Entre pardos nubarrones,
pasando la blanca luna...
JOSÉ ZORRILLA
Las nocturnas sombras se extendieron por las calles de
Toledo. Las gentes, atemorizadas por el fragor de la tormenta, se ocultaban en
sus casas, y en las esquinas y recovecos de la ciudad imperial sólo parecían
rondar las brujas y los demonios. Acaso el pálido fulgor de un rayo iluminaba
el empedrado y las ventanas se cerraban con cuidado, ocultando una silueta
temerosa. Los álamos del Tajo, como dice el poeta, parecían fantasmas medrosos
que susurraban voces lúgubres, como se cuenta que sucede en los cementerios
cuando los fuegos fatuos reverberan.
Tras una esquina, en las tortuosas calles de Toledo,
pudo verse a un embozado que miraba a un lado y a otro, desconfiado y
vigilante. Se cala el sombrero y se aferra a la empuñadura de su espada. Torna
la mirada y se detiene ante un balcón. En este punto nadie podría asegurar si
el embozado fuera hombre o una fantasma o alma en pena.
Vuelve el gesto el embozado súbitamente: el galope de
un caballo redobla con estrépito sobre el empedrado:
-¿Quién va? -grita el jinete.
-Un hidalgo -replica el embozado, echando mano a la
espada.
-¡Ea! Haced calle, que soy Iván de Vargas y Acuña.
Retiróse prudente el embozado y, tras los visillos,
pudo verse la silueta de una joven que se ocultaba a la vista.
Esta terrible escena ocurrió en Toledo hará más de
tres siglos, pero el lector querrá conocer seguramente quiénes eran estos
hombres que estuvieron en trance de llegar a las manos y querrá saber otras
circunstancias de caso tan extremo.
Pues bien, este don Iván de Vargas y Acuña era un
noble acaudalado, conocido y respetado por sus convecinos; y el embozado era
Diego Martínez, un joven galante, de buena planta, ambicioso y temerario, que
por aquella época rondaba los balcones de las muchachas, se reunía en las
tabernas con otros mozos y lanzaba bravatas sin cuento. Es bien fácil suponer
que sus andanzas nocturnas se debían a lances de amor, y era el caso que Diego
Martínez había puesto sus ojos en Inés de Vargas, hija de don Iván, y que las
citas de los dos amantes iba para un año que se repetían con frecuencia. Don
Iván algo se barruntaba y miraba de soslayo a su hija, previniéndola de que el
honor de una casa descansa en la conducta de las damas que en ella viven.
Tanto azuzó los perros don Iván, que Inés se resolvió
a pedir cuentas a su amante. Por medio de billetes, terceras y alcahuetas
concertó una cita con Diego Martínez, imponiéndole que se verían en la ermita
del Cristo de la Vega ,
junto al Tajo.
En aquel solitario lugar estuvo esperando Diego
Martínez durante más de una hora, embozado como solía en su capa, por
guarecerse del frío y para que nadie supiera quién se apartaba tanto de la
ciudad. Al cabo llegó Inés y le habló con severas palabras:
-Abreviemos las razones, Diego Martínez: mi padre sabe
que un hombre ha estado en su casa mientras él se hallaba ausente. En esta
deshonra, y por mi culpa y la vuestra, mi casa tiene mucho que perder, de modo
que resolveos: o dadme mano de esposo, o dejadme libre y no os alleguéis más a
mi balcón.
Temeroso y falso, Diego respondió:
-Inés querida: he de partir a la guerra de Flandes,
mas os prometo que en el plazo de un año estaré de vuelta y con vos me he de
desposar.
-Júralo -apremió la muchacha.
-Mi palabra vale.
-Júralo -insistió Inés.
-¿Qué pretendes? -dijo Diego volviendo el rostro.
-Que lo jures a los pies del Santo Cristo de esta
ermita.
Entraron los dos en el sagrado lugar y frente a una
imagen pobre de Jesús crucificado, Diego Martínez profirió el juramento de
casarse a su vuelta de Flandes.
Pasaron los días, y las semanas, y los meses y el año
cumplido, y Diego Martínez no volvía. Inés esperaba anegada en llanto y su solo
consuelo era aquella triste imagen del Crucificado en la ermita de la Vega. Las tardes pasaba
la pobre Inés en el lugar que llamaban el Alto del Miradero, con la vista en el
horizonte y con la esperanza de ver a su caballero. ¡Triste el que consume su
existencia en esperar!, dice el poeta, y así es en verdad que cuando se esperan
certezas la esperanza es un consuelo, mas cuando lo que se espera es quimera
todo es amargura y desesperación. A nadie podía pedir consejo la bella Inés,
porque los frailes no saben de amores y su padre, Iván de Vargas, tanto
reconcomio sentía por la deshonra que prefería callar y maldecir a solas.
Pasaron los días, y las semanas, y los meses y tres
años cumplidos, y Diego Martínez no volvía. Ya no lloraba Inés: sólo una pena
amarga invadía su pecho y la tristeza arrasaba su semblante, en otros días
hermoso y lozano.
Pero una tarde serena, desde el Alto del Miradero,
donde solía pasar sus tristes horas, vio Inés cómo por la llanura venían las
tropas de Flandes, levantando gran polvareda, y se podían escuchar los gritos
de júbilo de los soldados que volvían a su patria. Al frente venía un apuesto
caballero, adornado con las galas de capitán, montando un hermoso caballo
andaluz y escoltado por siete soldados lanceros, con aderezos lujosos, cordones
y guarniciones esmeradas.
Al pasar por la puerta de Toledo, Inés reconoció al
capitán: era su amante, Diego Martínez.
-¡Diego, Diego! ¡Eres tú! -gritaba la muchacha
aferrada al estribo del capitán.
-¡Ea! ¡Aparta, muchacha! ¡No te conozco, ni te he
visto jamás! -respondió Diego volviendo el rostro y picando espuelas.
De este modo regresó aquel soldado aventurero:
convertido en capitán, rico y ufano, alzaba su barbilla con gesto soberbio.
Cierto que era valiente y que sus hazañas fueron honradas por el rey, que lo
hizo caballero y le otorgó títulos y prebendas. Pero cuanto más le honraban,
más altanero se mostraba: olvidó por los nobles a sus amigos de antaño, por las
vajillas de plata abandonó los figones y las tabernas, y el amor que entonces
juró a Inés también pasó, como pasaron los años que estuvo lejos de Toledo. Ya
no era Diego, el soldado, sino el capitán don Diego, y como dice la sentencia
popular: donde dije «digo», quise decir «Diego».
Pidió Inés audiencia al capitán, y éste se la negó;
por las calles se arrojaba a sus pies y Diego respondía: «Muchacha de poco
seso, ¡apártate!»; envuelta en llanto Inés le recordaba el juramento, mas el
capitán negaba una y otra vez haber prometido casarse nunca.
Ya no sabía qué hacerse Inés, ni a quién acudir o qué
partido tomar, y loca de pesar y amargura se fue a pedir audiencia al
gobernador del rey, don Pedro Ruiz de Alarcón, un viejo guerrero conocido en
Toledo por su buen proceder y su justicia. A duras penas pudo llegar Inés a la
sala de tribunales, donde el buen viejo don Pedro dirimía las riñas de los
vecinos.
-Justicia, don Pedro Ruiz de Alarcón, justicia!
Esto gritaba Inés, enrojecidos los ojos y la voz
quebrada por la pena. Se arrojó a los pies del juez y envuelta en un vergonzoso
manto negro pedía que se lavara la honra manchada.
-¿Qué tenéis, muchacha? -repuso don Pedro mientras con
gesto amable levantaba a la joven. ¿De qué pedís justicia?
-De mi corazón, don Pedro, que me lo robaron. Diego
Martínez, el capitán soberbio, empeñó su palabra y juró desposarse conmigo
cuando volviera de Flandes, mas todo lo ha echado al olvido dejando mi casa
deshonrada y mi corazón, perdido.
Hicieron venir a Diego Martínez a la sala de
tribunales, y apareció el capitán aún más orgulloso y soberbio, haciendo sonar
sus espuelas y sus botas en el mármol. Don Pedro le preguntó si conocía a la
muchacha y respondió que sí, que hace tres años la vio alguna vez, pero que
jamás le prometió casarse con ella.
-¿Juráis que no hicisteis tal promesa?
-Sí, juro.
No hubo más remedio que pedir excusas al capitán y
dejarlo marchar con Dios, puesto que el juramento de un caballero era razón
suficiente y debía creerse.
Inés, arrasada en llanto, gritó: «¡Perjuro, perjuro!»,
mas no había caso. Con dulces palabras el juez repuso a la niña, diciéndole
que, puesto que no había testigos, nada podía hacerse, que procurara tener
fortaleza de ánimo y que se volviera a su casa.
-¡Tengo testigo! -gritó Inés de pronto: un hombre que
nos oyó desde lejos, mirándonos desde lo alto, mientras estaba en un suplicio;
hace tiempo que murió mas aún está vivo.
-¿Qué decís? ¿Estáis loca? ¿Quién es ese hombre
ajusticiado que murió y aún está vivo?
-El Cristo de la Vega.
Gran asombro hubo en la sala y los murmullos de
sorpresa corrieron de banco en banco, y los escribanos, los corchetes y hasta
el mismo juez don Pedro no sabían si era cosa de locos o de milagros lo que se
había dicho en aquel tribunal.
-Cierto es -sentenció don Pedro- que vuestro testigo
es el mejor testigo, pero en los juicios de Dios, la circunstancia es
peliaguda. Haremos lo que sepamos: vayan todos esta misma tarde a la ermita del
Cristo de la Vega
y allí se tomará declaración al testigo.
Tal y como se hubo ordenado, la corte judicial partió
aquel día hacia la ermita. Encabezaba la comitiva el juez, don Pedro de
Alarcón, seguido de los guardias y corchetes; tras ellos venían los escribanos,
los notarios, el padre de Inés, don Iván de Vargas, con su hija y los
familiares; y tras ellos, el capitán Diego Martínez, con el rostro turbado, y
otros soldados amigos suyos. Cerraban el tropel muchos monjes, hidalgos,
campesinos y otras gentes que supieron de tan extraño caso, pues se iba a
interrogar al mismísimo Cristo de la
Vega.
Ya en la ermita, el juez don Pedro se hallaba
temeroso, pues no sabía cómo interpelar a tan elevado testigo. A un lado suyo
estaba Inés, y al otro, soberbio y confiado, don Diego.
-Jesús, Hijo de María -comenzó don Pedro, ya hemos
conocido la causa que trae a esta mujer, Inés, y a este hombre, Diego, a tu
presencia. Digo: ¿juró Diego Martínez, ante ti, desposar a Inés?
Un terrible silencio se hizo en la ermita.
Mas cuando todos esperaban que nada sucediera, el
Cristo desenclavó su hendida mano y una voz profunda como el trueno resonó en
los aires:
-¡Sí, juró!
Todos admiraron sobrecogidos este prodigio y observaron
que la imagen del Cristo tenía una mano desenclavada y la boca entre-abierta.
Grandes fueron los alaridos de la turba, que pedía clemencia por sus pecados;
los nobles se hincaron de rodillas y se santiguaban, Inés lloraba y Diego,
abrasado en sus remordimientos, humillaba el rostro y se postraba ante la
imagen milagrosa.
Apenas los escribanos podían con mano temblorosa dar
fe de este suceso y apenas don Pedro pudo dar sentencia a tan extraño juicio.
Aunque Inés tuvo derecho a desposarse con el capitán don Diego, no quiso nada
con él, puesto que había sido perjuro y había negado ante todos lo que había
prometido ante Dios. Algunos días más tarde, pidió a su padre que la llevara a
un convento y allí se sepultó en vida. También don Diego Martínez renunció a las
galas del mundo y solo con sus remordimientos abandonó Toledo para encerrarse
en un monasterio de Aragón.
Por su parte, el juez don Pedro de Alarcón hizo
construir junto a la ermita una pequeña capilla con altar, donde se conmemora,
hasta el día de hoy, aquella ocasión singular. Hay quien dice que una vez al
año puede verse al Cristo con la mano desenclavada y con la boca entreabierta,
tal y como se le vio por vez primera con ocasión del juicio entre doña Inés de
Vargas y el soberbio capitán don Diego Martínez.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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