos. Don Fernando habló de este modo:
-Noble Segura: Desde hace
mucho tiempo, amo a vuestra hija. Conocéis de sobra lo noble de mi apellido y
lo rico de mi hacienda. No he querido aceptar ningún partido de Teruel,
esperando que Isabel pasase de niña a muchacha y de muchacha a doncella. El
tiempo ha venido en que puede honrar mi casa y mi estirpe.
Y a continuación habló de
sus riquezas, añadiendo que no sólo por poderoso pretendía a Isabel, sino por
creer que su esperanza no sería defraudada. Isabel, que tras una celosía
estaba presente a la entrevista, oía sorprendida las palabras de don Fernando,
pues nunca había hecho ninguna manifestación que él pudiera haber interpretado
como favorable. Después de hablar don Fernando, se adelantó Diego y, a su vez,
dijo:
-No tengo riquezas ni
noblezas; mas desde niño me tuvisteis en vuestra casa y sabéis que amo a Isabel
y que Isabel me corresponde.
Pero el viejo Segura
interrumpió al doncel, diciendo:
-Bien te conozco y sé que
eres bueno; mas esa afición que dices existir, más bien la creo cosa de
muchachos que juegan juntos que de mujer y hombre que han de vivir como tales
y fundar una familia. No puedo darte la mano de Isabel, pues sería cambiar lo
cierto por lo dudoso, la buena casa y estirpe de don Fernando por la de un
joven sin nombre ni fortuna.
Así, fueron decididas las
bodas de Isabel y don Fernando. Pero aún Diego insistió, diciendo:
-No es justo, noble
Segura, que neguéis a quien os ama como hijo una oportunidad para ganar con su
brazo lo que fortuna le negó por su nacimiento.
De muchos nobles señores
se cuenta que ganaron fama y riquezas en las guerras, y yo quiero probar. Dadme
un plazo, aunque sea corto, y os mostraré lo que valgo.
De nuevo vaciló el padre
de Isabel. Pero, decidiéndose, le dijo a Diego:
-Bien: te concedo el
plazo que pides. Esperaré para dar a Isabel a don Fernando un plazo de tres
años con tres días. Si en ese tiempo vuelves con nombre y riquezas, o con
nombre tan sólo, Isabel será tuya. Mas ni una hora esperaré más allá del plazo.
Diego aceptó, lleno de
alegría, y salió de la casa.
Aquella tarde volvieron a
encontrarse Isabel y Diego en el huerto, donde tantas veces habían jugado
primero y se habían amado después.
-Ya ves, Isabel -dijo el
muchacho, cómo mis ilusiones de niño se hacen ahora realidades inmediatas.
Partiré esta noche a Barcelona, donde me alistaré para la empresa que el César
intenta acometer contra Túnez. Sé que antes de que haya transcurrido el plazo
serás mi esposa y nada habremos de temer.
Y entre temores de la
muchacha y seguridades de él, pasó la tarde, se hizo la noche y Diego partió.
Diego llegó a Barcelona,
que entonces estaba llena de soldados. Alistóse en uno de los Tercios, y pronto
partió embarcado hacia Cartagena. Allí salió con su compañía para las tierras
de África y pudo demostrar el valor que le animaba. Era querido por sus camaradas
y admirado por sus jefes. Día tras día, su fama iba creciendo y le iban siendo
concedidos nuevos honores y grados, así como gratificaciones. Unas veces eran
expediciones con pocos hombres para forzar la entrada de algún portachuelo
moro o para hundir las barcas. Otras eran batallas contra grandes fuerzas. Y,
al fin, en la de Túnez, logró que el mismo César le otorgase la anhelada banda
de alférez, concediéndole también una Orden y ennobleciendo su nombre.
En tanto, en Teruel, la
prima Elena no había cejado en su tarea de separar a Isabel de Diego. Cuando
asistió a la escena de las peticiones de mano, creyó perderlo o ganarlo todo;
mas, al ver el plazo que se daba, se dispuso a obrar de nuevo. Una mañana se
presentó, afectando tener el semblante demudado, en casa de Isabel; pidió ser
recibida por el padre de ésta y le comunicó que le habían llegado noticias
fidedignas de que Diego había muerto heroicamente. Mucho dolor sintió el buen
viejo y, tomando las naturales precauciones, le comunicó la mala nueva a
Isabel. Ésta, dentro de su gran pesar, no se sentía cierta de esa muerte. Algo
dentro de ella le cantaba una íntima esperanza. Recordaba las palabras de
Diego: «...Sé que antes de que haya transcurrido el plazo señalado, he de
volver». Y le pidió entonces a su padre que difiriera la boda hasta el último
momento, lo que se hizo.
Llegó, por fin, el día en
que expiraba el plazo, y se celebraron las bodas. Isabel estaba ya resignada y
aceptó, de buen grado, la mano de don Fernando.
Dos horas después de
haber expirado el plazo, entraba en Teruel, a todo galope, Diego Marcilla.
Había vuelto a toda prisa, reventando caballos; mas había llegado tarde. Aún
esperaba que no hubiese sido tan rígido el cumplimiento del plazo; mas cuando
llegó a casa de Isabel y vio las paredes alhajadas con ricas colgaduras, y la
servidumbre con trajes de gala, comprendió que su desdicha estaba consumada.
Entonces penetró en la
mansión y subió a la habitación de Isabel, ya preparada como cámara nupcial.
Ocultóse debajo del lecho y esperó que llegase el matrimonio. Al fin, éstos
penetraron en la alcoba y, después de ser despedidos por los familiares, se
dispusie-ron a acostarse. Entonces Diego, para impedir que se consumase el
matrimonio, tomó una mano a Isabel, la cual sintió un gran sobre-salto y dio un
grito. El marido preguntó si le sucedía algo, y ella, turbadísima, y
reconociendo en aquella mano que asía la suya la de Diego, pidió a don Fernando
que bajase a buscar un pomo de sales que había dejado en el piso inferior. El
marido lo hizo de buena gana y, cuando Isabel estuvo sola, salió Diego, que,
cayendo de rodillas ante ella, le recordó su amor, que seguía tan fuerte como
cuando partió, reprochándole al mismo tiempo su poca constancia, ya que debía
haber esperado hasta su vuelta. Mas ella, aun sintiendo gran alegría al verle,
le dijo:
-Ha sido la voluntad de
Dios, y no la fortuna, la que ha hecho que se retrasase tu llegada. Hasta el
último momento te esperé. Ahora nada debes esperar de mí. Casada estoy y no
puedo faltar a mi honor marchando contigo.
Él insistió, y sentía tan
lastimado de dolor su pecho, que, al fin, derramando abundantes lágrimas, al
levantarse para marchar, se desplomó como herido por el rayo. Terrible fue para
Isabel ver morir tan repentinamente a su antiguo amado, y más fuerte aún la
sorpresa de don Fernando, al ver a un hombre muerto en la habitación y a Isabel
pálida y pronta a desvanecerse.
Ella le contó lo
sucedido, jurándole por lo más sagrado que ella era inocente. Entonces él, creyéndole,
determinó sacar de allí el cuerpo del infeliz Diego y, aprovechando las horas
de la noche, dejarlo en la puerta de su casa. Así lo hizo, siendo ayudado por
la misma Isabel.
Al día siguiente,
terrible fue la sorpresa de los padres del infortunado joven. Por la ciudad se
corrió la noticia, y los comentarios eran numerosos y diversos. Los funerales
se celebraron con gran concurrencia de personas, que comentaban la infausta
suerte de Diego. De pronto, se presentó Isabel, y un rumor acogió su llegada.
Venía pálida, vestida con sus más lujosos trajes y adornos. Durante la santa
misa permaneció arrodillada, con el rostro entre las manos. Y ya al finalizar
el oficio de difuntos, levantándose de pronto, se aproximó al catafalco y,
ante el asombro de todos, inclinándose sobre el cadáver de Diego, depositó un
apasionado beso en sus exangües labios. Cuando don Fernando y sus criados
acudieron, vieron que Isabel estaba echada de bruces sobre Diego y,
queriéndola levantar, advirtieron con espanto que había muerto de repente
también.
Todos los circunstantes
se sintieron ganados por la lástima, y don Fernando, transido de dolor, dijo:
-Fue la voluntad de Dios
que Diego e Isabel no se unieran en vida; pero su mano condujo al ángel de la
muerte para unirlos en el otro mundo. Que se entierren juntos a los que esposos
fueron en la intención, hasta que yo me atravesé en su camino.
Y así, juntos, se dio
sepultura a los cuerpos de Diego Marcilla e Isabel de Segura, a los que la
leyenda llamó desde entonces «los amantes de Teruel».
013. anonimo (aragon)
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