Todos los días una bella mozuca cuidaba su
rebaño de ovejas en la cotera [1],
donde el viento corre puro y la hierba parece un verde tapete en la montaña.
Sin que ella se diese cuenta, un ojáncano iba cada tarde a verla sin faltar a
la cita. Tan enamorado estaba que su cara rebosaba tristeza por no tener el
amor de la joven.
Un día la joven, sedienta, fue a beber a una
fuente cercana, la cual manaba cristalina y fresca. Este manantial se
encontraba a los pies de una peña, de donde apareció el ojáncano para admirar
su belleza en silencio. Ésta, al darse cuenta, salió corriendo y pidiendo
auxilio a otros pastores que se encontraban cerca. El ojáncano se entristecía
cada vez más por no poder conquistar a su dama.
Días después, tras superar aquel susto, la
pastora encendía una lumbre cerca de la cotera para calentarse. Para ello
utilizaba escajos secos y pequeñas ramas de un bosque cercano. Pero cada vez
que había un atisbo de llama, ésta se apagaba por culpa de un airecillo que salía
de un espinar cercano. Por más que la mozuca lo intentaba, más tozudo resultaba
aquel extraño viento, que sólo parecía llegar en el momento de encender la
lumbre. Y esta circunstancia la extrañó, de manera que se asomó a echar un
vistazo por sus alrededores. De repente, volvió a ver al mismo ojáncano encima
de la peña, justo donde lo había divisado con anterioridad. Como es de suponer,
la bestia seguía con cara de pena, aumentando por momentos los suspiros y la
angustia que sentía por su amor hacia aquella muchacha. En cambio, ella volvió
a salir corriendo de nuevo y a llamar a los pastores y muy asustada.
Pasaron unos días hasta que la joven volvió
a ir por la cotera. Esta vez pensó que sería bueno coger un coloño de leña para
calentarse en su humilde morada. Mucho más tranquila esta vez por no haber
visto a la increíble bestia, tomó la cambera de regreso a su cabaña. Después de
un tramo, el camino se volvía cada vez más resbaladizo, haciendo tambalear en
un par de ocasiones a la muchacha, que iba cargada con la leña. Pero al
instante, se dio cuenta de que no llevaba peso alguno, como si le hubiesen
quitado el coloño de las espaldas. De nuevo, aquel ojáncano la había tomado con
ella, esta vez quitándole la carga de leña y llevándola él como si fuese un
palo.
La moza, asustadísima, se dispuso a llamar
de nuevo a los pastores que rondaban por allí, pero decidió a última hora no
hacerlo, pues hasta entonces nunca la había atacado aquel ser, cosa que le dio
que pensar. Aún aterrada, bajío sin mediar palabra, mientras el ojáncano la
seguía a cierta distancia con el coloño en las manos.
Al llegar a las afueras del pueblo, el
triste y deprimido ser volvió a poner el haz de leña en la cabeza de la
muchacha y retomó el camino de vuelta al monte. Sin darse apenas cuenta,
pasaban los días y el ojáncano seguía rondando a la pastora, la cual cogía cada
vez más confianza, a medida que veía que la bestia no era violenta con ella.
Ya con la primavera cerca, ambos pasaban
casi todo el día juntos. Hay que decir que el ojáncano, cuando estaba solo,
seguía haciendo las mismas maldades de siempre, pero cuando estaba con su amada
era bueno y bondadoso. Cortaba leña para la muchacha, la ayudaba con las
ovejas, hacía una peña para resguardarse de la lluvia.
Los demás pastores estaban totalmente
desconcertados ante las buenas migas entre la moza y el ogro. Y esta amistad se
extendió por los valles, donde las gentes ya conocían a la pastora como la
novia del ojáncano. Y tal calificativo la hizo ganarse tan mala fama que los
mozos y mozas de la comarca la aborrecían hasta el punto de no querer saber
nada de ella.
La muchacha, en vez de hacer caso a las
habladurías, cada vez se sentía más apegada al ojáncano. Sólo que la
maravillosa historia se truncó el día que la pastora no subió más al monte.
El triste y apenado ojáncano no paraba de
buscarla por todos los sitios de la cotera. Incluso mandó a un cuervo volar en
círculos por todo el valle para ver si la veía aparecer con el rebaño. Y auque
el ave estuvo toda la mañana busca que te busca, no obtuvo resulta-dos. Cuando
se posó en la nariz del ojáncano para comunicárselo, la bestia se apenó a la
vez que se enfureció mucho.
Pasaron varios días con igual resultado. La
furia del ojáncano era ya desmedida; lo destrozaba todo a su paso, llenaba los
caminos de piedras, cegaba las fuentes con enormes rocas y hacía muchas otras
fechorías.
Una tarde detuvo a un pastor cuando ya se
recogía y le preguntó por la muchacha. El joven, aterido de miedo, le contó
toda la verdad, que la moza había sido retenida por sus padres para evitar la
amistad que había entablado con la bestia. El ojáncano dejó marchar al pastor y
preparó su venganza para esa misma noche.
Al amanecer, todas las huertas, frutales y
demás cultivos habían sido arrasados y destrozados. No quedaba nada en pie, la
cosecha era un auténtico desastre. Además, cuando el cura fue a tañer las
campanas para avisar a misa, vio que éstas habían desaparecido. Y lo mismo le
ocurrió al herrero con el yunque, y al médico con su carro de caballos. Era
desoladora la imagen de los caballos muertos y el carricoche destrozado. Los
destrozos y maldades eran de una magnitud inimaginables. De hecho estas
fechorías también llegaron hasta la casa de la moza. El ojáncano rompió incluso
el carro y el horno de los padres de la pastora. Mientras los vecinos
intentaban arreglar aquellos destrozos durante todo el día, al ojáncano le
hacían falta tan sólo unos minutos para acabar con ello.
Al llegar al invierno la gente del pueblo se
encontró sin cosecha, sin hierba para las vacas y sin maíz que llevar al
molino, que también estaba roto.
Así que una mañana muy temprano, en vista
que ese pueblo jamás volvería a levantar la cabeza, todos los vecinos cogieron
sus enseres y se marcharon a un lugar mejor, pues sus casas, sus huertas, sus
panojales, todo había sido arrasado por la bestia enamorada.
Pasaron los años y el pueblo abandonado
comenzó a llenarse de zarzales y de matojos. Así que, ya se sabe que, si nos
encontramos alguna aldea así en los montes de Cantabria, hemos de pensar que
habrá quedado así por el desamor de un fiero ojáncano al que no dejaron una vez
conquistar el corazón de una pastora.
172. anonimo (cantabria)
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