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viernes, 23 de agosto de 2013

Ultreia. El camino de santiago

Pasando más adelante, vio a otros dos hermanos:
Santiago, el de Zebedeo, y su hermano Juan,
que remendaban sus redes en la barca.
MATEO, 4, 21

Santiago, hijo de Zebedeo y de María Salomé, era pescador, como su hermano Juan. Santiago, llamado el Mayor, fue discípulo de Jesucristo y fue, junto a Pedro y Juan, uno de los tres elegidos para presenciar la trans-figuración del Señor, junto a Moisés y Elías. Fue también Santiago, junto a Pedro y Juan, el que conoció el milagro de la resurrección de la hija de Jairo. Y fue Santiago el mismo que le pidió a Jesucristo que, llegado el día de su gloria, lo sentara a la derecha suya y a Juan, su hermano, lo sentara a la izquierda. A lo que Jesús contestó: «No sabéis lo que pedís. ¿Acaso sois capaces de beber el cáliz que yo voy a beber o de ser bautizados con el bautismo que yo voy a recibir?». También Santiago estuvo cerca de su Maestro en el Monte de los Olivos y pudo escuchar, junto a Pedro y Juan, las terribles angustias de Jesucristo: «Mi alma siente tristezas de muerte; quedaos aquí y velad». Y, finalmente, recibió la orden de predicar por todo el mundo la Buena Nueva: le correspondió a Santiago el extremo occidental, esto es, Hispania.
A juzgar por los relatos que han llegado hasta nuestros días, Santiago no tuvo mucha suerte en su predicación: las malas lenguas aseguran que en Zaragoza sólo logró ocho adeptos, y éste fue el lugar donde más discípulos consiguió. Se sabe de cierto que Atanasio y Teodoro estuvieron con él y siguieron sus pasos en la tarea de evangelizar las salvajes tierras hispanas. Tras unos años de infructuosa labor, Santiago regresó a su tierra y allí sufrió el martirio correspondiente. Tal y como se dice en los Hechos de los Apóstoles, fue muerto a espada por orden de Herodes Agripa. Sus amigos tomaron el cuerpo y la cabeza (pues la ejecución los había separado) del apóstol y los colocaron en una barca, echándola al mar sin rumbo fijo. Milagrosamente, la pequeña embarcación llegó en pocos días a las costas de Galicia, cerca del pueblo que hoy se llama Padrón.
Por aquella época gobernaba la comarca una mujer fiera y salvaje, a la que sus súbditos llamaban la reina Lupa, o Loba, famosa por las carnicerías que perpetraba contra los pueblos colindantes. Los pocos cristianos que allí moraban reconocieron al instante el cuerpo de Santiago y quisieron darle un enterramiento digno. Pidieron ayuda a la reina Lupa para trasladar la barca a tierra, pero la salvaje gobernanta no tuvo más idea que la de entregarles dos toros bravos ayuntados en una carreta. A fuerza de milagros consiguieron los cristianos convertir aquellos toros en bueyes, lo cual espantó de tal modo a la reina Lupa que se convirtió a la nueva religión e hizo erigir un templo en honor del Apóstol Santiago. Los cristianos dejaron que los toros-bueyes hicieran el camino como mejor les pareciera, y allí donde se detuvo la pareja de animales, allí construyeron un sarcófago y enterraron el cadáver de su maestro.
Casi ochocientos años más tarde, un piadoso ermitaño llamado Pelagio se hallaba recogiendo hierbas en el bosque llamado de Libredón, cuando un prodigioso resplandor le obligó a detenerse. Fue la curiosidad lo que hizo que Pelagio se acercara con temor a aquel lugar y descubriera que el fulgor milagroso partía de una pobre tumba. Y no tardó en conocer que aquel sepulcro no era otro que el de Santiago Apóstol. El campo de la estrella (campus stellae) fue con el discurrir de los años Compostela y sobre aquel lugar se edificó un templo y a su alrededor fueron acumulándose las casas hasta convertirse en lo que es en la actualidad: Santiago de Compostela.

Esta es, en términos generales, la historia legendaria que suele narrarse para informar a los peregrinos sobre los orígenes de la capital de Galicia. Otras versiones aseguran que fue el obispo de Iria Flavia quien descubrió el lugar del enterramiento y los franceses juraron durante muchos años que tal hallazgo le había correspondido  Carlomagno, y que éste supo del lugar exacto por una aparición de Santiago, el cual le instaba a seguir el Camino de las Estrellas hasta dar con el sepulcro del Apóstol.
Lo que hay de cierto en esta historia es la inmediata difusión de la noticia: en pocos años toda Europa sabía que en el extremo occidental de Hispania se había descubierto el sepulcro de Santiago, el hijo de Zebedeo, y apóstol de Jesucristo. Fue Alfonso II, llamado el Casto, quien erigió en aquel lugar el primer templo románico, cuyas huellas se conservan aún en los cimientos de la catedral de Santiago y pueden visitarse.
Desde tiempos muy tempranos comenzaron las peregri­naciones: los romeros iban a Roma, los palmeros a Tierra Santa, pero sólo eran peregrinos los que dedicaban buenos años de su vida a recorrer el duro camino hasta Compostela. Muchos son los personajes que hicieron el Camino, guiados por las estrellas de la Vía Láctea: Luis VII de Francia, Eduardo I de Inglaterra, Carlos V, Felipe II y otros menos conocidos, como el alquimista Nicolás Flamel, del que tanto habla Victor Hugo. Pero de todos los peregrinos, el más famoso es Aymeric Picaud, autor del Codex Calixtinus, donde explica al por menor todas las circunstancias del Camino y define con precisión la ruta que ha de seguirse para llegar a Compostela.
El Codex Calixtinus recibe su nombre del papa Calixto II, el cual ordenó a su canciller, Aymeric Picaud, que redactara un libro de devoción de Santiago. De tal encargo nació, a mediados del siglo XII, el Liber Sancti lacobi, que incluye el Libro de las peregrinaciones, o más propiamente Liber Peregrinationis, que es, de hecho, una guía para los devotos que hacían el Camino de Santiago desde Cluny, en Francia, o desde otros lugares de Europa. Los caminos venían a encontrarse en Puente la Reina, en Navarra. Unos peregrinos venían por Jaca y otros, por Roncesvalles. Este es el llamado Camino Francés. Después, cada cual continuaba el camino como Dios y el Apóstol les daba a entender. Los símbolos de la peregrinación antigua eran la concha o vieira, que aparece en muchos lugares del Camino a modo de guía; el bordón, o cayado, con el cual los caminantes se ayudaban en tan largo viaje; y la calabaza, sustituida en tiempos modernos por la cantimplora. Así, con gran dificultad, se sigue el viaje por Estella, Logroño, Nájera, Santo Domingo de la Calzada, Burgos, Frómista, Carrión de los Condes, León, Astorga, Rabanal del Camino, Ponferrada, Villafranca del Bierzo, O Cebreiro, Triacastela, Barbaledo, Melide y Santiago de Compostela.
Todos estos lugares, plenos de resonancias históricas y espirituales, puede conocerlos quien decida seguir el Camino de las Estrellas, y más de una vez oirá el saludo de ánimo de los peregrinos: «¡Ultreiai», que viene a decir: «¡Ánimo! ¡Sigue más adelante!»

Fuente: Jose Calles Vales

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