La coquetería debe de ser
innata en la hembra, porque antes de inventarse o conocerse la palabra coqueta, lo eran ya, derretidas y
esparcidas, nuestras venerables abuelas.
Ellas inventaron o perfeccionaron
el manto de puntas para que sirviera de cebo de galanes y tapadera de antojos;
ellas echaron el velo al recato que prohibía a las doncellas presentarse en
sitios públicos; ellas hicieron emboscadas de encantos y trampantojos, de
candor para sorprender a mancebos albillos de mejillas frescas, cuya curiosidad
no tenía límites; ellas osaron a todos los atrevimientos habidos y por haber
tras el manto de gloria, encubridor y
taimado, y cuando abrían la red de seda feble o de abalorios para enseñar un
ojo bellacón, penetrante y fino como puñal de Albacete, ocurrían en la acera
asaltos de esgrima y se daban grandes estocadas los galanes que perseguían la
estela perfumada y garbosa de aquellos arambeles de paño, tafetán y seda; ellas
crearon el género de comedias de capa y
espada y dieron nombre al siglo XVII, al igual que Calderón de la Barca ; Lope de Vega,
Quevedo, Tirso de Molina y Moreto, los cantores de los mantos y rebocillos.
Este día de nuestra
historia había neblina en el Prado, por el mucho resudar de los árboles de
huertas y jardines. Empezaba a despertar la primavera y las flores del campo y
las de estufa, las que crecen bajo el césped y las que se abren en los salones,
daban a las auras sus perfumes y encantos para solaz y alegría de los mortales
pedestres.
A punto de las dos de la
tarde, cantadas y tocadas por el reloj de campanas del convento de Agustinos
Recoletos, se vio salir por la puerta de hierro del jardín del Almirante, te,
acompañada de su escudero, una elegante dama envuelta con donaire en manto de soplillo que permitía examinar las
líneas rectas y curvas de un busto correcto y aristocrático.
No tenía filis en el rostro, pero en cambio debía
de tener esa atmósfera de hechizos, como el imán atrayente, que es liga de
pájaros atónitos y de varones deslumbrados.
Llevaba, como se ha
dicho, manto de soplillo y en el
vestido un escote tan degollado, que
sólo le faltaba para ir desnuda de medio cuerpo para arriba, quitarse el
pergeño de jubón que defendía la boca del estómago. La chinela o chapín contaba
doce dedos de tacón, con lo que el pie iba en zancos, aumentando con esto el
donaire de la garbosa desconocida, que debía ser de lo caro por la gala de sus arreboles que descubrían las puntas del
envoltorio y los azabaches del medio ojos.
Era viernes de Cuaresma,
y aunque el disfraz no fuera del todo devoto, con él había asistido la tapada
al miserere de los Capuchinos de la Paciencia , donde era
moda rezar ternezas a la luz vacilante de una lámpara de hierro, cuya temblona
llama apenas sí alumbraba el colgadizo y los contiguos bancos.
Seguida de un escudero
sesentón con ferreruelo y espadín de taza, había comprado dulces en la
confitería del valenciano y continuado por la calle de las Infantas hasta la
casa de las Siete Chimeneas que está
junto al cerro de Buenavista; después había doblado la huerta de Juan Fernández,
dirigiéndose, entre dos luces, pian
pianino, por el solitario Prado de Recoletos al Retiro del Almirante, de
donde, como, queda dicho, había salido bizarra y resuelta a pindonguear por las
calles de Madrid llenas de lodo y también de lindos.
Hallábase en lo alto del
Prado de atisbador diligente el conde Mónterey, presidente de Italia,
acompañado del conde de Montes claros, presidente de Hacienda, y antes de que
emparejara con ellos la misteriosa tapada, salieron dé un coche parado cuatro
dueñas de honor con sus mantos y tocas, reverendas por defuera, y de seguros lacayos o diablos por dedentro, y con sendos garrotes los varearon dejándolos malparados.
La del soplillo voló como el humo.
Las dueñas depusieron los
garrotes para fugir mejor y los mal-trechos
condes fueron amparados por los frailes de Recoletos y las vecinas monjasTeresas,
que enviaron a los vapuleados hilas, vendas y bálsamo de Fierabrás.
¿Quién era la dama?
¿Quiénes eran las dueñas?
¿Por orden de quién se
perpetró el vapuleo?
Misterios éstos que no
aclaran las crónicas de aquel tiempo; `sólo dicen qué el suceso, por lo
estupendo y nuevo, fue motivo de gravísimo escándalo en la Villa y Corte.
Lo único que de cierto se
sabe es que la sirena del manto, en cuanto traspasó los árboles de la cañada, saltó como una corza,
derrumbaderos y baches, y fue a dar en el Palacio
del Almirante, cuyo portero de cadena formó calle con el escudero y
lacayos, para dejarla entrar como era costumbre, con los honores debidos al
rango de la egregia castellana de aquella morada.
II
Por la noche hubo sarao y
academia en el palacio del Almirante. Desde el toque de oraciones, fueron concurriendo
a la aristocrática mansión las más linajudas damas en literas y carrozas, las
doncellas más discretas, los poetas más ingeniosos, los caballeros de las
Órdenes, los de la nobleza, los títulos del reino y los grandes de España.
Era una constelación viva
de estrellas y planetas de primera magnitud, un paraíso abreviado, con la
serpiente, una reducción del Olimpo pagano del Buen Retiro, donde un rey poeta
y caballero a la española representaba todos los días el papel mitológico del
dios Apolo.
La ostentación de riqueza
era grande.
Tocados y aderezos de
pedrería legítima formaban deslumbrador contraste con la luz de las
cornucopias, el tisú y terciopelo de los trajes, las cruces y las veneras.
La diosa de aquel
Empíreo, colocada en el estrado, recibía con distinción suprema el homenaje
pulcro, afectado y cortés de damas y caballeros.
Uno a uno iban pasando
ante la castellana hermosa, y al pasar lucían en competencia, la riqueza de las
joyas y la de los conceptos.
Tocóle el túrno al
príncipe de Melito., ex-embajador de Francia, quien se presentó aquella noche
cubierto de piedras y perlas en su vestido, fingiendo estos primo rosos
bordados, con tan oculto artificio que, al hacer reverencia ante la opulenta
señora, se saltaron todas las piedras sobre la alfombra, por vía de gala, en
obsequio de damas y cortesanos sin cuidarse de recogerlas el príncipe ni
consentir que para él se recogiesen.
-Huélgome, señora, de que
el miserere de esta tarde no haya
acabado en tinieblas. Pues dicen que
los apaleados se encuentran bien en la hospedería de Recoletos.
-Idos, Duque, y callad.
Os lo suplico.
-Me voy, señora...
Este diálogo, hablado al
socaire, mientras los lindos recogían
las perlas y rubíes para sus meninas,
no fue escuchado por nadie, pero alguien vio desde lejos la acción gallarda de
sembrar por la sala piedras; el movimiento rápido y nervioso de los labios; la
expresión misteriosa de los semblantes y, poseído de impulso ciego al querer
levantarse, clavó las uñas en el terciopelo del, sillón, donde los achaques y
los años le tenían postrado hacía tiempo.
Este alguien se adivina,
desde luego, que era el dueño del palacio, el noble almirante de Castilla, don
Juan Gaspar Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Rioseco, así como se deja
conocer que la rica hembra del estrado, la belleza aclamada por reina del sarao
y de la corte, era nada menos que la cónyuge legítima del ya calendado
Almirante.
Tras una ayuda de sorbete
y aloja y un agasajo de chocolate puro, trabajado a brazo, dio principio la
academia que fue notable por las preguntas, y más notables aún por las
respuestas.
Damas y galanes hicieron
alarde de ingenio, mientras dormía o parecía dormir el Almirante, y a poco más
de las ocho, cuando dio la queda la campana mayor del convento próximo, el
desfile de la retirada empezó de modo tan rápido que en pocos minutos quedó
desocupado el salón.
¿Qué sucedió después,
cuando el Almirante y su esposa quedaron solos?
La crónica no lo cuenta.
Y ello da derecho al
lector de componerlo a su gusto con acompa-ñamiento de arpa, laúd o vihuela,
que fueron los instrumentos de cencerrar
zarabandas, rugeros y gallardas.
III
Han pasado tres siglos.
Una transmutación
completa ha dado forma distinta al plano de Madrid, por este lado de la Villa-nueva ,
que se destinó entonces a hornos, tahonas y paneras.
Desapareció la huerta
afamada del corregidor don Juan Fernán-dez, y con ella el palacio, jardín y
huerta del Almirante, que hacían
recodo por la calle del Escorial
(después del Almirante) hasta la de
los Reyes Alta (hoy de las Salesas). Surgió de los escombros dé
una parte del palacio, por voluntad expresa de aquel ilustre magnate, que a
este efecto hizo donación de sus terrenos, el convento de monjas de San
Pascual, cuya iglesia fue, antes de la reedificación y continúa siéndolo, la
misma sala que sirvió de teatro al palacio y de asilo literario a las academias
más célebres de aquel siglo. ¡Qué cambio más completo! ¡Desde el chiste picante
a la plegaria mística, desde el cuchicheo de amor rimado al oído, al rezo
salmódico, uniforme, distraído; dormilón, de las benditas madres! ¡Cuántos
suspiros amantes en aquel teatro profano! ¡Cuántas penitencias leves en este
santo templo!
Desapareció el convento
de Agustinos Recoletos y su huerta, que fue, por sus dimensiones, un verdadero
parque. Cayó la puerta monumental del mismo nombre que cerraba a Madrid por
este lado, y con ella desaparecieron las extensas posesiones y palacio del
conde de Oñate y marqués de Monte-Alegre que estaban donde hoy los palacios de
Salamanca (Banco Hipotecario) y Calderón (hoy marqués de Campo).
Viéndose solo el convento
de las Madres Teresas, desapareció también el vigor dé la piqueta reformadora
y no hace mucho tiempo hemos visto la titánica labor de desmontar el conocido
jardín de las Delicias que existió
sobre el mismo que perteneció al conde de Baños, después de Altamira, y hoy
duquesa de Medina de las Torres, para hacer lotes de solares donde se alzan ya
suntuosos, hoteles y casas de vecindad.
Borrada esta última
página del Madrid antiguo, de la villa poética, caballeresca y chispera de
nuestros mayores, la prosa de cinco pisos con entresuelo y buhardilla, y sin
jardines, consumirá la anemia a la generación presente y a las futuras, a menos
que éstas adopten, como nuestros progenitores, el precepto higiénico de muchos
árboles y pocas casas, muchos espacios libres, muchos pulmones amplios, y nada
de ratoneras.
Y a propósito de
ratoneras: tenemos que preguntar respetuosamente a los archivos de las
nobilísimas casas que van citadas, qué son, qué han podido ser, de qué han podido
servir unas magníficas galerías de ladrillo, verdaderos túneles de comunicación
subterránea, descubiertos a muchos metros de profundidad. Las hay en todas
direcciones: unas, que vienen del lado de las Salesas, atravesando el solar
del antiguo jardín por lo más hondo; otras, que parecen venir de los
extinguidos conventos de Santa Bárbara, las Teresas y los Agustinos Recoletos;
otras, que llevan la dirección de Buena-Vista y del convento de San Pascual;
otras, en fin, que van culebreando en zigzag como festón de gutapercha por todo
el ámbito del terreno allanado. Es un detalle curioso, que ha debido
estudiarse porque constituye, o, debió constituir en tiempos antiguos, una
verdadera red de tranvías subterráneos para uso y recreo de mineros y geólogos.
Desaparecieron por
completo las bocas de estás minas sin habernos descifrado el enigma de su
existencia. En el mismo sitio en donde el conde de Baños tuvo su jardín y las Delicias su Mabille madrileño, donde
últimamente nos dio a conocer Price las notabilidades acrobáticas, se han
alzado hoteles y casas de vecindad y están naciendo unas cuantas berrugas
negras obstructoras del aire puro que en el campo se anhela respirar y antes se
respiraba.
¡Dios se lo demande a los
ricos propietarios de esos solares históricos!
127. anonimo (madrid)
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