Había una vez un próspero reino costero en el que el
grano crecía de tal modo como si hubieran sido plantadas tres semillas en
lugar de una. Los animales se multiplicaban con la misma regularidad con que
la noche sigue al día, y eran fuertes y hermosos y gordos.
Pero llegó un día en que se apareció por ahí un
terrible dragón, "negro como la noche y grande como el mar" al decir
de los habitantes. Pero lo más terrorífico era que no tenía sólo una cabeza,
¡sino tres! Y de cada una de sus bocas salía el aliento de la muerte y por su
mirada podía infundir un pánico imposible de controlar.
El dragón se presentó ante el despavorido rey y le
planteó una exigencia atroz: si no le era entregada la única hija de éste, arrasaría
con todo el reino.
El rey cayó bajo el embrujo del terror de la mirada
del dragón y accedió a sus demandas. Hizo traer a la bella princesa y la envió
al pie de una verde montaña que se erguía junto a las costas del mar.
Y allí se quedó la desgraciada joven, sola, muerta de
miedo y llorando por el triste final que la esperaba, mientras la tarde caía y
el cielo se ponía rojo como la sangre.
De pronto, la muchacha vio que aparecía en la lejanía
una figura voladora que se le iba acercando. Poco a poco, fue distinguiendo
que se trataba de un joven hermoso, que llevaba armadura y yelmo del mismo
color rojo sangriento del cielo. El jinete, montado en un bravo corcel también
rojo, avanzó más aún y pisó tierra. Lo acompañaba un perro de caza del mismo
color que el caballo.
El gallardo guerrero se detuvo junto a la joven y le
preguntó:
-¿Qué sucede? ¿Por qué lloras? ¿Por qué estás aquí?
La princesa se secó las lágrimas de su bello rostro y,
con una voz entrecortada por la angustia, le respondió:
-Mi padre me ha enviado aquí para que sea devorada por
un terrible dragón que le impuso esa exigencia. De no cumplirla, la bestia
inmunda ha prometido devastar completamente el reino.
-¡Yo te defenderé del dragón! -le dijo con palabras
firmes el joven guerrero.
Acto seguido, el desconocido descendió del caballo y
se puso a montar guardia junto a la joven.
El tiempo pasaba y el guerrero comenzó a sentir sueño,
entonces, se acercó a la princesa, que estaba sentada sobre la tierra, y
recostó la cabeza en el regazo de ella. Entrecerró los ojos y la joven comenzó
a acariciarle los cabellos.
De pronto, el cielo se volvió negro como noche sin
luna y las olas del mar empezaron a encresparse con furia. Y en breves minutos,
se desató una terrible tormenta que comenzó a azotar el mar y la tierra como si
fuera el fin del mundo.
Y entonces, entre las tumultuosas olas, emergió una
pata gigantesca cubierta de escamas y se hundió en la arena mojada; luego,
una segunda... De entre las olas salieron a la superficie un par de cuernos y,
finalmente, una cabeza aterradora, en seguida otra más y por último una
tercera.
El dragón de tres cabezas, ya completamente fuera del
mar, se empezó a acercar hacia la pareja. Avanzaba despacio, porque las patas
se le hundían en la arena húmeda debido al considerable peso de su cuerpo.
La princesa, aterrada, miró sorprendida al joven que
seguía durmiendo plácidamente sobre su regazo, sin parecer que lo molestara ni
la lluvia ni el viento ni el temblor de la tierra ni los rugidos de la bestia
que se aproximaba.
Desesperada, ella lo despertó y, con premura, lo
impuso de la situación peligrosísima en la que se hallaban. Él reaccionó y de
un salto se puso de pie. Montó rápidamente sobre su brioso corcel volador y,
con ánimo decidido, se aprestó al combate, inmune al terror que inspiraban la
mirada de esos ojos terribles y la figura toda de esa bestia rugiente.
El dragón dio furiosas dentelladas, pero el joven,
bien adherido a la montura de su caballo alado, las pudo esquivar hábilmente.
El guerrero esgrimía su espada con certeza y la lucha se prolongó durante
mucho tiempo.
La princesa observaba todo, alejada del escenario del
combate, y temblaba y sufría inmensamente ante cada acometida del dragón; y
cada vez que su salvador lograba herir al monstruo, ella respiraba aliviada y
aplaudía con esperanzado entusiasmo.
La batalla continuó hasta que el joven guerrero logró,
de un tajo, cortar una de las cabezas del maléfico dragón. La bestia, rugiendo
de dolor y furia con las fauces de las otras dos cabezas, se retiró lentamente.
El héroe puso pie en tierra y se quedó observándolo hasta que su derrotado
contrincante se internó en la profundidad del mar.
La doncella se acercó hacia su salvador para
agradecerle lo que acababa de hacer por ella, pero el joven montó sobre su rojo
caballo volador, tomó altura y se perdió en la inmensidad de los cielos.
La princesa, exhausta y desconcertada por la actitud
de tan valiente caballero, tomó con aprensión la cabeza sin vida, elite el
dragón había abandonado en la arena, y la escondió bajo una pila de rocas que
se encontraban al pie de la montaña verde. Y luego, a paso rápido, regresó a
su castillo, sin ningún sentimiento de rencor hacia su padre, sino esperando
ver la alegría reflejada en sus ojos y en los de toda la gente del pueblo.
Pero, en cuanto empezó a acercarse al castillo, no vio
otra cosa que el miedo en los rostros de las personas con las que se iba
encontrando por el camino.
Los sirvientes, al verla llegar sana y salva,
corrieron a darle la noticia a su señor.
Su padre la recibió rápidamente envuelto en un manto
de pánico.
-¿Qué haces aquí, hija?
-¡Oh!, padre mío... -exclamó ella, a su vez,
tendiéndole los brazos y estrechándolo contra su pecho unos instantes, para decir
enseguida, entre lágrimas emocionadas: un joven valiente llegó volando de los
cielos montado en un caballo de color rojo, venció al dragón y me ha salvado,
padre, ¡me ha salvado!
-¿Pero qué... qué es lo que dices?
-El guerrero rojo ha cortado una de las tres cabezas
del monstruo. Y aquí estoy, contigo otra vez, padre mío, como antes... ¡Viva
yo y a salvo tu reino!
El padre, separándose de los amantes brazos de la
hija, reflexionó un momento y luego le dijo unas palabras que ella jamás
hubiera esperado escuchar:
-Eso significa que el dragón no ha muerto. Y si el
guerrero que tú dices no te ha acompañado hasta aquí es porque se marchó para
siempre. Pero el dragón volverá, y si tú no estás allí, arrasará con todo
nuestro querido reino. ¡Debes regresar inmediatamente!
-¡Pero... padre!
-Si el dragón no está muerto aún, cumplirá su amenaza.
¡Regresarás!
La princesa, con un nudo de hierro en la garganta,
bajó la cabeza apesadumbrada y vencida. Salió del castillo para regresar al
pie de la fatídica montaña, pero esta vez, escoltada por los soldados del rey,
que la abandonaron no bien llegaron al lugar indicado y regresaron de
inmediato al castillo.
Ya era de noche.
La princesa tenía el corazón destrozado y lloraba
lágrimas de profunda amargura, porque no podía creer lo que le había hecho su
propio padre.
De pronto, una brisa fresca pareció acariciarle los
cabellos. Ella levantó su dulce mirada de hermosos ojos enrojecidos por el
llanto y la puso en el cielo nocturno plagado de estrellas bajo la regencia
absoluta de la luna. El espectáculo de ese cielo estrellado la distrajo unos
instantes de su dolor y su tragedia. En un momento, le pareció que una de esas
estrellas se acercaba a la Tie rra...
Y entonces, la joven deseó que en esa estrella viniera su salvador para
rescatarla por segunda vez.
Esa luminosidad se fue acercando velozmente y, a
medida que se fue aproximando a la princesa, ésta vio que, en efecto, se trataba
del mismo joven, aunque en esta oportunidad vestía una armadura plateada y
volaba montado sobre un caballo blanco como la leche. En su mano portaba una
filosa espada en la que se reflejaba el brillo de la diosa Luna.
El caballo se posó suavemente sobre la tierra verde,
el galante caballero se bajó de su montura y acercándose a la muchacha la
saludó con una reverencia:
-Hermosa princesa, ¿qué haces nuevamente aquí?
La princesa rompió a llorar, pero haciendo un esfuerzo
supremo se sobrepuso y le explicó:
-Volví a mi castillo y le conté lo sucedido a mi
padre, pero como el dragón no está muerto, él teme que regrese y cumpla con su
amenaza, por lo que me ha enviado nuevamente aquí para que sea devorada por la
horrible bestia.
-No sufras ni llores. Ten por seguro que el dragón no
te hará daño alguno.
Y sin decir más se puso a montar guardia a su lado.
El tiempo pasaba y el sueño comenzó a vencer al
plateado guerrero. Recostó la cabeza en el regazo de la joven doncella y entrecerró
los ojos, mientras ésta le acariciaba los cabellos tal como lo había hecho
antes.
En cuanto el hombre se quedó dormido, un manto de
oscuridad total cubrió la luz de la luna y de las estrellas. El mar se
embraveció y con sus olas batió con atronadora fuerza las rocas de la costa.
Pronto apareció nuevamente el dragón, pero esta vez se
mostraba mucho más furioso que la primera. El cuello de la cabeza cercenada
pendía lánguido entre sus patas.
La princesa empezó a temblar de pavor y despertó al
guerrero, que se montó rápidamente en su caballo volador y le presentó pelea
a la bestia.
Ambos contendientes usaban todas las armas y
estrategias que estaban a su alcance, pero ninguno lograba hacer mella en el
otro. La doncella real seguía con angustiosa atención toda la pelea sin poder
creer lo que veían sus ojos.
Finalmente el valiente guerrero logró abrir un hueco
en las defensas del dragón, que lo atacaba con sus dientes, garras y cola, y
pudo cortarle una segunda cabeza de un solo tajo.
La bestia pegó un aullido estridente y en un rápido
movimiento giró y comenzó a retirarse, hasta que se internó en las encrespadas
olas del mar.
La princesa corrió al encuentro de su salvador, pero
éste se alejó volando y pronto se perdió en la oscuridad de la noche.
Ella tomó la segunda cabeza del dragón, la llevó al
lado de la primera que había escondido y las ató entre sí por sus barbas, para
volver a ocultarlas bajo las mismas rocas.
La princesa regresó al castillo de su padre. Esta vez,
tan pronto le dieron el aviso y mucho antes de que ella llegara al salón
principal, el rey, sin el menor gesto de amor paternal, la interceptó y le
ordenó:
-¡Debes regresar ya mismo!
-¡Pero... padre mío! El dragón ha perdido su segunda
cabeza, no va a volver.
-Sí, lo hará, y tú debes estar allí como le he
prometido. ¡Quedate a la orilla del mar y no te atrevas a regresar aquí!
La princesa fue escoltada nuevamente por los soldados
del rey, que la dejaron al pie de la colina verde, frente al mar.
La inocente muchacha lloró mucho más que antes, pues
la fría y tajante orden de su padre la había herido mucho más de lo que podía
herirla ningún dragón del infierno.
La noche se fue retirando de a poco, dejando paso a la
claridad de un nuevo amanecer. El aire se tornó más fresco y los pájaros comenzaron
a piar. Una brisa cálida le reconfortó el rostro y a la princesa, que no había
cesado de llorar, entrevió que un rayo de sol se acercaba hacia ella. Se secó
las lágrimas con sus dos manos para ver mejor y al mirar nuevamente reconoció
al joven caballero, que regresaba "para rescatarme -pensó ella, con
alegría- ¡una vez más!". Pero en esta ocasión su bravo corcel volador era
del más puro color amarillo y su armadura tenía el color verde de los campos en
primavera. En su mano el jinete portaba una espada hecha de luz solar.
El caballo se posó suavemente en tierra y el guerrero
desmontó y se aproximó a la muchacha.
-No temas, dulce princesa. El dragón, ahora, sólo
tiene una cabeza; si se atreve a aparecer, lo mataré de una vez por todas.
La princesa sonrió y agradeció su actitud. Al rato, él
se quedó dormido en su regazo mientras ella le acariciaba los cabellos.
De pronto, los pájaros se callaron y se produjo un
silencio sepulcral. La oscuridad comenzó a adueñarse de los cielos y las olas
del mar comenzaron a agitarse y a romper con furia contra las rocas de la
costa.
Entonces, por tercera vez, hizo su aparición el
maléfico dragón. Y, a pesar de tener sólo una cabeza, parecía más poderoso y
terrible aún que antes.
La princesa despertó al guerrero y éste montó
velozmente su brioso caballo volador y se lanzó al ataque.
El dragón trató de derribarlo, ya desde el inicio
mismo del combate, con un golpe de su cola escamada, pero falló; luego intento
atraparlo con sus filosas garras, pero el caballero las eludió y, a su vez, las
golpeo con el filo de su espada lumínica.
La bestia estiró su cuello y atacó con feroces
dentelladas, pero el impecable caballo amarillo logró esquivarlas sin
dificultad.
El guerrero esperó el momento apropiado y finalmente
lanzó un certero tajo con su espada de luz y cortó la tercera y última cabeza
del dragón.
Un rugido agónico barrió con la oscuridad del lugar, y
a medida que la vida se escapaba del cuerpo de la bestia, el mar iba volviendo
a su ritmo habitual. Por último, cuando el cuerpo del dragón cayó sin un solo
hálito de vida, se transformó en un charco de agua y formó un círculo en la
arena de la playa.
La princesa corrió hacia su salvador, pero, tal como
había sucedido en las ocasiones anteriores, el héroe se marchó volando y
pronto se perdió en los inmensos cielos celestes, confundiéndose con un rayo
más de sol.
La doncella arrastró la cabeza del dragón por la costa,
la ató por las barbas a las otras dos y volvió a esconderlas bajo un montón de
rocas.
Y regresó al castillo de su padre, quien salió
inmediatamente a recibirla.
-No puedes enviarme nuevamente a morir, porque el
dragón yace muerto.
-Si es como tú dices, entonces podrás mostrarme sus
restos.
-Acompáñame a la costa y tus mismos ojos lo
comprobarán.
La princesa, el rey, toda su corte y una gran cantidad
de caballeros del reino partieron del castillo y pronto llegaron a las orillas
del mar, al pie de la montaña verde donde había tenido lugar la terrible
batalla.
El rey y los caballeros comprobaron que, en efecto, el
dragón estaba muerto.
-Dime, hija mía -dijo el rey, ¿has visto el rostro de
tu salvador?
A lo que la doncella respondió:
-No, padre, la primera vez vestía armadura y yelmo
rojos como la sangre. La segunda vez tenía armadura y yelmo plateados, y la
última vez tenía una armadura y yelmo de color verde.
De uno en uno por vez, algunos de los caballeros de la
corte le fueron diciendo al rey que habían sido ellos quienes habían dado
muerte a la terrible bestia.
La princesa escuchaba, indignada, las mentiras que
llegaban a sus oídos, porque ella estaba convencida en su corazón de que
ninguno de esos hombres había sido su salvador y gritaba desacreditándolos por
sobre el rugido del mar y las palabras de todos los presentes.
-Sólo aquel de vosotros que logre desatar los nudos
con los que até las tres cabezas del dragón, es el que las ha cortado.
El primero de los caballeros se acercó haciendo gala
de sus armas y armaduras que brillaban ruidosamente al son de sus metales,
pero no pudo desatar los nudos por más que lo intentó con todas sus fuerzas.
El segundo también dio un paso al frente haciendo gala
de su porte de caballero, pero falló como el primero.
Y así fueron pasando todos los caballeros, hasta que
al final ninguno pudo desatar las tres cabezas unidas del dragón.
Cuando todos y cada uno de los caballeros ya había
realizado su intento apareció volando el guerrero desconocido, montado sobre su
hermoso corcel. De a poco, fue descendiendo suavemente hasta que los cascos de
su caballo se posaron sobre la arena de la playa. El bravo jinete desmontó y
caminó erguido hacia el lugar donde se encontraban las tres cabezas anudadas
del dragón. Con un rápido movimiento de sus diestras manos deshizo los nudos y
las tres cabezas rodaron unos metros sobre la arena.
-¡Él, él es mi salvador! -gritó la princesa y empezó a
correr con los brazos abiertos a su encuentro.
El héroe la recibió abriendo los suyos, a su vez, y la
estrechó contra su formidable pecho al mismo tiempo que la besaba apasionadamente.
Entonces, los caballeros mentirosos se retiraron
derrotados y el rey le dio, ahí mismo, la bendición a la feliz pareja para que
se uniese enseguida en matrimonio.
0.024.3 anonimo (celta) - 016
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