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viernes, 23 de agosto de 2013

¡Válgame dios!

En todas las ciudades de España hay calles con nombres extravagantes. El origen de esos nombres suele deberse a acontecimientos antiguos, ya olvidados; a los gremios de trabajadores, a monumentos o iglesias cercanos o, simplemente, a las vías que llevaban a tal o cual pueblo. Así, tenemos la calle Libreros, la calle de los Francos, la calle de Alcalá, la calle de Postas, o la calle de Santiago. Recientemente, un municipio madrileño ha decidido llamar a una de sus calles AC/DC, que no es otracosa que un aviso estampado en determinados productos de electrónica. Con el tiempo, los ciudadanos de esa población olvidarán el origen de tan extraño cartel, aunque quizá haya alguien que recuerde que, precisamente, AC/DC era el nombre un grupo de rock australiano con muchos seguidores en aquel lugar.
En Madrid, la denominación de las calles es también muy curiosa: hay calles del Molino de Viento, del Tesoro, calle Dos Amigos, calle Mediodía Grande, calle del Pez, calle de los Peligros, calle del Cenicero, calle Caños del Peral, o calle Puñonrostro. Cada uno de estos nombres tiene una razón de ser: por ejemplo, la calle del Molino de Viento hace honor a un molino que efectivamente estuvo allí hace muchísimos años y aparece pintado en los antiguos planos de Madrid, en el siglo XVII. La calle del Pez se llamó así por un pez esculpido en uno de los caserones antiguos que allí había, aunque, como señala don Ramón de Mesonero Romanos «no sabemos con qué motivo». La calle de los Peligros tenía, según el autor citado, un nombre muy propio, porque en el siglo XVIII el convento cercano había ocupado buena parte de la calzada, de modo que no podían cruzarse dos personas sin encararse. En fin, cada esquina de cada ciudad tiene su historia.
Pero el nombre más curioso de todos es el de la calle Válgame Dios, también en la capital. Está situada cerca de la plaza de Chueca, entre las castizas calles de la Libertad y Barquillo. Vale la pena recordar la historia popular que da nombre a este pasaje.

Según los cronistas, el suceso tuvo lugar en tiempos de Felipe II. Fue precisamente el confesor del rey, fray Diego de Chaves, quien impulsó la construcción de la iglesia y el convento de Santo Tomás, donde los religiosos dominicos vivían en la mayor austeridad. De este lugar partían las comitivas de los autos de fe, «con los pendones y cruces del Santo Oficio».
Por entonces guardaba la puerta un novicio muy particular: era uno de aquellos bandidos que habían sido condenados a la horca y que, por intercesión de los monjes, se había salvado de la pena capital. Como agradecimiento y muestra de arrepentimiento, aquel individuo había decidido reformarse y entrar al servicio de los dominicos, siempre con la intención de hacerse ordenar cuando el prior lo consi­derase oportuno. Era, en realidad, un hombretón fuerte y decidido al que todos los monjes llamaban «Padre Tornero», con sorna, pues aún no había hecho los votos.
Estaba, pues, el Padre Tornero enfrascado en las aventuras de David y Goliat cuando oyó que alguien golpeaba en la puerta del convento. Ciertamente era una noche horrorosa de frío y viento y el portero no acertaba a saber quién podría llamar a esas horas. Miró por la reja y pudo ver a dos embozados que, indagando a un lado y a otro con gesto desconfiado, golpearon de nuevo la aldaba.
-No son horas éstas de venir a tocar el cencerro -dijo el Padre Tornero, sin tener en cuenta que había olvidado el Ave María Purísima preceptivo..., así que id con Dios y hasta mañana.
Los dos embozados parecieron molestos con esa respuesta y volvieron a tocar en la puerta.
-¡Ea! -dijo el Padre Tornero. ¿Tendré que salir a zurraros la badana?
-Es cosa sagrada, padre -se oyó tras la puerta. Una mujer que va a morir necesita confesión.
Se le ablandó el corazón al Padre Tornero y, a pesar de la mala catadura de los dos embozados, fue a buscar al prior, contándole de paso lo que sucedía. El prior, que estaba entre los hombres más buenos de aquellos tiempos, no dudó en vestirse y tomando su capa de noche quiso acompañar a la moribunda en su último viaje.
El Padre Tornero no se fiaba de los dos individuos que esperaban a la puerta y, fiel a sus antiguas costumbres, cogió su puñal y siguió al prior.
Subiendo la calle Atocha pasaron por Carretas y cruzaron por la Puerta de Sol, donde aún había algunos maleantes escondidos. Durante mucho tiempo estuvieron caminando y yendo de acá para allá, entre callejuelas estrechas, a la intemperie y a la vista de nadie. Cuando los embozados se creyeron seguros, se echaron sobre sus acompañantes y, con unas cuerdas que llevaban, trataron de apresarlos. Pero no contaban con la fuerza y la destreza del Padre Tornero: allí mismo, el aprendiz de fraile sacó su daga y peleó como un bravo. Uno de los embozados desenvainó una espada, pero eso no amedrentó a nuestro héroe: se entabló una lucha mortal en la que la suerte estaba indecisa.
El otro embozado arrastró al prior hasta una casa ruinosa y, aprovechando que los otros dos estaban enzarzados, se lo llevó atado y con los ojos cubiertos. Llegaron el prior y su guardián a una casa desvencijada y maltrecha; bajaron unas profundas escaleras y allí el embozado se descubrió: parecía un caballero de alta alcurnia, pero el monje no lo conocía. El caballero desató al prior y le quitó la venda de los ojos: entonces se pudo ver a una joven arrodillada que lloraba amargamente y con una pena que rompía el corazón. Pero más que por ella, parecía derramar lágrimas por el pequeñuelo que tenía en sus brazos y que dormía ajeno a la tragedia que se le preparaba.
-¡Confiésala! -gritó el caballero. ¡Confiésala porque va a morir! ¡Y bautiza al niño si quieres, porque él también morirá!
El prior cruzó sus manos en señal de oración y dijo con voz trémula:
-Dios no consentirá que se cometa este crimen.
Irritado y furioso, el caballero derribó con su espada cuanto había alrededor provocando el llanto del niño... Volaron los vasos y las mesas, las sillas cayeron rotas en mil pedazos y aun los candiles cayeron al suelo...
-¡Nada me importa! -gritó. Si no quieres confesarla, no la confieses: tú también morirás.
Aterrorizado ante la infame arrogancia de aquel hombre, el prior mantuvo su ánimo sereno y aceptó confesar a la mujer y bautizar al niño. Impartía los santos sacramentos el prior con una gran congoja en el pecho, y más porque veía el dolor de aquella mujer, que a cada momento suplicaba: «¡Válgame Dios! ¡Válgame Dios!».
El prior concluyó su penosa tarea, y pudo descubrir en el caballero una ira mortal en sus ojos, arrebatados de furia y locura. Vino hacia la mujer y su hijo, y levantó su espada con intención de ensartar a ambos de un golpe mortal... Mas en ese instante cayó sobre él la poderosa figura del Padre Tornero, el cual, de un certero viaje, le partió el corazón en dos y quedó muerto sin remedio.
En aquel mismo lugar se arrodillaron todos y dieron gracias a Dios por haber escuchado las súplicas de la mujer. Después, fue llevada a un lugar seguro pero, antes de despedirse del prior y del Padre Tornero, aquella joven quiso confesarse. De modo que sólo el prior supo las circunstancias de aquel caso y nadie más conoció nunca por qué aquel caballero quiso matar a la madre y a su hijo.
De vuelta al convento, con las primeras luces del alba, el Padre Tornero insistía en querer averiguar lo profundo de aquel caso, pero el prior le contestaba que las cosas de confesión quedan entre Dios y el penitente, y que no se han de saber jamás.
-¡Vaya, don prior! -exclamaba el novicio grandullón. Sea como fuere, dos malandrines menos: al uno lo degollé y quedó sangrando como un marrano, y al otro...
-Repórtate, mozo -replicó el prior, o nunca serás monje.

Fuente: Jose Calles Vales

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