Siglo noveno.
El Madrid árabe con su
Alcázar cantado en romances. La muralla que lo ciñe estrechamente, dejando tan
sólo en su, recinto interior, unas calles estrechas y pinas, unas casuchas,
alguna residencia de moro rico, una aljama y una pequeña mezquita.
A una legua de este
humilde Magerit se halla un tupido atochar -plantación de esparto, que rodeaba,
hasta ocultarla a ojos lejanos, una humilde ermita; en ella se veneraba una
vieja imagen (obvia-mente bizantina y, a buen seguro, traída de Antioquía) que
la credulidad de la gente piadosa atribuía al cincel de Nicodemus y al pincel
de San Lucas.
A pesar de hallarse en
territorio, árabe, el ermitorio permanecía tal vez por ignorancia, sin ser
profanado por los musulmanes. El peligro de que ello se transformara en una
triste realidad era como una obsesión para el noble madrileño Gracián Ramírez,
que comandaba las huestes cristianas y cuyo campamento se alzaba no muy lejos
del atochar. Una idea predominaba en su mente: rescatar la sagrada imagen. El
proyecto era muy arriesgado, lo sabía; pero ello no era óbice para su
resolución de ponerlo en práctica. Disfrazado de moro, así como los criados y
familiares que le acompañaban, penetró en Magerit con el audaz propósito de
recubrir la ermita de la Virgen
mediante una construcción de ladrillo que le diera aspecto de morada
particular. De noche, los así infiltrados, iniciaron la edificación a buen
ritmo de trabajo.
Todo hacía suponer que el
piadoso empeño iba a culminar felizmente, pero...
Entonces hace acto de
presencia el traidor de marras (en cada esquina se encuentra el judas correspondiente dispuesto a vender
el alma de su propio padre por unas monedas), que acude al capitán de la
morería y le va con el cuento del osado subterfugio que intenta el fervoroso
cristiano.
Ahora, sólo nos falta el
ambiente adecuado.
La noche es muy oscura.
La lluvia, azotando los
rostros, cae monótona como si narrara leyendas terribles de tiempos pretéritos.
Una legión de árabes
armados hasta los dientes se dirige presurosa hacia la ermita.
Llega la desagradable
noticia a Gracián Ramírez que se apresta a la defensa.
Oran todos ante la
imagen.
La mirada del capitán se
posa angustiada sobre su mujer y sus hijas; una terrible idea atormenta su
cerebro: la posibilidad de que sean violadas por los sarracenos. Es hora de
resoluciones aunque éstas sean trágicas y, con su propia espada, las degüella
para que no sean ultrajadas.
Seguidamente, sale al
campo con sus criados a luchar contra las huestes enemigas que ya se aproximan.
El combate es feroz; son
varias horas de desesperado pelear para proteger la sagrada imagen. Por fin, la
victoria sonríe a los cristianos. La alegría por el triunfo obtenido -Gracián
Ramírez va a entrar en la ermita- queda totalmente nublada cuando viene a la
memoria del capitán la muerte horrible de esposa e hijas.
Llorando, penetra en el
recinto.
Pero... ¡¿Qué ve?!
¡No es posible!
-¡Padre...!
-¡Gracián...!
Exclaman al unísono unas
voces queridas.
¡Es real!
¡Es verdad!
Las mujeres, de rodillas,
están allí, ¡rezando ante la sagrada imagen de la Virgen !
A sus pies hay un gran
charco de sangre.
Las manchas rojizas en
las piedras del ermitorio de Atocha han contado con su voz milenaria a muchas
generaciones la piadosa y terrible leyenda de Gracián Ramírez.
127. anonimo (madrid)
No hay comentarios:
Publicar un comentario