Ocurrió hace no
demasiados años, hacia principios de siglo. Y digo que sucedió porque, aunque
tiene todo el tinte de la leyenda y de las narraciones de aparecidos, a las que
tan aficionadas son las gentes de nuestro Alto Aragón, la historia me fue
contada con pelos y señales por quien la escuchó directamente a sus
protagonistas.
¿Que puede haber jugado
alguna mala pasada la imaginación? Puede ser. Quien se sienta libre de imaginaciones,
que tire la primera piedra. Dé cada cual la fe que le apetezca a la narración.
Como es bonita y hunde sus raíces en valores eminentemente presentes entre el
pueblo, la recojo para vosotros.
Aclaro que Urmella es un
lugarejo remoto, que pertenece al municipio de Bisaurri, en la Alta Ribagorza ,
allá en las estribaciones del pico Gallinero. Que cuenta con una quincena de
habitantes y que presume, con razón, de albergar una auténtica joya del
románico lombardo del siglo XI a la que se conoció como "la Piedra Preciosa ",
aunque, como gran parte de nuestro tesoro artístico, arrastra los siglos
siempre a punto de ruina. Antiguamente se llamó "Aurígena" o Urema y
no sabemos cuándo tomó el nombre vasco actual. Fue priorato benedictino
dependiente de San Victorián de Asán.
Este es el escenario. Hoy
en día, y desde hace años, una vivienda pegada a la iglesia del monasterio está
imbricada en ella y precisamente en esa casa sucedieron los acontecimientos
que vamos a relatar. En ella existen todavía dos alcobas de bóveda que pertenecieron
al templo pero que pueden utilizar los actuales moradores.
Tal vez tengan las dos
alcobas cierto aire entre sagrado y miste-rioso un tanto sobrecogedor que
infunde respeto. Supongo que acostarse en ellas debe ser trasladarse a épocas
muy remotas y sumergirse en un ambiente legendario.
Lo cierto es que apenas
se emplean como dormitorios, a no ser en momentos de mayor afluencia de
invitados con motivo de alguna fiesta familiar o del pueblo, ya que ambas
alcobas tienen sus camas: esas camas de hierro forjado y arandelas doradas,
altísimas, provistas de doble colchón recién reparados, con toda su lana
esponjosa. Carecen de puerta y se aislan de una gran sala por medio de unos
cortinones.
En una de esas ocasiones
especiales que comentamos, en que todos los dormitorios de la mansión estaban
ocupados, comentaba una señora que merece todo crédito, su abuela y una cuñada
suya tuvieron que acostarse en las alcobas. Fue precisamente su abuela la que
años más tarde contó lo sucedido.
Se habían ido a dormir sin
ningún complejo a las alcobas; más bien animosas después de una reunión familiar
en la que salieron a relucir las pequeñas historias de la familia y de otros
muchos temas que nada tenían que ver con la iglesia ni con la casa. Por
supuesto, ninguna de las dos era dada a temores ni imaginaciones de ninguna
clase. Estuvieron charlando un buen rato, tal vez algo desveladas y al final se
quedaron dormidas.
Bien avanzada la noche y
cuando estaban profundamente dormidas las despertó el tintineo de una campanilla
que parecía moverse de un lado a otro del gran salón. Atisbaron curiosas por
entre las cortinas y quedaron paralizadas:
Por la habitación a la
que daban las alcobas vieron una figura fantasmal, con hábito encapuchado
blanco, que se paseaba lenta-mente y que iba murmurando claramente en fabla
ribagorzana: "Soc el prió, soc el prió" (soy el prior, soy el prior)
sin dejar de hacer sonar una campanilla que llevaba colgada en el cíngulo.
Tenía las manos enfundadas en las mangas de su hábito, la cabeza baja y grave
que no permitía ver las facciones de su cara bajo la capucha de la cogulla.
Medio se podía adivinar una luenga barba entrecana.
Al cabo de un rato
desapareció, por cierto por una esquina en la que no existía ninguna puerta.
Podemos imaginar fácilmente la impresión que produjo a las dos visitantes,
aunque nada comentaron y a la noche siguiente volvieron a ocupar,
aparentemente tranquilas, las mismas alcobas. Y la misma visión se repitió esa
noche y también la siguiente, siempre con su campanilla y su "soc el
prió".
No sabe uno qué admirar
más, si la presencia de ánimo de las dos mujeres o su curiosidad por lo extraordinario
junto con la zozobra del miedo a lo desconocido y la aventura. Solamente al
tercer día comentaron los hechos con la familia.
Alguien debió apuntar que
probablemente se trataba del alma en pena del último prior de Urmella, fallecido
hacía ya muchos años y del que se contaba que tal vez había llevado una vida un
tanto disoluta dentro y fuera de la clausura.
Y alguien, también, aconsejó
lo que cabía hacer en tales ocasiones como hemos tenido ocasión de escuchar en
no pocos pueblos de nuestro Pirineo:
En medio de la sala
colocaron una mesa redonda con pata central que se bifurcaba más abajo en otras
tres, a manera de trípode. Esto parecía importante: en el suelo se debían
apoyar tres patas. Sobre la mesa colocaron un cuenco de judías. Pero aquella
noche, no se sabe por qué, el prior no hizo acto de presencia.
Volvieron a repetir la
operación a la noche siguiente. Y por la mañana comprobaron que la situación de
las alubias había cambiado: El cuenco continuaba en el centro de la mesa, pero
de él habían extraído veintiséis judías que se hallaban cuidadosamente
colocadas y alineadas en hilera alrededor de la mesa.
La familia, o el asesor
que les había orientado en su curiosa actuación interpretó el aviso como una
petición del fantasma y de común acuerdo mandaron decir veintiséis misas a
mosen Victorián, cura de Castejón de Sos en aquel entonces.
Y cuentan que ya nunca
más, desde aquel día, volvió a aparecer el desgraciado prior. Hoy se sigue
llamando a aquella parte de la casa -que por cierto comunica con una escalera
interna con la iglesia- el "cuarto del prior".
Leyenda del pirineo
0.013.3 anonimo (aragon) - 009
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