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viernes, 23 de agosto de 2013

Los siete infantes de lara

Mal me quieren en Castilla...
ROMANCE TRADICIONAL

Burgos era una ciudad feliz: todo era alegría en sus calles y plazas; los panaderos sacaban de los hornos las tortas calientes y los cocineros asaban las piernas de cordero según su maravillosa receta. Venían los quesos de Navarra y los vinos de Haro y la Ribera. Incluso desde León se habían enviado doscientos terneros. Todo, en fin, era algarabía y trajín.
Se celebraban las bodas de doña Lambra y Rodrigo Velázquez. Las tornabodas tuvieron lugar en Salas: como puede suponerse, se organizaron torneos y tablados, y desde los más remotos lugares vinieron caballeros vestidos de punta en blanco con sus caballos finamente enjaezados. No faltaban los nobles parientes: allí estaban don Gonzalo Gustioz de Lara y su esposa Sancha, hermana del novio. Don Gonzalo y doña Sancha tenían siete hijos, nombrados por todos con el honroso título de los Siete infantes de Lara.
Dice el romance que las bodas fueron buenas, pero las torna-bodas, malas. Y bien cierto es lo que dice. Porque en Burgos todo fue alegría y festejo, pero en Salas ocurrieron desgracias que tiñeron de sangre las tierras de Castilla.
Llegaron los siete infantes a Salas y allí fueron recibidos por su madre, doña Sancha, con gran alegría. Los padres amaban con toda su alma a los siete, pero el más pequeño, Gonzalvico, era el preferido de ambos: no en vano don Gonzalo Gustioz quiso que el benjamín llevara su propio nombre. Algún mal presentimiento tuvo en su corazón doña Sancha, que ordenó a sus hijos que tomaran posada en la calle Cantarranas y no salieran por las plazas.
-Tened cuidado, mis hijos -decía, que en festejos como éstos hay traidores que no buscan más que pendencias: quedaos puertas adentro y no desenvainéis vuestras espadas.
Así que la celebración discurría del mejor modo posible.
La novia, doña Lambra, quiso que en su honor se celebrasen torneos de lanzas, llamados bohordas, que consistían en arrojar el arma contra un armazón de tablas. Los caballeros, uno por uno, iban saliendo de sus campos y ejecutaban la suerte como Dios les daba a entender: unos mejor y otros peor. En esto, apareció un caballero de buena planta y mejor figura, con su lanza en la mano y un caballo andaluz de los mejores que allí se vieron. Con gran destreza, lanzó su pica y arrancó los aplausos de toda la concurrencia. Al pronto, se vino al palco y gritó:
-¡Amad, señoras, cada cual como es amada, que más vale un caballero de Córdoba, que todos los infantes de Lara!
Doña Lambra, mujer hermosa y ardiente como pocas, se alzó en el estrado dando vítores y aplaudiendo al caballero:
-¡Ea, galán caballero: maldita sea la mujer que os niegue su cuerpo! ¡Y maldita sea yo, que no ha dos días que estoy casada: si así no fuera, mi cuerpo os daría con gusto y placer!
De este modo indecente hablaba aquella lujuriosa mujer: así era, que no había pasado dos noches con su marido y ya deseaba entregarse a otro.
Si las palabras del extranjero dolieron mucho a doña Sancha, más dolieron las que dijo la infame esposa. En breve tiempo Castilla había sido humillada: que un caballero cordobés se vanagloriara de su estirpe, valía; pero no había necesidad ninguna de mentar a los infantes de Lara. Y, por demás, doña Lambra había hablado como cortesana y puta, deshonrando la casa de Lara y a todos los castellanos. Doña Sancha no pudo por menos que reprender a su cuñada:
-Callad, doña Lambra. No habléis así de vos misma ni de los infantes de Lara.
-¡Callad vos! -espetó la lujuriosa novia, que paristeis siete hijos como puerca en cenagal.
La vergüenza y el rubor cubrieron la frente de la pobre madre y abandonó el estrado seguida de su marido, que miraba a doña Lambra con ojos furiosos.
Aquellas palabras fueron oídas por un ayo de los siete infantes y él también quiso abandonar el torneo. Marchóse cabizbajo a cumplir con sus faenas y a atender a los infantes en lo que fuera menester. Los infantes pronto conocieron que algo enojaba a su ayo y le preguntaron la causa de aquella pena. A ninguno se lo quiso decir, sino a Gonzalvico, el menor de los hermanos.
-Ved, amo, que doña Lambra ha ofendido vuestra casa y ha maltratado a vuestra madre con palabras injuriosas.
Poco tardó Gonzalvico en aprestar su caballo y en pulir su lanza. Al cabo, se presentó en el torneo vestido de punta en blanco, con toda la apostura y gallardía de los Lara. Tomó su pica y con gran pericia ensartó la lanza en el tablado. ¡Para qué contar los vivas y los gritos que allí se oyeron! Nadie como Gonzalvico ejecutaba toda suerte de lances en los tablados y torneos, y se puede asegurar que nadie como él cabalgaba con toda la galantería que se espera de un caballero. Concluida la bohorda, el infante se plantó ante doña Lambra y dijo:
-¡Amad, lindezas, cada cual como es amada, que más vale un infante de Lara, que todos los caballeros de Córdoba, aunque conozcan a sus padres y vengan con ellos!
Se le subieron los colores a doña Lambra y, ciega de ira, abandonó el estrado. Volvió al palacio entre gritos y maldiciones, y no quiso que nadie la molestara. En su podrido corazón alimentaba la idea de vengarse de los infantes de Lara. Taimada y astuta como era, hizo llamar a su esposo, don Rodrigo Velázquez, y entre falsas lágrimas y lloriqueos le dijo:
-¡Ay, esposo! Mal me quieren en Castilla: vuestros sobrinos, los infantes de Lara, me han ofendido, me han llamado puerca y cortesana... ¡ay! Y he oído que quieren cortarme las faldas, como se hace con las putas... Ya no me queda remedio: he de volverme a Córdoba y hacerme mora, para que me gocen los sarracenos... ¡ay!
Don Rodrigo, ciego de pasión por doña Lambra, no descubrió los ardides de su reciente esposa y creyó de buena fe las quejas de la infame.
-No te enojes, amor, que yo he de vengar esta afrenta.
De este modo comenzaron las grandes disputas entre los de Lara y los partidarios de doña Lambra. Cualquier plaza, cualquier esquina, cualquier recodo de muralla era propicio para la lucha. La sangre corría cada noche y, cuando no moría uno, moría otro, atravesado por la espada o a traición con una daga.
Hasta el rey llegaron estos ruidos y, enojado, no consintió que en sus dominios estuvieran los caballeros dándose puñaladas unos a otros. Hizo llamar a don Rodrigo y a don Gonzalo, padre de los infantes, y ordenó que entre todos hubiese paz y sosiego. Para confirmar este pacto, mandó que los propios infantes de Lara acompañaran y custodiaran a doña Lambra hasta Barbadillo. Los infantes accedieron de buena fe, creyendo que las rencillas y las enemistades habían quedado olvidadas.
Poco conocían a doña Lambra: ya por el camino iba mascullando ofensas y traiciones, y maldiciendo a los siete caballeros que la acompañaban. Cuando llegaron al palacio de Barbadillo, doña Lambra ordenó a un criado suyo con el que estaba amancebada que escupiera a Gonzalvillo, el menor de los de Lara.
-Y después -le dijo, toma esta copa llena de sangre de puerco y se la tiras a la cara.
Así lo hizo aquel desgraciado imprudente. Cuando Gonzalvillo se vio ofendido de aquel modo, se fue tras el paje con la espada en alto, y de nada le valió al criado refugiarse tras doña Lambra. Gonzalvillo lo derribó de un golpe y cuando el miserable quiso levantarse, el de Lara le cortó la cabeza de un soberbio tajo.
Por segunda vez, la infame doña Lambra acudió a ver a su marido y se quejó ante él de las ofensas que había recibido de los infantes de Lara. A sus lamentos y sus ayes, doña Lambra añadió mentiras y perfidias para que el corazón de don Rodrigo se emponzoñara y naciera en él un odio inextinguible hacia sus sobrinos.
-Y si no vengas esta afrenta -decía doña Lambra, al mismo Almanzor se lo pediré.
Su marido, don Rodrigo Velázquez, era cobarde y no osaba contradecir a su esposa. Como todos los cobardes, don Rodrigo no pensó en valerse por sí mismo ni pedir cuentas a los de Lara; bien al contrario, ideó una añagaza propia de una zorra, una traición con la que su perversa esposa quedaría contenta.
Fue a ver a don Gonzalo Gustioz de Lara y a doña Sancha: con grandes reverencias los honraba y se complacía en la paz que el rey había ordenado. También alabó mucho a su hermana Sancha y a los siete infantes, sin referir la pretendida ofensa que los muchachos le habían hecho a su esposa. Después, en un aparte, le dijo a don Gonzalo.
-Ved, don Gonzalo, que el rey quiere tratar algunos asuntos con el moro Almanzor y me ha encomendado que le escriba cartas. Os encomiendo, por vuestro honor, que las llevéis a Córdoba y que me traigáis respuesta.
Don Gonzalo, que era hombre bueno y leal, no quiso negarse y aceptó el encargo. Su noble corazón apenas imaginaba la trampa que se le tendía y, sin dudarlo, a la mañana siguiente se despidió de su esposa Sancha y de sus siete hijos y tomó el camino de Córdoba.
La Ciudad de los Califas era en aquel tiempo un lugar hermo-sísimo: los moros la habían convertido en un paraíso de flores y agua; las calles estaban perfumadas con los dulces aromas de oriente y en los jardines podían verse las extraordinarias bellezas árabes, con sus rostros cubiertos y los ojos negros brillando con picardía. Córdoba era también la residencia de Almanzor y sus fornidas tropas, que amedrentaron a los castellanos durante mucho tiempo. Almanzor hacía honor al terror que infundía, aunque todos conocían su talante caballeresco y leal.
En fin, tras unas largas jornadas a caballo, don Gonzalo Gustioz de Lara llegó a la ciudad califal, y pidió ser recibido por Almanzor. No se sorprendieron poco los moros al ver a un castellano en la ciudad sin temor y sin miedo. Durante muchas horas don Gonzalo tuvo que esperar en una sala del palacio, custodiado por cincuenta hombres con cimitarras, pero al fin apareció Almanzor y el castellano pudo entregarle la carta.
El caudillo moro saludó con amabilidad a su huésped y leyó en silencio. Volvióse con la frente sombría y a grandes zancadas paseó por la sala con aire meditabundo. Finalmente, se plantó ante don Gonzalo y le dijo:
-En mala hora traéis cartas, don Gonzalo. Aquí se me pide que os dé muerte.
Pálido y aterrorizado, don Gonzalo comprendió entonces la traición de Rodrigo Velázquez. Mas nada podía hacerse ya, sino encomendarse a Dios. No contaba don Gonzalo con la caballerosidad del moro, quien habló con las siguientes palabras.
-Gran traición os han hecho, don Gonzalo de Lara. Mas no temáis: no os mataré. Quedaréis cautivo en mi alcázar, pero en todo se os tratará como os merecéis.
Así lo ordenó el caudillo Almanzor y así fueron cumplidas sus órdenes: se le destinó uno de los pabellones más ricos del castillo y se le entregó a una hermana del moro para que lo atendiera. Y si no fuera por la melancolía y la añoranza de los suyos y su patria, bien podría decirse que don Gonzalo vivía en la más completa felicidad. Pero, para su desgracia, era un pobre cautivo, y aún no sabía lo peor: la infamia de don Rodrigo Velázquez había llegado al extremo y en las mismas cartas que mandó al moro, se decía que la flor de Lara, los siete infantes, acudirían a la frontera en tal fecha y que allí mantendrían batalla con quien fuera menester.
En Salas, el corrompido don Rodrigo hizo llamar a sus sobrinos y les dijo:
-Mirad, queridos sobrinos, si queréis venir conmigo al campo de Almenar, donde he sabido que unos moros van a hacer correrías. Ved si queréis honrar al rey.
Los jóvenes, siempre dispuestos y decididos, quisieron acompañar a su tío y aún no había clareado el día cuando todos salieron de Salas con la intención de dar batalla al moro. Ya estaban cerca de Almenar y allí no vieron moros ni tropas árabes: el campo estaba tranquilo, aunque en el aire se presentía la tragedia.
-Id vosotros -dijo el traidor don Rodrigo- por aquella parte, que yo iré por ésta.
Los infantes, confiados, acataron las órdenes de su tío y bajaron por una ladera hacia el valle de Arabiana. ¡Horror! ¡Traición, traición! Allí estaba el moro Alicante con los mejores de los suyos. Las cimitarras desenvainadas, los escudos dispuestos, los yelmos calados, los caballos pertrechados para lucha cruenta. Mas los infantes de Lara no conocieron nunca qué era el temor y dando vivas a Castilla, arremetieron contra los moros con una fiereza sin igual. Rodaban las cabezas con turbantes, y los caballos caían heridos de muerte.
-¡A ellos! ¡A ellos los siete infantes de Lara! -se oía gritar.
La carnicería fue espantosa: el río se tiñó de sangre y por todos lados se oían los lamentos de los moros pidiendo a Alá que no los abandonara. El mismo moro Alicante tuvo que emplearse en la lucha y en trance estuvo de ser herido por el joven Gonzalvillo. Jamás vieron los siglos una batalla semejante: los aceros retemblaban en las montañas y los brillos de las espadas iluminaban el cielo, que por instantes se tornaba rojo como sangre.
Desde un otero cercano y con malvada sonrisa, el traidor don Rodrigo observaba la batalla. Caía ya el sol y bien se veía que los siete infantes no podrían resistir mucho más las sañudas embestidas de los moros. Con todo, los muchachos se defendían con valor.
-¡Ah, del moro Alicante -gritó el infame don Rodrigo. ¡Poco te empleas en la batalla: si no matas a los infantes, Almanzor te cortará la cabeza!
Excitado por la furia o el temor a su caudillo, Alicante hizo venir a cuarenta soldados que tenía en retaguardia y con gran violencia atacó a los castellanos. Allí quedaron todos: Diego, Martín, Suero, Fernán, Ruy, Gustioz y el bravo Gonzalo, al que su amorosa madre llamaba Gonzalvillo. El moro Alicante hizo cortar sus cabezas y ensartarlas en largas picas: por los lugares que pasaban, los cristianos se santiguaban y los moros se reían.
Era, según el romance, el día de San Cebrián cuando Alicante y los suyos entraron en Córdoba. Almanzor, con gesto sombrío, observó los trofeos sangrientos y los hizo colocar en un tablado. Después, hizo llamar a su cautivo y le dijo:
-Ved, don Gonzalo, los trofeos que me traen mis guerreros. Dicen ser de gentes nobles de Castilla: ¿los reconocéis?
Aterrorizado ante aquel espantoso espectáculo, don Gonzalo cayó de rodillas y llorando pedía a Dios su propia muerte, mientras decía: «¡Hijos míos, hijos míos!». Con un lienzo blanco limpió las cabezas de los siete infantes y besaba su frente, y les hablaba como si aún estuviesen vivos. Los corazones de los que allí estaban se llenaron de congoja y las mujeres lloraban al ver las ternezas que el padre decía a sus hijos muertos... El mismo Almanzor levantó del suelo a su prisionero y, dándole ánimos, le decía:
-Sed fuerte, caballero, y pensad que esta traición necesita venganza.
Muchos años habían pasado desde que ocurrieron los trágicos sucesos que se han relatado. Don Gonzalo era ya un hombre viejo y cansado, al que habían menguado más las heridas de la vida que las de la guerra. Sombrío y melancólico, pasaba las horas frente al fuego recordando la cruel muerte de sus amados hijos: los siete infantes de Lara. También recordaba, con mucho afecto, a aquella joven mora, hermana de Almanzor, que enjuagó su llanto en las jornadas más tristes de su existencia. Nada había contado a su esposa de aquel cautiverio, mas en su corazón aún guardaba un rincón para la mujer que hizo más soportables los días en Córdoba. De tanto en tanto, sacaba de su faltriquera la mitad de un anillo y la miraba con lástima; la otra mitad quedó en manos de aquella mora.
Lo que ignoraba don Gonzalo es que, cuando Almanzor le otorgó la libertad, aquella muchacha estaba esperando un hijo suyo. No se piense que el caudillo árabe lamentó tal unión o el nacimiento del niño: bien al contrario, lo trató como hijo propio y le hizo vasallo suyo muy cercano. Ordenó que no se dijera al muchacho nada acerca de su nacimiento ni de su padre, y Mudarra, que así se llamaba, fue creciendo fuerte y feliz en la hermosa Córdoba.
Pero en cierta ocasión, el joven tuvo una trifulca con un compañero de juegos y éste lo insultó muy gravemente, llamándolo renegado, bastardo y cosas peores. Mal hizo aquel morito, porque Mudarra era fuerte y osado: le propinó tal paliza que aún se oyen los quejidos en las calles de Córdoba. Pero el muchacho no quedó contento con esto y quiso saber cuál era su origen y quién era su padre. Su madre no pudo ocultarle por más tiempo la verdad y le contó cuanto había ocurrido y quién le había dado la vida.
-Toma, hijo mío, la mitad del anillo que tu padre me entregó. Y ahora, debes partir hacia Castilla y vengar la traición que se hizo a tu padre y a tus hermanos, los infantes de Lara.
Sintió Mudarra arderle la sangre en las venas: el valor de los Lara se unía en su corazón a la osadía de Almanzor, y no pasaron tres días sin que se viera a un joven solitario camino de Castilla. Con renovada furia se agolpaban en su memoria los hechos que su madre le había contado y en su pecho sólo albergaba el deseo de ver a su anciano padre y vengar la traición que se le hizo. ¡Oh, cuánto lamentaba no haber conocido a Gonzalvillo, de los siete hermanos el más amado!
Cierto día, se hallaba don Gonzalo frente a su chimenea cuando le anunciaron la llegada de un joven que venía de Córdoba. Apenas lo vio, supo que aquel era su propio hijo, sangre de su sangre en el cautiverio moro. Así lo confirmó el extranjero, mostrándole la mitad del anillo que antaño quedara en posesión de la hermana de Almanzor. Fue grande la alegría y don Gonzalo Gustioz abrazó tiernamente a su hijo...
-He llegado hasta aquí, padre, para vengar las afrentas que te hicieron y para cobrar la traición que me privó de mis hermanos.
Apenas podía contener las lágrimas el buen viejo: en verdad aquel muchacho merecía llamarse hijo suyo }' hermano de los siete infantes de Lara. Ni en porte, ni en galanura, ni en fuerza, ni en honor desmerecía a sus hermanos.
Por toda Castilla corrió la vor: un extranjero llamado Mudarra, hijo bastardo de Gonzalo Gustioz de Salas, andaba por los pueblos y las aldeas buscando al infame Rodrigo Velázquez. Este, enriquecido y bravucón, decía no tener miedo y fanfarroneaba en su casa diciendo que nunca se había visto a un bastardo con valor.
Pero llegó la ocasión de verificar aquellas bravatas y de cumplir la venganza de Mudarra. Un día de primavera, el infame Rodirgo Veláz-quez había salido solo de caza y, cansado por el calor, se refugió bajo las ramas de un árbol. Viéndose sin defensa, le acudieron algunos temores, pero pronto los disipó: «Bah» se decía, «¿he de temer al hijo de una renegada? Maldito sea él y los de su estirpe: si lo tuviera delante...».
En esto, se presentó ante él un joven vestido de escudero y acercándose amablemente a él, le preguntó su nombre. El traidor le contestó que se llamaba Rodrigo Velázquez y que estaba esperando a Mudarrillo, el hijo de una renegada...
-¡Si tú te llamas Rodrigo, yo me llamo Mudarra, hijo de don Gonzalo y hermano de los siete infantes de Lara! ¡Tú, traidor, los vendiste y dejaste que murieran! ¡Mi padre fue cautivo, aunque bien quisieras que hubiera muerto, y las cabezas de mis hermanos fueron clavadas en picas como si fueran asesinos! ¡Si Dios me ayuda, aquí dejarás el alma!
Aterrorizado y comido por los remordimientos, don Rodrigo exclamó:
-¡Esperad, esperad, que coja mis armas!
-¡El espera que tú le diste a los siete infantes de Lara!
Y volteando su espada, le dio tan fuerte tajo que la cabeza se desprendió del cuerpo. Allí quedó tendido sin vida aquel infame; no contento con esto, Mudarra cubrió el cadáver con piedras y proclamó en los alrededores que en aquella tumba estaba don Rodrigo Velázquez, el traidor. Por esa razón, durante muchos años los viajeros que pasaban por aquel lugar no se santiguaban, sino que echaban una piedra más, en señal de desprecio.
De doña Lambra se supo que sus traiciones, lujurias y villanías la habían llevado a la prisión y que fue condenada a la hoguera y a ser quemada viva en la plaza.

Fuente: Jose Calles Vales

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