Quan fui gran e sentí del món sa
vanitat,
comencé a far mal e entré en
pecat,
oblidant Déus gloriós, siguent
carnalitat;
mas plac a Jesucrist, per sa gran
pietat,
que.s presentá a mi cinc vets
crucifigat...
RAMÓN LLULL, Lo desconhort
Ramón Llull (1235-1316) es uno de los intelectuales
místicos más relevantes de la
Edad Media europea. Su vida, expuesta en Lo desconhort y en el Cant de
Ramón, ha interesado siempre por la diversidad de acontecimientos que la
jalonaron. Desde su juventud, al parecer disoluta, sus cargos oficiales, el
misterio de su conversión, sus largos peregrinajes a Santiago, Roma y
Jerusalén, o su labor misionera en el norte africano, hasta su muerte en Bujía,
donde fue torturado y martirizado, todas sus andanzas son dignas de un
verdadero héroe místico. Respecto a su obra, la influencia de su pensamiento se
extendió rápidamente por los reinos hispánicos y marcó un hito en la literatura
española: sus huellas pueden encontrarse en don Juan Manuel, pero se extienden
en el tiempo hasta Garcilaso y la poesía religiosa del barroco.
Lo que aquí nos interesa, particularmente, es la
aparición de la conciencia religiosa en Ramón Llull, es decir: lo que suele
llamarse la «conversión» de Ramón Llull. No es que el joven Ramón fuera ateo o
agnóstico, o practicara alguna de las innumerables herejías medievales; más
bien se trata de un giro radical tanto en su pensamiento como en sus actos.
Según el propio autor, «conoció, cuando joven, la
vanidad del mundo», pero ello no sirvió para que despreciara los placeres
mundanos; antes al contrario, dichos placeres ocupaban toda su existencia. Hijo
de familia noble, los cargos oficiales le permitieron dedicarse al cortejo y a
los amores. La «carnalidad» era para él una delicia y no pasaba día en que no
asaltara a una moza hermosa con la que gozar los placeres de las caricias y los
besos. Ramón estaba amparado por su nombre y por el poder que se le había
otorgado, de modo que el ludibrio era su pasión: las camareras de palacio ya conocían
sus argumentos, las damas de la
Ciotat le abrían sus puertas, las dulces pescadoras de
s'Arenal ardían de pasión, y las hortelanas, desde Ratjada hasta Deiá traían
sus flores perfumadas hasta la torre de Ramón. Y no por eso dejaba desatendida
a su esposa.
La vida de nuestro protagonista era, pues, bastante
ajetreada y, fuera de las obligaciones cortesanas, el día lo dedicaba al
fornicio y la noche a la lujuria. Y no es extraño que los clérigos no lo
reprendieran ni hicieran nada por corregir su conducta, ya que participaban
asiduamente en las orgías y bacanales que el impenitente Llull daba en su casa.
Se llegaron a contar cuarenta mozas en cueros, incluida la esposa del amo, para
Ramón, el obispo y un sacristán. En fin, inútil será proseguir con una materia
tan pecaminosa y que tanto disgusta a los lectores piadosos.
Cierto día, al parecer, mientras Ramón caminaba junto
al mar vio pasar a una dama a la que no había visto antes en la ciudad. Era tan
hermosa que se juró no haber visto nada igual en lo que llevaba de vida.
Mientras observaba con detenimiento su pelo ensortijado, su rostro angelical,
sus ojos verdes como el agua de las calas, su talle cimbreante, su piel
nacarada... Ramón se preguntaba cómo era posible que aquella belleza viviera en
su misma isla y no hubiera reparado en ella.
Desde aquel encuentro, Ramón apenas podía pensar en
otra cosa que no fuera aquella cintura y aquellos labios. Al palacio llegaban
los escribanos para notificarle los asuntos ciudadanos, pero él renegaba de
todos y no les prestaba atención. Hasta él llegaban hermosas damas en busca de
consuelo, pero él las apartaba de su vista y no quería más mujer que aquella
que había visto en la playa... A todos preguntaba, a todos inquiría, mas nadie
le daba razón de ella. Salía a la calle como desesperado y buscaba febril en
las posadas, en las tabernas, en los claustros y en los palacios. Pero nunca la
hallaba. Fue por los caminos, por los acantilados, por las montañas y las
huertas, mas en ningún lugar la pudo encontrar.
Ya estaba a punto de rendirse, pensando que había sido
fantasía o imaginación, cuando, al cruzar frente a la iglesia de Santa Eulalia,
se topó con ella. ¡Era ella, sin duda! ¡Su mismo pelo, sus mismos ojos, su
misma boca hechicera! La tomó por el brazo y ni siquiera se detuvo a pensar en
el crédito público: si por él fuera, allí mismo la gozaría. Pero la dama se
zafó y huyó hacia el interior del templo. Ramón la siguió con gesto lascivo y
penetró en la iglesia acorralán-dola en una capilla junto al altar... Los ojos
de Llull desprendían fuego y pasión, y ya ceñía a la joven por el talle cuando
ésta, girándose, comenzó a desenlazar el cordón de su corpiño... ¡Oh, qué
gloria! ¡La hermosa iba deshaciendo el divino entrelazado y dejaba ver las
delicias de su espalda, las amorosas siluetas de sus hombros...! ¡Cielos! ¡Qué
espanto! ¡Qué fetidez asquerosa! ¡La dama se había vuelto hacia él mostrando su
pecho podrido por un cáncer, llagado y repugnante como cadáver de nueve días!
Ramón retrocedió ante el asco y el horror de aquella infecta mujer. Salió de la
iglesia tropezando y con la imaginación perturbada.
No se dirigió a su palacio sino que, febril y
avergonzado, comenzó a vagar por los senderos de la montaña. Apenas podía
sostenerse sobre sus piernas, caía y se quedaba tendido en la tierra; se
golpeaba el pecho en señal de arrepentimiento, se mesaba los cabellos y rogaba
a Dios por su alma podrida. Durante toda la noche estuvo perdido por los montes
hasta que vio las primeras luces del alba: como poseído por el amor a Dios, se
dirigió al lugar por donde salía el sol y llegó al collado de Randa y se
internó en una cueva.
Martirizado por sus propios arrepentimientos y por los
suplicios que así mismo se daba, Ramón trató de purgar sus pecados con aquella
vida de eremita, alejado del mundo y esperando que Jesucristo le perdonase la
iniquidad que había regido su vida. Renegó de los hombres, de la riqueza, de la
lascivia, de todo cuanto pudiera alejarlo de Dios y, finalmente, el Señor le
reveló toda su sabiduría. Hasta cinco veces se le apareció en aquella cueva, de
donde salió al cabo de muchos años para dedicar su existencia a propagar por el
mundo la Palabra
de Dios.
De este modo el Señor muestra a los hombres la vanidad
de las cosas del mundo y la podredumbre del pecado carnal.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
Azarosa ( y algo azaharosa por primavera) la vida de Moncho y cruel más bien su final...innecesario
ResponderEliminarAlgunos danzamos monte arriba, montaña abajo mas no es sino por causa justa que tanta admiramos.
Topose con tanta costumbre que se le agotó la cuerda y prefirió la licencia suprema (si la hubiese) que la licenciosa de un taxi libre...
Vaya, por amouchado dio un vuelco trágico sin llegar a aprender lo que es el verdadero amor.
No hay vida fácil ni mujer resistente...
Pues eso
Salud y Libertad :)´