Cientos de años antes de que el hombre blanco
llegara a México, vivió en la alta meseta del Anahuac una tribu sumamente
pacífica. Los hombres de la misma dedicaban su tiempo al cultivo de la tierra,
que era la más rica de toda la región. Crecían por doquier altísimos maizales
de radiantes mazorcas, así como frondosos y enormes árboles de cacao. La
tierra, además, era pródiga en el alumbramiento de las sabrosas batatas.
Aquellos indios, si bien pacíficos, eran
hombres endurecidos por el mucho trabajo en los campos, y sabían defenderse con
fiereza si alguna otra tribu osaba invadir sus dominios. Ellos, no obstante,
jamás agredían a nadie ni se adentraban en las tierras de otros.
Ocurrió un día, sin embargo, que al morir el
último de aquellos pacíficos gobernantes que tuviera la tribu, llegó a la
jefatura de la misma, en cumplimiento de la ley de sucesión, el joven Meltemoc,
hijo del difunto. Meltemoc, al contrario que su padre, quería ser un guerrero.
Nada más tomar el mando, envió emisarios al
jefe de la tribu más próxima, solicitándole en matrimonio a una de sus hijas.
-Decid a Meltemoc -dijo- que cuáles son los
tesoros que ofrece. Otros me han ofrecido por ella hermosos penachos, collares
y piezas de oro y de plata.
Cuando Meltemoc se enteró de la respuesta, se
consideró ofendido. No se le ocurrió otra cosa que declarar la guerra a su
vecino.
Reunió a todos sus hombres, los cuales,
abandonando los campos, tomaron el arco y las flechas y se dispusieron a la
batalla.
Meltemoc, con mucho sigilo, los condujo hasta
los dominios de la tribu vecina. Llegaron al anochecer. Como no había luna,
amparados en la oscuridad cayeron sobre las gentes del lugar hasta no dejar a
nadie vivo. Meltemoc fue quien más saña demostrara.
A raíz de aquello, el pueblo que tan
pacíficamente había vivido a lo largo de generaciones y generaciones, se
convirtió en un pueblo guerrero. Meltemoc fue temido en todas partes.
Siguieron a esa batalla otras en las que
Meltemoc y sus guerreros salieron igualmente victoriosos. Iban de un lado a
otro sembrando la destrucción y la muerte. Nada respetaban. Arrasaban los
campos y hacían verdaderas rapiñas en los hogares conquistados.
Confiado en su fuerza, reunió Meltemoc un día
a sus guerreros y les dijo:
-Sé que en las montañas del norte habita una
tribu inmensamente rica.
Sus guerreros, al oír aquellas palabras,
enardecidos por tantos éxitos en la batalla, comenzaron a pedir la marcha
inmediata contra la tribu mentada por su jefe, para arrasar el lugar y
apoderarse de las riquezas que allí hubiese.
Meltemoc, sin embargo, pidió silencio y
prosiguió:
-No subiremos a las montañas en son de guerra.
Sé bien que el jefe de esa tribu tiene una hija de gran hermosura. Quiero que
sea mi esposa; sólo si no consiente en nuestra unión le declararemos la guerra.
Todos los que le rodeaban se regocijaron al
escuchar lo que decía, y le siguieron de buena gana. Comenzaron a caminar hacia
el norte y atravesaron estrechos desfiladeros hasta que llegaron a una amplia
explanada en donde se echaron a descansar. Al llegar la noche, Meltemoc se
alejó un poco de los suyos, y recorrió aquellos lugares que, iluminados por la
luna llena, eran infinitamente bellos. El joven guerrero se sintió un poco
conmovido por el ambiente que le rodeaba en aquella soledad, y en el fondo de
su espíritu se encontró extraño. Lamentó las matanzas que hasta entonces
causara. Hizo examen de su vida anterior y se sintió lleno de espanto y de
vergüenza.
De pronto notó que algo le rodeaba. Nada vio.
Sólo percibió el roce cálido de un vientecillo que agitaba las ramas de los
árboles. Y al poco apareció ante él una fuerte luz que le dijo las siguientes
palabras:
-¿Qué has hecho de tu pueblo, Meltemoc?
Cuando el joven guerrero pudo abrir los ojos,
vio ante sí, suspendida por un leve rayo, y sin tocar el suelo, a la luna, la
diosa de la noche, la cual había adoptado la forma de una doncella. Meltemoc
miró temeroso a la diosa y no pudo contestar ni una palabra. Ella volvió a
decirle:
-Grandes males has causado. ¿Acaso has pensado
alguna vez en los hermosos campos que has destruido? ¿Acaso has pensado alguna
vez en las vidas inocentes que segaste?
Meltemoc, sin poder pronunciar palabra, movió
negativamente la cabeza.
-Ahora pretendes -continuó la luna- que una
buena muchacha te conceda su amor. ¿Crees que alguien puede amar a un hombre
como tú?
Meltemoc, echándose de bruces sobre la tierra,
comenzó a gemir:
-¡Nadie podrá perdonar jamás mis crímenes,
nadie!
La luna volvió al cielo y cuando Meltemoc
quiso recuperarse vio que estaba rodeado por un grupo numeroso de sus
guerreros, los cuales, llevados por las lamentaciones de su jefe, habían ido
hasta allí.
-No me pasa nada -dijo Meltemoc. Vamos todos a
descansar, que mañana os diré algo muy importante.
Y sin decir nada más, volvieron todos a donde
habían acampado.
A la mañana siguiente, tras una noche en la
que el joven Meltemoc apenas pudo dormir, el jefe reunió a sus guerreros y les
dijo:
-No volveremos a luchar, salvo que seamos
atacados primero. Regresaremos a nuestra tierra en cuanto haya conversado con
el jefe de la tribu que habita esas montañas. Pero no le haremos la guerra,
aunque no consienta en mi matrimonio con su hija.
Los guerreros se miraron con asombro, mas
nadie se atrevió a replicar. Era mucha la convicción que el jefe pusiera en sus
palabras. Todos, sin excepción, habían sufrido transformación semejante a lo
largo de la noche, y deseaban abandonar la guerra y volver a trabajar
pacíficamente en los campos.
El jefe de la tribu de las montañas, a la
postre, negó a Meltemoc la mano de su hija.
-No me entregues a ese malvado hombre, padre
mío -le había suplicado la propia muchacha, sabedora de las andanzas de
Meltemoc. Dicen que es feroz y sanguinario. No permitas que me separe de tu
lado.
-No temas -le había contestado el jefe de la
tribu. No te entregaría a él aunque me ofreciera los más ricos presentes.
Cuando oyó la negativa, Meltemoc a punto
estuvo de estallar. Pero al instante recordó la aparición de la diosa y se
contuvo.
Al día siguiente, sin embargo, y por estar sinceramente
enamorado de la doncella, volvió a presentarse ante el jefe de la tribu que
habitaba en las montañas.
-Con justa razón -dijo humildemente- me has
negado a tu hija. Muchos crímenes he cometido, cierto es. Pero mi vida ha
cambiado, y de ahora en adelante no deseo otra cosa que hacer el bien para
compensar con ello el mal que he causado.
Quienes le oían no podían dar crédito a sus
palabras. No obstante, el jefe de la tribu aún dudaba.
-¿Y cómo puedo estar seguro de tu sinceridad?
Meltemoc se mostró sorprendido, abrió las
manos con el gesto de quien nada tiene, miró a los allí presentes, y no pudo
responder.
-¿Qué me dices, Meltemoc? -preguntó de nuevo
el jefe de la tribu.
-Tienes razón -contestó al fin Meltemoc; no
tengo más que mi palabra. No puedo ofrecerte otra seguridad. Pero cuando llegue
el séptimo mes del año de los venados, volveré a implorarte. Sabrás entonces si
he vuelto o no a hacer el mal.
Meltemoc y los suyos, pues, regresaron a sus
tierras.
Desde su regreso, Meltemoc demostró bien a las
claras que había cambiado sobremanera. Procuraba que la justicia reinase en la
tribu, y era el primero en someterse a los sacrificios exigidos por la
religión. La paz había vuelto a la meseta de Anahuac; los campos, hasta
entonces abandonados, florecieron de nuevo. Y las tribus vecinas perdieron el
temor que Meltemoc les inspirase.
El joven jefe de la tribu aún se lamentaba de
los males causados por su propia mano. Lloraba al recordar la mirada suplicante
de los indios a quienes causara la muerte. Lloraba al recordar la desesperación
de las mujeres violadas por sus hombres. Lloraba cuando los recuerdos le traían
las imágenes de tanta lestrucción... No deseaba sino reparar aquel daño.
Mientras, pasaba el tiempo y se aproximaba el
séptimo mes del año de los venados. Para saber cuál sería el día más propicio a
fin de iniciar el viaje. y pedir en matrimonio a la hija del jefe de la tribu
de las montañas, reunió a sus hechiceros. Estos, entonces, se dedicaron a
contemplar con suma atención el vuelo de los buhos y de los mochuelos, y al fin
vaticinaron el día más propicio.
Meltemoc, como ofrenda a los dioses, organizó
una ceremonia religiosa. Revestido con los atributos de su mando, avanzó lleno
de emoción tras los oficiantes. Cuando llegaron al bosque en donde se alzaba el
altar ritual, comenzó . a caer una fina lluvia que a todos caló. La lluvia se
hizo cada vez más fuerte, se empapó la tierra y la inquietud se aposentó en los
allí presentes. De súbito se desató una furiosa tempestad y todos los hombres
echaron a correr. Todos, salvo Meltemoc. El joven jefe, con el rostro iluminado
por una extraña felicidad, miraba al cielo sin importarle que el agua golpeara
con fuerza su rostro.
Se dejó sentir un trueno. Y tras el estampido,
Meltemoc oyó una voz:
-Soy el dios de las aguas, Meltemoc. El dios
Sol me envía para aconsejarte. Sabe de tus deseos por reparar el mal que has
hecho, pero tus fuerzas no serán suficientes para ello, ni lo será tu voluntad.
Sin embargo, tus deseos van a cumplirse. El bien que tanto anhelas, y que no
has podido hacer en vida, lo harás eternamente. Tu recuerdo vivirá por siempre
en estas tierras.
El dios de las aguas desapareció, y Meltemoc
sintió en aquel momento que sus piernas se hundían en la tierra reblandecida,
mientras una profunda sensación de bienestar le embargaba. Poco a poco, ante
los asombrados ojos de los que allí quedaban, Meltemoc fue perdiendo su forma
humana y en pocos segundos quedó convertido en un bello agave. Había surgido en
la tierra mexicana el magüey, planta de la que los indios sacaron, desde
entonces y para siempre, el vino; las telas, las agujas, el calzado, la
amalgama y los techos de sus casas.
Así, y en virtud de lo dispuesto por los
dioses, reparó Meltemoc el daño que causara cuando fue hombre.
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