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viernes, 23 de agosto de 2013

Las lágrimas de la reina y el cerco de zamora

Guarte, guarte, rey don Sancho,
no digas que no te aviso...
ROMANCERO VIEJO

Larga es la historia de Castilla y León, larga y hermosa como pocas: las angostas calles, las catedrales y las murallas de sus ciudades aún guardan los secretos, los misterios y las leyendas de un pasado glorioso. Una de las historias más queridas y conocidas del reino de Castilla y León es la que relata las guerras entre Sancho y sus hermanos, allá por el siglo XI.
De todos los reyes que gobernaron aquellas tierras, el más estimado fue tal vez Fernando I, llamado el Magno. Las cruentas luchas contra los moros habían dado sus frutos y el reino se extendía por buena parte del norte de Hispania. Galicia, León y Castilla eran un solo reino y el poder de Fernando i era conocido ya en el resto de Europa. Por desgracia, también le llegó la hora al rey y, no queriendo desairar a ninguno de sus hijos, repartió el reino del mejor modo que supo: en el lecho de muerte otorgó a Alfonso el reino de León y a Sancho le concedió Castilla. Tenía además el rey dos hijas, Urraca y Elvira, hermosas en extremo y queridas por todos. El rey, ya con las angustias de la muerte, cedió la ciudad de Toro a su hija menor, Elvira, y a Urraca le entregó su ciudad más amada: Zamora. Advirtió a sus hijos que nadie osara importunar a Elvira y Urraca y maldijo a quien se atreviera a asaltar las ciudades que había nombrado. Todos asintieron, excepto Sancho, que volvió el rostro y calló.
Dividido el reino, cada hermano se fue a sus ciudades y todo pareció quedar en calma. Pero Sancho ya urdía su traición: enojado con su padre, se negó a respetar el pacto y muy pronto quiso apoderarse de León, y de las ciudades de sus hermanas.
Mientras esto sucedía, Urraca había ido a tomar baños a Beleña, en la actual provincia de Guadalajara. En el castillo que aún puede contemplarse residía la reina de Zamora junto a una pequeña corte de caballeros y damas. Bajando por una ladera puede encontrarse, junto al río Sorbe, el manantial donde Urraca y sus damas pasabart las tardes de primavera.
En cierta ocasión, Urraca estaba tomando los baños: observó que su dama principal se mostraba compungida y taciturna, y preguntó las razones de tan extraño comportamiento. La dama no quiso responder pero, apremiada por la reina, confesó que en las ondas del agua había visto guerras y muertes, y desgracias sin cuento.
Esta noticia produjo un inmenso dolor a la reina y no pudo menos que echarse a llorar con gran amargura.
-Ved, mi reina -dijo la dama, que vuestras lágrimas se convierten en sangre.
Así era en efecto, que las lágrimas de Urraca, cayendo en el agua, se convertían en rubíes y tomaban el color rojo. Lloró la reina sin consuelo y la pena apagó la hermosura de su rostro. Desde entonces, en aquel lugar pueden verse los rubíes y piedras de colores que cubren el fondo del estanque.
Tal y como aseguró la dama de la reina, los estados de Castilla y de León se verían envueltos muy pronto en cruentas luchas. A su regreso de Beleña, doña Urraca pudo saber que Alfonso había renunciado a su herencia y que había huido a Toledo; que León y Galicia estaban en manos de Sancho y que éste tenía la intención de conquistar también Toro y Zamora, incumpliendo de este modo el mandato de su padre, el rey Fernando, y arriesgándose a que sobre el propio Sancho cayera la maldición que el monarca profirió en su lecho de muerte contra los que no acataran sus órdenes.
Poco duró el asedio a la ciudad de Toro, pues su reina, la joven Elvira, prefirió ceder su herencia a Sancho y no entablar batalla con él. No tardó mucho el ambicioso Sancho en dirigirse a Zamora con sus huestes. Entre sus guerreros ya destacaba un joven castellano llamado Rodrigo Díaz de Vivar, a quien los moros temían como alma que lleva el diablo y que muy pronto comenzaron a llamar Sidi o Cid, que significa «señor». Este Rodrigo Díaz de Vivar se había trasladado de muy joven a Zamora, donde entonces residía la corte, y había sido compañero de juegos de Urraca y la pequeña Elvira. Llegados los quince años el cariño volvióse amor, y puede decirse que Rodrigo bebía los vientos por Urraca y que en más de una ocasión se habló de boda. Cuando fue el tiempo de ordenarse caballero, la misma Urraca le calzó las espuelas a Rodrigo, en la iglesia de Santiago de los Caballeros, extramuros de la ciudad de Zamora, donde se realizaban aquel tipo de ceremonias.
Pero volvamos a Sancho: estando ya frente a las murallas, el orgulloso castellano envió mandados a su hermana Urraca, prome­tiéndole grandes regalos si cedía la ciudad a su imperio. Urraca se negó una y mil veces, y maldijo a su hermano: le recordó la orden de su padre y le instó a que se retirara de la ciudad. Airado y soberbio como era, Sancho ordenó la batalla. El nuevo rey capitaneaba sus huestes y las enviaba contra la fortaleza del lado de la vega, pero los zamoranos resistían con gran valor aquellos envites y había gran mortandad entre los partidarios de Sancho. Al contrario, por el lado que el Cid atacaba, la brecha se hacía cada vez mayor y los soldados de Urraca estaban en trance de rendirse. Viendo esto, la reina de Zamora no dudó en asomarse a las murallas y desde allí, señalando al que fuera su amigo y amante, le gritó:
-¡Afuera, afuera, Rodrigo, soberbio castellano! ¡Más te valdría recordar que yo misma te calcé espuelas y te hice caballero en el altar de Santiago! ¡Tú, traidor en armas y amores, me abandonaste por Jimena, con ella sólo tienes dineros, conmigo habrías tenido un reino! ¡Bien te casaste, Rodrigo, que dejaste a la hija de un rey por casarte con la de un vasallo!
Dejó caer entonces su espada Rodrigo, y recordó los dulces momentos que viviera en aquella ciudad a la que ahora trataba de asolar. Sus estrechas calles, sus rincones apacibles y hermosos... sus gentes, a quienes tanto había querido. Giró el rostro y gritando a sus soldados dijo:
-¡Afuera, afuera los míos! ¡Que desde aquella torre me han lanzado una flecha y me han herido el corazón! ¡Afuera! ¡Afuera! ¡Que ya no siento ningún remedio y he de vivir penado el resto de mis días!
No quiso Rodrigo responder a Sancho cuando éste le preguntó por qué había abandonado la lucha y cuál era la herida que había sufrido. Solo y triste, se recogió en su tienda y lloró amargamente los amores perdidos y el recuerdo de su amada Urraca.
Zamora no se rendía a pesar del asedio. El rey Sancho había renunciado a la batalla, pero había dispuesto a sus soldados en torno a la muralla, de modo que nadie podía entrar o salir de la ciudad. Esperaba que el hambre y la sed consumiera los ánimos de aquellos indómitos ciudadanos o, al menos, que Urraca tuviera lástima de sus penurias y acabara por rendirse.
Pero la reina de Zamora, acosada por su hermano, abandonada por Rodrigo Díaz de Vivar e injuriada por los soberbios castellanos, ideó un maléfico plan: buscó entre todos los zamoranos al más osado y, en reunión secreta, le ordenó salir de las murallas al cobijo de la noche y asesinar a Sancho mientras dormía.
Vellido Dolfos era el nombre de este criminal: nada temía, pues iba a ser colgado por asesino y traidor. No dudó este hombre pendenciero en cumplir su promesa a cambio de la libertad y de algunas monedas. Abandonó el castillo una noche cerrada y se internó, como serpiente, en los cuarteles castellanos. Aún se ignora cómo pudo introducirse (si no fue por artes mágicas) en la tienda de Sancho y allí, alevosamente lo apuñaló. Dando alaridos y ensangrentado, blandiendo el puñal homicida, Vellido Dolfos huía al tiempo que intentaba alcanzar un pequeño postigo de la muralla.
Rodrigo, que estaba desvelado, lo oyó y montando su caballo lo persiguió tan velozmente como pudo. Pero, en tan sorpresivo lance, no pudo calzar las espuelas, aquellas que Urraca le ofreciera para ordenarlo caballero, y sin tener con qué azuzar a su caballo, no pudo alcanzar al asesino. Por una pequeña puerta, Vellido Dolfos se internó en la ciudad: quedó para siempre en la memoria del pueblo aquella infamia y el postigo pasó a llamarse el Portillo de la Traición, que aún puede verse en las murallas zamoranas.
Otras muchas historias podrían contarse con motivo del asedio de los castellanos a la ciudad de Zamora. Gran parte de ellas se encuentran maravillosamente descritas en los romances antiguos y en las crónicas medievales. Se recuerda, por ejemplo, el reto de Diego Ordoñez a los zamoranos: acusaba a todos de ser traidores y profirió insultos terribles contra hombres y mujeres, viejos y niños. Arias Gonzalo le replicó desde las almenas y, como era costumbre, el retador debería luchar contra cinco hombres. Los hijos de Arias Gonzalo fueron los encargados de vengar las infamias castellanas pero, uno tras otro, Diego Ordóñez fue matándolos a todos. El quinto hijo, el menor de todos, quiso también defender el honor de la ciudad, pero sabiéndose menos diestro comenzó a cabalgar por el campo, como si huyera. Tras cinco combates, el caballo de Diego Ordóñez estaba cansado y, dejándose alcanzar, el benjamín de Arias propinó tan duro golpe al castellano que allí quedó muerto sin remedio.
Ocurrió después que Rodrigo Díaz de Vivar fue acusado de traición, pues que se suponía que tuvo alguna participación en la muerte de Sancho, por lo cual fue desterrado de Castilla. En este punto comienza el cantar de gesta más importante de la literatura española: el Cantar del Cid, donde se narran al pormenor las aventuras del héroe castellano y la conquista de Valencia, con otros sucesos maravillosos. Castilla y León quedó, tras el asesinato de Sancho, en manos de su hermano Alfonso, que volvió de Toledo para ser nombrado rey con el nombre de Alfonso VI. Urraca, la reina de Zamora, fue enterrada en el Panteón de los Reyes, en San Isidoro de León.

Fuente: Jose Calles Vales

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