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viernes, 23 de agosto de 2013

Leyla y la fortaleza de magacela

Los cristianos alcanzaban ya la frontera del río Guadiana. Desde las torres del castillo de Amed-ben-Alí podían divisarse los pendones del Reino de León y aun podían distinguirse los brillos y resplandores de los escudos y armaduras de aquellos fieros soldados. Los leoneses ya habían tomado Albalá; los zamoranos, Aljucén; y los asturianos no habían pasado de Alcuéscar. Pero, allá por el siglo XIII, las tropas mandadas por el Maestre de Alcántara, don Arias Pérez, se aprestaban a cruzar el río y a instalar sus reales en el campo que hoy se llama de La Serena.
El moro Ben-Alí admiraba con tristeza las numerosas tropas cristianas y, en su fuero interno, bien seguro estaba de no poder resistir el empuje de los leoneses. Emplazado en una almena de su fortaleza, el príncipe moro observaba los movimientos de los ejércitos enemigos y veía, con lástima, cómo uno tras otro iban cayendo todos los castillos de sus parientes y amigos.
Mas antes de rendir su castillo, Ben-Alí estaba dispuesto a dejarse la vida en el campo de batalla. «Antes muerto que esclavo; antes muerto que vencido», se decía mientras ordenaba a todos sus vasallos que colocaran los arneses a sus cabalgaduras, que afilasen sus cimitarras y que hicieran sonar los timbales de la guerra.
Cuando todo estuvo listo para la batalla, Ben-Alí hizo llamar a su hija Leyla, una hermosa muchacha de ojos hechiceros y de carácter vivo.
-Hija mía -le dijo; yo he de marchar a la batalla sin saber si he de regresar. Te encomiendo que defiendas el castillo como si de tu propia vida se tratara, y te dejo con cuarenta hombres, los mejores que tengo. Que Alá esté contigo.
Y diciendo esto, salió por la puerta de la fortaleza seguido de los abanderados, los clarines, los timbales de guerra, y ciento veinte soldados armados hasta los dientes.
No hubo lugar, porque la enseña de la Cruz de Alcántara venía guarnecida por tres mil cristianos vestidos de punta en blanco, con sus corazas, sus escudos y sus aceros toledanos. Las riberas del Guadiana se tiñeron de sangre y allí perecieron todos los moros que, inflamados de ardor guerrero, habían partido aquella mañana en busca de la muerte y la gloria.
Los cristianos, mientras estaban expoliando los cadáveres sarracenos, dieron con Ben-Alí, muerto y cruzado por cuarenta saetas. Don Arias Pérez ordenó que se le cortara la cabeza y se le sacaran los ojos. Y después que se verificó este horror, mandó que cuatro esclavos moros llevaran el cuerpo del moro a la fortaleza: toda su intención era desmoralizar a los pocos guerreros que hubieran quedado en el castillo.
Cuando Leyla recibió los despojos de su padre, comenzó a llorar con grandes angustias y sintió que se le iba la vida. Mas, al punto, recordó las palabras de su progenitor y ordenó a sus guardias que aprestasen todo para la defensa heroica del castillo.
No tardaron en llegar las huestes leonesas y, al cabo de unos días, la fortaleza y su reina Leyla estaban padeciendo el asedio cristiano. El Maestre de Alcántara no podía sufrir la inactividad y no esperaba que los moros se rindieran fácilmente. Una y otra vez atacaba las murallas, pero los hombres del castillo se defendían con vigor. Don Arias podía ver la figura de un guerrero vestido con sedas y joyas, que animaba a sus soldados con la furia de un titán y blandía la cimitarra como si del mismo Almanzor se tratase. Fuera quien fuese el caudillo de la fortaleza, no cabía duda de que era un caballero cumplido, un valeroso guerrero que debería ser honrado en su muerte.
Corrieron los días, pero el castillo no se entregaba. Deses­perado, don Arias arengó a sus tropas y les dijo que de ese año de 1229 no pasaba la conquista de aquel bastión. Los soldados comprendieron perfectamente las palabras de su capitán, porque tal día no era otro que el 31 de diciembre de 1229 y, por tanto, no había plazo: la fortaleza habría de caer esa misma noche. El Maestre ideó una añagaza y ordenó que todos los caballeros, a lomos de sus corceles, tomaran antorchas y se acercaran por un extremo al castillo; mientras, amparados en la oscuridad, los infantes asaltarían la mu­ralla por el otro lado. Así se hizo, como mandó don Arias: los jinetes formaron hilera y se acercaron cautelosamente a las torres... cuando los moros descubrieron las luces, los cuarenta guardias que quedaban se fueron a proteger aquel flanco, al tiempo que los infantes cristianos entraban sin resistencia por el opuesto.
La fechoría fue rápida y cruel, porque todos los moros fueron degollados o muertos a espada en aquella heroica defensa. Los cristianos abrieron las puertas y don Arias pudo entrar en su ansiada fortaleza.
Leyla había oído el clamor de sus hombres pero, segura de la derrota, no quiso abandonar su alcoba y continuó con la cena que una esclava suya le había aderezado. Desde sus salas podía escuchar las espuelas de los cristianos y los ultrajes que cometían en su casa. También pudo oír a don Arias, que gritaba: «¡Buscad al caballero que mandaba el castillo, buscadlo!».
Estaban ya muy cerca de la alcoba donde cenaba Layla y ésta podía distinguir claramente las blasfemias y los aullidos de los cristianos, revolviéndolo todo y convirtiendo el castillo en despojos del reino musulmán. Ordenó a su sirvienta que le trajera las armas y los vestidos de guerra y, con serenidad sublime, se aprestó para la última batalla. Cuando estuvo preparada, tomó su daga y la enterró en su joven pecho. La sangre brotó tiñendo de carmesí las sedas y el oro.
-Amarga cena -dijo mientras expiraba.
Cuando don Arias irrumpió en la sala, pudo ver al gran guerrero que yacía muerto en el suelo, y una joven muchacha que lloraba a su lado.
Ordenó que nadie profanara aquel túmulo: que tomaran el cuerpo de la hermosa Leyla y que los doce caballeros más fuertes de su tropa velaran el cadáver hasta el amanecer, y después que lo enterraran con todos los honores.
Los lugareños afirman que el nombre de Magacela, en la actual provincia de Badajoz, se debe a las últimas palabras de la hermosa y valiente Leyla: «Amarga cena».

Fuente: Jose Calles Vales

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