Mal me quieren en Castilla...
ROMANCE TRADICIONAL
Burgos era una ciudad feliz: todo era alegría en sus
calles y plazas; los panaderos sacaban de los hornos las tortas calientes y los
cocineros asaban las piernas de cordero según su maravillosa receta. Venían los
quesos de Navarra y los vinos de Haro y la Ribera. Incluso
desde León se habían enviado doscientos terneros. Todo, en fin, era algarabía y
trajín.
Se celebraban las bodas de doña Lambra y Rodrigo
Velázquez. Las tornabodas tuvieron lugar en Salas: como puede suponerse, se
organizaron torneos y tablados, y desde los más remotos lugares vinieron
caballeros vestidos de punta en blanco con sus caballos finamente enjaezados.
No faltaban los nobles parientes: allí estaban don Gonzalo Gustioz de Lara y su
esposa Sancha, hermana del novio. Don Gonzalo y doña Sancha tenían siete hijos,
nombrados por todos con el honroso título de los Siete infantes de Lara.
Dice el romance que las bodas fueron buenas, pero las
torna-bodas, malas. Y bien cierto es lo que dice. Porque en Burgos todo fue
alegría y festejo, pero en Salas ocurrieron desgracias que tiñeron de sangre
las tierras de Castilla.
Llegaron los siete infantes a Salas y allí fueron
recibidos por su madre, doña Sancha, con gran alegría. Los padres amaban con
toda su alma a los siete, pero el más pequeño, Gonzalvico, era el preferido de
ambos: no en vano don Gonzalo Gustioz quiso que el benjamín llevara su propio
nombre. Algún mal presentimiento tuvo en su corazón doña Sancha, que ordenó a
sus hijos que tomaran posada en la calle Cantarranas y no salieran por las
plazas.
-Tened cuidado, mis hijos -decía, que en festejos como
éstos hay traidores que no buscan más que pendencias: quedaos puertas adentro y
no desenvainéis vuestras espadas.
Así que la celebración discurría del mejor modo
posible.
La novia, doña Lambra, quiso que en su honor se
celebrasen torneos de lanzas, llamados bohordas, que consistían en arrojar el
arma contra un armazón de tablas. Los caballeros, uno por uno, iban saliendo de
sus campos y ejecutaban la suerte como Dios les daba a entender: unos mejor y
otros peor. En esto, apareció un caballero de buena planta y mejor figura, con
su lanza en la mano y un caballo andaluz de los mejores que allí se vieron. Con
gran destreza, lanzó su pica y arrancó los aplausos de toda la concurrencia. Al
pronto, se vino al palco y gritó:
-¡Amad, señoras, cada cual como es amada, que más vale
un caballero de Córdoba, que todos los infantes de Lara!
Doña Lambra, mujer hermosa y ardiente como pocas, se
alzó en el estrado dando vítores y aplaudiendo al caballero:
-¡Ea, galán caballero: maldita sea la mujer que os
niegue su cuerpo! ¡Y maldita sea yo, que no ha dos días que estoy casada: si
así no fuera, mi cuerpo os daría con gusto y placer!
De este modo indecente hablaba aquella lujuriosa
mujer: así era, que no había pasado dos noches con su marido y ya deseaba
entregarse a otro.
Si las palabras del extranjero dolieron mucho a doña
Sancha, más dolieron las que dijo la infame esposa. En breve tiempo Castilla
había sido humillada: que un caballero cordobés se vanagloriara de su estirpe,
valía; pero no había necesidad ninguna de mentar a los infantes de Lara. Y, por
demás, doña Lambra había hablado como cortesana y puta, deshonrando la casa de
Lara y a todos los castellanos. Doña Sancha no pudo por menos que reprender a
su cuñada:
-Callad, doña Lambra. No habléis así de vos misma ni
de los infantes de Lara.
-¡Callad vos! -espetó la lujuriosa novia, que
paristeis siete hijos como puerca en cenagal.
La vergüenza y el rubor cubrieron la frente de la
pobre madre y abandonó el estrado seguida de su marido, que miraba a doña
Lambra con ojos furiosos.
Aquellas palabras fueron oídas por un ayo de los siete
infantes y él también quiso abandonar el torneo. Marchóse cabizbajo a cumplir
con sus faenas y a atender a los infantes en lo que fuera menester. Los
infantes pronto conocieron que algo enojaba a su ayo y le preguntaron la causa
de aquella pena. A ninguno se lo quiso decir, sino a Gonzalvico, el menor de
los hermanos.
-Ved, amo, que doña Lambra ha ofendido vuestra casa y
ha maltratado a vuestra madre con palabras injuriosas.
Poco tardó Gonzalvico en aprestar su caballo y en
pulir su lanza. Al cabo, se presentó en el torneo vestido de punta en blanco,
con toda la apostura y gallardía de los Lara. Tomó su pica y con gran pericia
ensartó la lanza en el tablado. ¡Para qué contar los vivas y los gritos que
allí se oyeron! Nadie como Gonzalvico ejecutaba toda suerte de lances en los
tablados y torneos, y se puede asegurar que nadie como él cabalgaba con toda la
galantería que se espera de un caballero. Concluida la bohorda, el infante se
plantó ante doña Lambra y dijo:
-¡Amad, lindezas, cada cual como es amada, que más
vale un infante de Lara, que todos los caballeros de Córdoba, aunque conozcan a
sus padres y vengan con ellos!
Se le subieron los colores a doña Lambra y, ciega de
ira, abandonó el estrado. Volvió al palacio entre gritos y maldiciones, y no
quiso que nadie la molestara. En su podrido corazón alimentaba la idea de
vengarse de los infantes de Lara. Taimada y astuta como era, hizo llamar a su
esposo, don Rodrigo Velázquez, y entre falsas lágrimas y lloriqueos le dijo:
-¡Ay, esposo! Mal me quieren en Castilla: vuestros
sobrinos, los infantes de Lara, me han ofendido, me han llamado puerca y
cortesana... ¡ay! Y he oído que quieren cortarme las faldas, como se hace con
las putas... Ya no me queda remedio: he de volverme a Córdoba y hacerme mora,
para que me gocen los sarracenos... ¡ay!
Don Rodrigo, ciego de pasión por doña Lambra, no
descubrió los ardides de su reciente esposa y creyó de buena fe las quejas de
la infame.
-No te enojes, amor, que yo he de vengar esta afrenta.
De este modo comenzaron las grandes disputas entre los
de Lara y los partidarios de doña Lambra. Cualquier plaza, cualquier esquina,
cualquier recodo de muralla era propicio para la lucha. La sangre corría cada
noche y, cuando no moría uno, moría otro, atravesado por la espada o a traición
con una daga.
Hasta el rey llegaron estos ruidos y, enojado, no
consintió que en sus dominios estuvieran los caballeros dándose puñaladas unos
a otros. Hizo llamar a don Rodrigo y a don Gonzalo, padre de los infantes, y
ordenó que entre todos hubiese paz y sosiego. Para confirmar este pacto, mandó
que los propios infantes de Lara acompañaran y custodiaran a doña Lambra hasta
Barbadillo. Los infantes accedieron de buena fe, creyendo que las rencillas y
las enemistades habían quedado olvidadas.
Poco conocían a doña Lambra: ya por el camino iba
mascullando ofensas y traiciones, y maldiciendo a los siete caballeros que la
acompañaban. Cuando llegaron al palacio de Barbadillo, doña Lambra ordenó a un
criado suyo con el que estaba amancebada que escupiera a Gonzalvillo, el menor
de los de Lara.
-Y después -le dijo, toma esta copa llena de sangre de
puerco y se la tiras a la cara.
Así lo hizo aquel desgraciado imprudente. Cuando
Gonzalvillo se vio ofendido de aquel modo, se fue tras el paje con la espada en
alto, y de nada le valió al criado refugiarse tras doña Lambra. Gonzalvillo lo
derribó de un golpe y cuando el miserable quiso levantarse, el de Lara le cortó
la cabeza de un soberbio tajo.
Por segunda vez, la infame doña Lambra acudió a ver a
su marido y se quejó ante él de las ofensas que había recibido de los infantes
de Lara. A sus lamentos y sus ayes, doña Lambra añadió mentiras y perfidias
para que el corazón de don Rodrigo se emponzoñara y naciera en él un odio
inextinguible hacia sus sobrinos.
-Y si no vengas esta afrenta -decía doña Lambra, al
mismo Almanzor se lo pediré.
Su marido, don Rodrigo Velázquez, era cobarde y no
osaba contradecir a su esposa. Como todos los cobardes, don Rodrigo no pensó en
valerse por sí mismo ni pedir cuentas a los de Lara; bien al contrario, ideó
una añagaza propia de una zorra, una traición con la que su perversa esposa
quedaría contenta.
Fue a ver a don Gonzalo Gustioz de Lara y a doña
Sancha: con grandes reverencias los honraba y se complacía en la paz que el rey
había ordenado. También alabó mucho a su hermana Sancha y a los siete infantes,
sin referir la pretendida ofensa que los muchachos le habían hecho a su esposa.
Después, en un aparte, le dijo a don Gonzalo.
-Ved, don Gonzalo, que el rey quiere tratar algunos
asuntos con el moro Almanzor y me ha encomendado que le escriba cartas. Os
encomiendo, por vuestro honor, que las llevéis a Córdoba y que me traigáis
respuesta.
Don Gonzalo, que era hombre bueno y leal, no quiso
negarse y aceptó el encargo. Su noble corazón apenas imaginaba la trampa que se
le tendía y, sin dudarlo, a la mañana siguiente se despidió de su esposa Sancha
y de sus siete hijos y tomó el camino de Córdoba.
En fin, tras unas largas jornadas a caballo, don
Gonzalo Gustioz de Lara llegó a la ciudad califal, y pidió ser recibido por
Almanzor. No se sorprendieron poco los moros al ver a un castellano en la
ciudad sin temor y sin miedo. Durante muchas horas don Gonzalo tuvo que esperar
en una sala del palacio, custodiado por cincuenta hombres con cimitarras, pero
al fin apareció Almanzor y el castellano pudo entregarle la carta.
El caudillo moro saludó con amabilidad a su huésped y
leyó en silencio. Volvióse con la frente sombría y a grandes zancadas paseó por
la sala con aire meditabundo. Finalmente, se plantó ante don Gonzalo y le dijo:
-En mala hora traéis cartas, don Gonzalo. Aquí se me
pide que os dé muerte.
Pálido y aterrorizado, don Gonzalo comprendió entonces
la traición de Rodrigo Velázquez. Mas nada podía hacerse ya, sino encomendarse
a Dios. No contaba don Gonzalo con la caballerosidad del moro, quien habló con
las siguientes palabras.
-Gran traición os han hecho, don Gonzalo de Lara. Mas
no temáis: no os mataré. Quedaréis cautivo en mi alcázar, pero en todo se os
tratará como os merecéis.
Así lo ordenó el caudillo Almanzor y así fueron
cumplidas sus órdenes: se le destinó uno de los pabellones más ricos del
castillo y se le entregó a una hermana del moro para que lo atendiera. Y si no
fuera por la melancolía y la añoranza de los suyos y su patria, bien podría
decirse que don Gonzalo vivía en la más completa felicidad. Pero, para su
desgracia, era un pobre cautivo, y aún no sabía lo peor: la infamia de don
Rodrigo Velázquez había llegado al extremo y en las mismas cartas que mandó al
moro, se decía que la flor de Lara, los siete infantes, acudirían a la frontera
en tal fecha y que allí mantendrían batalla con quien fuera menester.
En Salas, el corrompido don Rodrigo hizo llamar a sus
sobrinos y les dijo:
-Mirad, queridos sobrinos, si queréis venir conmigo al
campo de Almenar, donde he sabido que unos moros van a hacer correrías. Ved si
queréis honrar al rey.
Los jóvenes, siempre dispuestos y decididos, quisieron
acompañar a su tío y aún no había clareado el día cuando todos salieron de Salas
con la intención de dar batalla al moro. Ya estaban cerca de Almenar y allí no
vieron moros ni tropas árabes: el campo estaba tranquilo, aunque en el aire se
presentía la tragedia.
-Id vosotros -dijo el traidor don Rodrigo- por aquella
parte, que yo iré por ésta.
Los infantes, confiados, acataron las órdenes de su
tío y bajaron por una ladera hacia el valle de Arabiana. ¡Horror! ¡Traición,
traición! Allí estaba el moro Alicante con los mejores de los suyos. Las
cimitarras desenvainadas, los escudos dispuestos, los yelmos calados, los
caballos pertrechados para lucha cruenta. Mas los infantes de Lara no
conocieron nunca qué era el temor y dando vivas a Castilla, arremetieron contra
los moros con una fiereza sin igual. Rodaban las cabezas con turbantes, y los
caballos caían heridos de muerte.
-¡A ellos! ¡A ellos los siete infantes de Lara! -se
oía gritar.
La carnicería fue espantosa: el río se tiñó de sangre
y por todos lados se oían los lamentos de los moros pidiendo a Alá que no los
abandonara. El mismo moro Alicante tuvo que emplearse en la lucha y en trance
estuvo de ser herido por el joven Gonzalvillo. Jamás vieron los siglos una
batalla semejante: los aceros retemblaban en las montañas y los brillos de las
espadas iluminaban el cielo, que por instantes se tornaba rojo como sangre.
Desde un otero cercano y con malvada sonrisa, el
traidor don Rodrigo observaba la batalla. Caía ya el sol y bien se veía que los
siete infantes no podrían resistir mucho más las sañudas embestidas de los
moros. Con todo, los muchachos se defendían con valor.
-¡Ah, del moro Alicante -gritó el infame don Rodrigo.
¡Poco te empleas en la batalla: si no matas a los infantes, Almanzor te cortará
la cabeza!
Excitado por la furia o el temor a su caudillo,
Alicante hizo venir a cuarenta soldados que tenía en retaguardia y con gran
violencia atacó a los castellanos. Allí quedaron todos: Diego, Martín, Suero,
Fernán, Ruy, Gustioz y el bravo Gonzalo, al que su amorosa madre llamaba
Gonzalvillo. El moro Alicante hizo cortar sus cabezas y ensartarlas en largas
picas: por los lugares que pasaban, los cristianos se santiguaban y los moros
se reían.
Era, según el romance, el día de San Cebrián cuando
Alicante y los suyos entraron en Córdoba. Almanzor, con gesto sombrío, observó
los trofeos sangrientos y los hizo colocar en un tablado. Después, hizo llamar
a su cautivo y le dijo:
-Ved, don Gonzalo, los trofeos que me traen mis
guerreros. Dicen ser de gentes nobles de Castilla: ¿los reconocéis?
Aterrorizado ante aquel espantoso espectáculo, don
Gonzalo cayó de rodillas y llorando pedía a Dios su propia muerte, mientras
decía: «¡Hijos míos, hijos míos!». Con un lienzo blanco limpió las cabezas de
los siete infantes y besaba su frente, y les hablaba como si aún estuviesen
vivos. Los corazones de los que allí estaban se llenaron de congoja y las
mujeres lloraban al ver las ternezas que el padre decía a sus hijos muertos...
El mismo Almanzor levantó del suelo a su prisionero y, dándole ánimos, le
decía:
-Sed fuerte, caballero, y pensad que esta traición necesita
venganza.
Muchos años habían pasado desde que ocurrieron los
trágicos sucesos que se han relatado. Don Gonzalo era ya un hombre viejo y
cansado, al que habían menguado más las heridas de la vida que las de la
guerra. Sombrío y melancólico, pasaba las horas frente al fuego recordando la
cruel muerte de sus amados hijos: los siete infantes de Lara. También
recordaba, con mucho afecto, a aquella joven mora, hermana de Almanzor, que
enjuagó su llanto en las jornadas más tristes de su existencia. Nada había
contado a su esposa de aquel cautiverio, mas en su corazón aún guardaba un
rincón para la mujer que hizo más soportables los días en Córdoba. De tanto en
tanto, sacaba de su faltriquera la mitad de un anillo y la miraba con lástima;
la otra mitad quedó en manos de aquella mora.
Lo que ignoraba don Gonzalo es que, cuando Almanzor le
otorgó la libertad, aquella muchacha estaba esperando un hijo suyo. No se
piense que el caudillo árabe lamentó tal unión o el nacimiento del niño: bien
al contrario, lo trató como hijo propio y le hizo vasallo suyo muy cercano.
Ordenó que no se dijera al muchacho nada acerca de su nacimiento ni de su
padre, y Mudarra, que así se llamaba, fue creciendo fuerte y feliz en la
hermosa Córdoba.
Pero en cierta ocasión, el joven tuvo una trifulca con
un compañero de juegos y éste lo insultó muy gravemente, llamándolo renegado,
bastardo y cosas peores. Mal hizo aquel morito, porque Mudarra era fuerte y
osado: le propinó tal paliza que aún se oyen los quejidos en las calles de
Córdoba. Pero el muchacho no quedó contento con esto y quiso saber cuál era su
origen y quién era su padre. Su madre no pudo ocultarle por más tiempo la
verdad y le contó cuanto había ocurrido y quién le había dado la vida.
-Toma, hijo mío, la mitad del anillo que tu padre me
entregó. Y ahora, debes partir hacia Castilla y vengar la traición que se hizo
a tu padre y a tus hermanos, los infantes de Lara.
Sintió Mudarra arderle la sangre en las venas: el
valor de los Lara se unía en su corazón a la osadía de Almanzor, y no pasaron
tres días sin que se viera a un joven solitario camino de Castilla. Con
renovada furia se agolpaban en su memoria los hechos que su madre le había
contado y en su pecho sólo albergaba el deseo de ver a su anciano padre y
vengar la traición que se le hizo. ¡Oh, cuánto lamentaba no haber conocido a
Gonzalvillo, de los siete hermanos el más amado!
Cierto día, se hallaba don Gonzalo frente a su
chimenea cuando le anunciaron la llegada de un joven que venía de Córdoba.
Apenas lo vio, supo que aquel era su propio hijo, sangre de su sangre en el
cautiverio moro. Así lo confirmó el extranjero, mostrándole la mitad del anillo
que antaño quedara en posesión de la hermana de Almanzor. Fue grande la alegría
y don Gonzalo Gustioz abrazó tiernamente a su hijo...
-He llegado hasta aquí, padre, para vengar las
afrentas que te hicieron y para cobrar la traición que me privó de mis
hermanos.
Apenas podía contener las lágrimas el buen viejo: en
verdad aquel muchacho merecía llamarse hijo suyo }' hermano de los siete infantes
de Lara. Ni en porte, ni en galanura, ni en fuerza, ni en honor desmerecía a
sus hermanos.
Por toda Castilla corrió la vor: un extranjero llamado
Mudarra, hijo bastardo de Gonzalo Gustioz de Salas, andaba por los pueblos y
las aldeas buscando al infame Rodrigo Velázquez. Este, enriquecido y bravucón,
decía no tener miedo y fanfarroneaba en su casa diciendo que nunca se había
visto a un bastardo con valor.
Pero llegó la ocasión de verificar aquellas bravatas y
de cumplir la venganza de Mudarra. Un día de primavera, el infame Rodirgo Veláz-quez
había salido solo de caza y, cansado por el calor, se refugió bajo las ramas de
un árbol. Viéndose sin defensa, le acudieron algunos temores, pero pronto los
disipó: «Bah» se decía, «¿he de temer al hijo de una renegada? Maldito sea él y
los de su estirpe: si lo tuviera delante...».
En esto, se presentó ante él un joven vestido de
escudero y acercándose amablemente a él, le preguntó su nombre. El traidor le
contestó que se llamaba Rodrigo Velázquez y que estaba esperando a Mudarrillo,
el hijo de una renegada...
-¡Si tú te llamas Rodrigo, yo me llamo Mudarra, hijo
de don Gonzalo y hermano de los siete infantes de Lara! ¡Tú, traidor, los
vendiste y dejaste que murieran! ¡Mi padre fue cautivo, aunque bien quisieras que
hubiera muerto, y las cabezas de mis hermanos fueron clavadas en picas como si
fueran asesinos! ¡Si Dios me ayuda, aquí dejarás el alma!
Aterrorizado y comido por los remordimientos, don
Rodrigo exclamó:
-¡Esperad, esperad, que coja mis armas!
-¡El espera que tú le diste a los siete infantes de
Lara!
Y volteando su espada, le dio tan fuerte tajo que la
cabeza se desprendió del cuerpo. Allí quedó tendido sin vida aquel infame; no
contento con esto, Mudarra cubrió el cadáver con piedras y proclamó en los alrededores
que en aquella tumba estaba don Rodrigo Velázquez, el traidor. Por esa razón,
durante muchos años los viajeros que pasaban por aquel lugar no se santiguaban,
sino que echaban una piedra más, en señal de desprecio.
De doña Lambra se supo que sus traiciones, lujurias y
villanías la habían llevado a la prisión y que fue condenada a la hoguera y a
ser quemada viva en la plaza.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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