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sábado, 24 de agosto de 2013

La doncella de la princesa dragón

Aquella mañana, Uroshima se encontró con una tortuga malherida a orillas del mar. Uroshima primero pensó en hacerse una sopa con ella, pero la mirada lángui­da y penosa del animal le dio lástima, y decidió llevarla a su casa para cuidarla. La alimentó, le dio calor y le curó las heridas durante una semana. Cuando ya estuvo bien, la dejó ir en libertad.
Nada de esto hubiera tenido ninguna importancia, de no ser que, tiempo después, Uroshima se vio atrapado por una temible tormenta en medio del mar. Había salido a pescar, como todos los días, sólo que por alguna extraña razón no se había percatado de las nubes que a lo lejos, amenazaban con transformarse en lluvia. La tormenta había sido más fuerte de lo normal. El bote de Uroshima se había dado vuel­ta, y él se hubiera ahogado, si no hubiera sido por la tortuga que había salvado tiempo atrás. La tortuga lo reconoció, lo montó en su caparazón y lo llevó, a nado, hasta la orilla.
En todos los cuentos fantásticos suceden cosas fantásti­cas, y como si este rescate en manos de una tortuga fuera poco, el pequeño animal se convirtió en una hermosa mu­chacha frente a los ojos del sorprendido Uroshima.
-Soy la doncella de la princesa dragón -le dijo.
-Está claro que eres demasiado hermosa para ser una tortuga -le contestó Uroshima, que se había enamorado de ella para siempre.
Y si hablamos de cosas fantásticas que pasan, lo más fantás­tico de este cuento es que la hermosísima doncella también se enamoró del joven pescador.
Se casaron a los pocos días de haberse conocido. La don­cella lo llevó al Reino de los Mares, en lo más profundo del océano.
Los habitantes de ese reino no morían nunca, vivían para siempre.
Ahora, Uroshima era uno de ellos.
-El único problema -le dijo su esposa, es que no puedes volver a la tierra.
A Uroshima no le importaba. Estaba tan enamorado, que hubiera hecho cualquier cosa por su amada.
Los días pasaron, con los días se fueron los meses, y con los meses, los años. Uroshima y su mujer seguían tan ena­morados como el primer día, pero el pescador extrañaba a su madre y a sus hermanos, y cada día le pesaba más en el corazón no poder verlos.
-Amada mía -le dijo una noche, llevo varios años lejos de mi gente. Ya no puedo dejar pasar más tiempo. -Sabes que si sales no puedes volver, ¿verdad?
-Lo sé, pero estoy seguro de que podremos hallar una solución para encontra-rnos otra vez. Ahora sólo me importa regresar.
La doncella le entregó a su marido una pequeña caja de madera, y le hizo prometer que no la abriría.
Se despidieron con tristeza, y Uroshima partió hacia su pueblo.
Lo primero que lo sorprendió al llegar, fue que ninguna de las casas que él conocía estaba en su sitio. Ninguno de sus amigos caminaba por las calles. Ni siquiera los sonidos le eran familiares.
Al llegar a su casa, descubrió horrorizado que estaba vacía. Desesperado, se acercó a un vecino.
-¿Sabe usted que le ha ocurrido a la gente que habitaba esta casa?
-¡Esta casa lleva deshabitada muchísimos años! -res­pondió el señor, que era un viejito de larga barba blanca, como todos los viejitos de los cuentos fantásticos. Dice la leyenda, que hace trescientos años, la mujer que habitaba esta casa perdió a su hijo en el mar, y que nunca pudo re­cuperar la alegría.
-¿Y cómo se llamaba ese hijo?
-Tengo entendido que Uroshima -respondió el viejo, y volvió a meterse en su casa.
Uroshima estaba desconsolado. ¡Habían pasado trescien­tos años desde su partida! Todos los que él conocía habían muerto.
Se sentó a llorar junto a un árbol. Tomó entre sus manos la caja que su esposa le había regalado, y pensó:
"Tal vez ella sabía que esto me iba a pasar, y al abrir la caja, pueda volver en el tiempo y encontrarme con mis se­res queridos...”
Sin darse tiempo para pensar más, Uroshima abrió la ca­ja que no debía abrir. Un fantasma surgió como una ráfaga de viento y lo envolvió en sus brazos. Era el fantasma del tiempo. El pescador envejeció en dos segundos todo lo que no había envejecido en trescientos años.
Se convirtió en polvo y desapareció.
Quedó, junto al árbol, la caja de madera abierta, que na­die volvió a cerrar.
Y un sonido entre las ramas, como un lamento, cada vez que sopla la brisa.

0.040.3 anonimo (japon) - 020

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