En la ceremonia de su coronación Ramiro II estaba
aterrorizado. Tras la muerte de su hermano Alfonso I de Aragón, llamado el Batallador, al pobre Ramiro no le
quedó más opción que aceptar el trono. Los nobles aragoneses podían estar
tranquilos: Ramiro era un hombre pusilánime y de poco carácter, de modo que sus
intereses no corrían peligro; es más: seguramente, con el nuevo rey, podrían
llevar a cabo aquellas ideas de independencia y tiranía que más le convinieran.
En efecto, el nuevo rey don Ramiro se había visto en
el trance de aceptar un cargo para el cual no estaba preparado. La corona era
para él una carga demasiado pesada: su vida había discurrido por los senderos
divinos y no había nada más placentero para Ramiro que la vocación monástica a
la que se había entregado desde muy joven.
A principios del siglo XII, Ramiro había tomado los
hábitos benedictinos en el monasterio de San Ponce de Tomeras y había decidido
no participar en los asuntos políticos, a los cuales, por nacimiento y
herencia, estaba destinado.
Cuando fue coronado rey, don Ramiro II fue apodado el Monje y hay quien afirma que los más
osados lo llamaban «el rey Casulla». En cualquier caso, parece probado que el
monarca era considerado un pelele o un títere, y que los nobles aragoneses se
burlaban de él con frecuencia. Su vida, por otra parte, estaba continuamente
amenazada y sufrió varios atentados e intentos de rapto, todo ello promovido
por los señores feudales de la época, los cuales pretendían de este modo
atemorizarlo. Tanto mejor para ellos, cuanto más oculto e inerme estuviera el
rey.
Así, Ramiro apenas abandonaba su castillo en Huesca y
en raras ocasiones salía de sus estancias. Por todo el reino se corrió la voz
de la cobardía del nuevo monarca e incluso el obispo de Ordás, uno de los
principales instigadores de la reclusión del rey, se burlaba de «don rey
Casulla».
Por su parte, Ramiro comprendió muy pronto que los
nobles aragoneses estaban echando a perder el reino y que él no tenía poder ni
fuerzas para enfrentarse a tan poderosos enemigos. Su vocación monástica le
había impedido conocer el arte de la guerra y la discreción de la política. De
modo que, embozado y en secreto, acudió al monasterio de San Ponce y quiso
entrevistarse con el abad, amigo muy querido suyo, llamado fray Frotardo o,
como lo llaman algunos, fray Frotaldo.
-Padre Frotaldo -dijo Ramiro. ved en qué trance me
hallo: los nobles se burlan de mí, porque no conozco las leyes, ni se guerrear,
ni tengo fuerzas ni ánimo para tener descendencia. Todos me menosprecian y el
reino se pierde sin remedio. Decidme, padre Frotaldo, ¿qué he de hacer yo, que
no sé nada de esto ni de aquello?
El abad hizo salir a su discípulo al jardín, mas no
dijo nada. Acercándose a un hermoso rosal que había en el claustro, tomó en sus
manos unas tijeras de podar y, con suma prudencia, cortó las flores marchitas y
las ramas que incomodaban a otras rosas, y quitó con sus propias manos las
hojas secas y los tallos machorros que no daban flores.
Entonces, Ramiro comprendió cuál debía ser su actitud
y, dándole las gracias a fray Frotaldo, volvió a su castillo de Huesca,
dispuesto a cortar los tallos secos y podridos de su reino.
Hizo llamar a los principales nobles de Aragón:
aquellos que se habían burlado de él y que lo habían despreciado. En una sala
del castillo los encerró a todos: allí estaban los veinticinco, riéndose
abiertamente del monarca y preguntándose el motivo de la llamada. En esto
estaban, cuando entró don Ramiro, ataviado con su capa real y su corona, y
seguido de cien soldados armados hasta los dientes.
-¡Cortadles la cabeza! -ordenó.
Y así se hizo: los soldados maniataron a los nobles y,
uno por uno, fueron decapitados. El rey ordenó que colgaran las cabezas del
techo de la sala, disponiéndolas como si de una campana se tratase. El
horroroso espectáculo de las cabezas sangrantes no inmutó al nuevo rey, el cual
de este tremendo modo había cumplido la sugerencia de su abad.
Finalmente, Ramiro II hizo llamar al obispo de Ordás,
el cual era, como se sabe, uno de los caballeros principales de Aragón y uno de
los que había procurado la muerte del rey en distintas ocasiones. Cuando llegó
el obispo, el monarca lo hizo pasar a la sala de la campana y le mostró las
cabezas ensangrentadas de los cabecillas rebeldes. Con una mueca de desprecio y
sabiéndose ya libre de la muerte, el obispo advirtió:
-Muy bien me parece la campana, don Ramiro. Mas ved
que para que todo el mundo sepa lo que habéis hecho, es necesario que la
campana tenga badajo.
-Y lo tendrá -contestó el rey.
Y acto seguido, hizo que degollaran al obispo y
pusieran su cabeza en el centro de la campana. De este modo todo el reino de
Aragón supo que don Ramiro II no iba a tolerar ni burlas ni menosprecios y que
la corona tenía un digno representante, valiente y terrible como correspondía.
El rey don Ramiro II, el Monje, murió en el año 1154.
Se dice que la noche anterior a su defunción, el
monarca tuvo un sueño: a sus mientes había venido la visión de una cacería, en
la cual él mismo participaba. Según contó a sus cortesanos, iba por los montes
Pirineos tras un oso y los monteros habían logrado acorralar a la bestia en una
hondonada. El rey, entonces, se acercó con su ballesta y observó que en el
lugar sólo había un osezno que hablaba y le pedía que no lo matase.
Al día siguiente, don Ramiro tuvo la impresión de que
el sueño había sido muy real y tuvo presentimientos amargos. No obstante, cargó
con su ballesta y fue a la cacería prevista. Todo sucedió como en el sueño y,
cuando llegó a la hondonada, vio al osezno que imploraba que le salvase la
vida. Un ballestero lanzó la flecha, mas ésta no alcanzó a la cría de oso, sino
al rey, y le partió el alma. De este modo se cumpió el vaticinio del monarca y
de este modo entregó su vida a Dios el rey famoso de la Campana de Huesca.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.013.3 anonimo (aragon) - 018
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