Año 1795.
Estamos en un Madrid que
orquestaban a trío, con no pocas disonancia: el rey Carlos IV, María Luisa y Manuel Godoy.
El palacio de Villafranca
estuvo ocupado, entonces y provisionalmente, por los duques de Alba: don José
-bastante tacaño- y Cayetana con su gracejo y encanto naturales.
Fue una noche muy
calurosa de julio.
En un cercano reloj
acababan de sonar las dos horas.
Un ciego, en la calle,
cantó así:
«Sea verdad o mentira
lo que los ciegos cantamos
no falta quien nos dé oídos
y afloje también los cuartos.»
Salieron al balcón los
duques. Él sacó de su bolsillo del faldón derecho de su casaca una bolsa y
hurgó en ella con dedos meticulosos.
-¿Por qué tardas tanto?
-preguntó Cayetana.
-Busco un real de vellón.
La duquesa, con un golpe
de abanico, lanzó la bolsa al aire derramando oro, plata y cobre sobre los
guijos de la calzada. El ciego desapareció como alma que lleva el diablo. El
duque envió al mayordomo a la calle para que se; cerciorase de si había quedado
alguna moneda en tierra: ¡Por supuesto que no encontró ni una sola!
Entonces la risa de la
duquesa rompió de forma estruendosa el silencio de la noche.
127. anonimo (madrid)
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