Había una vez, hace mucho tiempo, una princesa tan bella
y hermosa como las flores en primavera. Su voz era una melódica combinación de
los trinos de los pájaros con el murmullo de los arroyos. Su piel era suave
como la seda y sus ojos parecían dos estrellas refulgentes en la noche de su
oscuro cabello.
Fraoch era un guerrero formidable que no le tenía
miedo a nada ni a nadie. Sus brazos eran musculosos y sus ojos tenían la profundidad
del cielo. Había vivido muchas aventuras y visto muchas cosas increíbles, pero
no estaba preparado para enfrentarse con lo que habría de sucederle.
El día en que el joven Fraoch encontró a la mujer más
hermosa de toda su vida había salido a cazar -su deporte favorito- montado en
su brioso corcel y munido de su arco labrado y su viejo carcaj lleno de
flechas.
Una tarde esta princesa había salido a dar un paseo
por el bosque y a recoger algunas bayas silvestres. Pues ella sólo hallaba verdadera
alegría en medio de los árboles y no entre los muros fríos y desnudos del
castillo en el cual vivía.
Y el destino quiso que los caminos de ambos jóvenes se
cruzaran.
El valeroso Fraoch estaba persiguiendo un venado
cuando, de pronto, sintió el canto más dulce que jamás hubo escuchado; entonces,
abandonó la persecución de su presa y agudizó sus sensibles oídos, que le
indicaron el lugar de donde provenía aquel canto celestial. Comenzó a
aproximarse lentamente y pronto vio una hermosa silueta, casi oculta entre las
verdes hojas del espeso follaje.
La muchacha sintió sobre ella una insistente y
penetrante mirada, decidió callar y se puso a observar a su alrededor tratando
de encontrar qué animal o persona la miraba de esa forma. Y entonces
descubrió, entre medio de las tupidas ramas y troncos del bosque, al joven
cazador.
El noble Fraoch había conocido, en el transcurso de
sus aventuras, a muchas doncellas hermosísimas, pero la mujer que tenía ante
sus ojos las superaba a todas, y ahora, en el distante recuerdo, aquellas le
parecían casi feas y sin gracia.
Por lo tanto, no pensándolo dos veces, se bajó del
caballo y caminó decididamente hacia ella, .sin dejar de mirarla ni por un solo
momento
La dulce princesa no pudo soportar esa mirada de varón
y se sintió tan avergonzada que sus mejillas se ruborizaron de golpe; entonces,
con un rápido movimiento de su mano, se cubrió los ojos con su cabello negro,
como si hubiera temido que ellos develaran ante el desconocido el rubor de su
alma también.
Sin embargo, Fraoch no detuvo su marcha, pues la
timidez de la muchacha había enardecido aún más su deseo y ansiaba con
vehemencia besar aquella boca de labios deliciosos, rojos y apetecibles.
Siguió aproximándose hasta que se detuvo frente a ella. Le sonrió, haciendo una
reverencia, y a continuación, intentando mantener la compostura, le dijo:
-La hermosura del bosque palidece a tu lado. Todos los
hombres pasan toda su vida buscando a la mujer ideal y yo he recibido la
gracia de los dioses, porque te he encontrado.
La princesa volvió a sonrojarse visiblemente, pero sin
poder evitar sonreírle a tan locuaz desconocido.
-Eres hombre, y un guerrero y un cazador, por lo
visto. ¿Cómo puedo estar segura de que lo que me dices es la más pura verdad
y no sólo un comentario galante más de los que, seguramente, acostumbran salir
de tus labios?
El joven guerrero comprendió que se hallaba no sólo
ante una mujer hermosa sino también rápida de mente y palabra. Sin dejar de
sonreír le respondió:
-Porque soy un hombre de honor, porque nunca miento y
porque todo lo que de mí dependa te lo daré, si tú me lo pides.
La muchacha quedó sorprendida por la respuesta del
guerrero y éste, a su vez, prosiguió diciendo:
-¿Qué puedo hacer por ti, bella princesa? ¿Cómo puedo
demostrarte que mi amor a primera vista y mi súbita devoción por ti son de la
clase más pura?
La muchacha se tomó su tiempo para pensar y finalmente
dijo:
-He salido de mi castillo para pasear y recoger
algunas bayas silvestres, sin embargo, me han dicho que existe un árbol que posee
las bayas más rojas y deliciosas que hombre alguno probó jamás. Se dicen que
son mágicas...
El joven Fraoch, ansioso, la interrumpió diciendo:
-Si te regalo esas bayas, ¿creerás en las palabras de
mi corazón?
-No habría mejor manera de demostrarlo -repuso rápidamente
ella.
Ambos sonrieron mientras se miraban a los ojos. El
valeroso guerrero, entonces, le volvió a preguntar:
-LY dónde crece el árbol que posee estas bayas
exquisitas?
-Dicen las ancianas que, del otro lado del Lago Negro,
existe un árbol que contiene muchas bayas rojas y mágicas durante todas las
estaciones del año.
-Pues ¡por mi honor, prometo traerte esas bayas para
que besen tus hermosos labios!
Los dos jóvenes quedaron, entonces, en encontrarse en
el castillo de la princesa. El valeroso Fraoch regresaría con las bayas rojas
y la dulce princesa accedería a casarse con él.
Sin perder tiempo, el ágil jinete montó sobre su
caballo y partió al galope hacia el famoso Lago Negro.
Anduvo muchos días y muchas noches hasta que, finalmente,
llegó hasta el lugar donde lo aguardaba, del otro lado del lago, el árbol que
contenía no sólo las bayas rojas mágicas prometidas a su amada, sino también
la llave de su futura felicidad junto a ella.
El joven Fraoch se apeó del caballo y ató las riendas
de su montura a unos matorrales que crecían en el borde junto a un árbol de la
orilla. Agudizó su vista y por fin distinguió, en la otra orilla del lago, el
ansiado árbol, tan cargado de bayas rojas, que estaba doblado y parecía una
persona que estuviese haciendo un terrible esfuerzo por sostenerlas.
Miró luego las aguas oscuras del lago, que permanecían
en la más absoluta calma, observando que, por lo visto, ni los insectos se
atrevían a perturbar aquellas aguas tan mansas.
El valiente Fraoch miró hacia un lado y hacia el otro
y no descubrió bote o embarcación alguna. Tampoco ninguna casa, cabaña o
refugio. Nadie vivía a la orilla de ese lago y para llegar al otro lado debería
hacerlo nadando.
Y fue en ese momento, en el preciso instante en que
posó su profunda mirada sobre las oscuras aguas, cuando sintió que los
recuerdos se agitaban en su mente y en su corazón. Recuerdos antiguos clue
creía olvidados para siempre. Su madre... su madre le había dicho algo una
vez...
Y de pronto recordó las exactas palabras que ella
había pronunciado hacía ya muchos años, cuando él era aún pequeño:
"La druidesa que te ayudó a nacer tuvo una visión
y me ha revelado tu geis[1]:
nunca nades en aguas oscuras."
Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, que era tan
blanco como la nieve más pura. Y por un momento, por un instante tan pequeño
como el ojo de una mosca, Fraoch dudó. Pero al recordar la hermosura de la
mujer que lo recibiría con sus brazos abiertos para convertirse en su esposa,
toda duda se desvaneció de su mente y de su corazón.
Y entonces, sin perder un solo momento más, Fraoch se
internó en las aguas oscuras contra todo geis y por amor.
La aparente calma del Lago Negro se rompió de golpe,
mientras el guerrero comenzaba a avanzar con soltura y determinación por ellas
y aún haciendo pie. Las ondas concéntricas que empezaron a producirse sobre la
superficie, en el medio del lago, pronto se fueron extendiendo hasta
envolverlo por completo.
Y la bestia despertó.
En su infinito letargo, el dragón que vivía anudado
entre las raíces del árbol de las mágicas bayas rojas sintió la perturbación en
el agua. Abrió sus monstruosos ojos verdes y vio al intruso que se aproximaba a
través del agua y de la oscuridad.
Comenzó a desplegar sus anillos y a prepararse para
atacar al intruso, a aquel que deseaba, seguramente, quitarle los frutos del
árbol que tanto amaba y que durante tanto tiempo había cuidado.
Fraoch, muy a su pesar, ya avanzaba despacio y
dificultosamente porque el agua del lago era demasiado densa y casi le llegaba
hasta el cuello. Sin embargo, él continuó caminando decidido hacia su
objetivo, hasta que no hizo pie y, entonces, comenzó a nadar.
De pronto, su instinto de guerrero le advirtió del
peligro inminente. Desen-fundó la espada y se quedó muy quieto y expectante.
El dragón, a su vez, se movía lentamente, casi de
manera imperceptible, pero el agua no pudo evitar agitarse un poco alrededor
de sus anillos y las tenues ondas se expandieron.
Fraoch visualizó, de pronto, esas nuevas ondas en el
agua. "Algo" se estaba aproximando hacia él con una lentitud atemorizante...
Giró su espada en el aire y colocó la filosa punta hacia abajo, mientras tomaba
la empuñadura con ambas manos. Inspiró profundamente y esperó el momento
oportuno, el momento en el cual "eso" que todavía avanzaba por debajo
del agua y se acercaba a él estuviera a su alcance.
Fue entonces cuando hundió su espada con todas sus
fuerzas en las negras y espesas aguas del lago.
Por cierto, una monstruosa criatura habría de ser la
que chilló de eso modo espantoso, cuando la larga y filosa hoja se enterró en
ella haciéndola retorcerse con un espasmo tan grande, que se extendió por todo
su cuerpo y llegó hasta su extremo, ése que aún permanecía anudado a las raíces
del árbol.
Fraoch, que aún no divisaba claramente a la bestia,
escuchó que el tronco del árbol de bayas crujió como quien se quiebra de dolor
y lo vio inclinarse aún más sobre las oscuras aguas.
Entonces, retorció la espada en el cuerpo de la bestia
-aún sumergida-, hasta que ésta asomó de pronto, mostrando sus filosos dientes
y clavándole una feroz e insoportable mirada con sus ojos verdes, brillantes y
amenazadores.
El joven guerrero supo que el daño que le había
infligido al dragón no lo hahía lastimado lo suficiente, sólo lo había enfurecido
aun mas, pues el tamaño de aquel monstruo superaba en nmucho lo cl que bahía
podido llegar a imaginar.
El dragón lanzó, entonces, varias dentelladas que
Fraoch esquivó apenas por muy poco. Rápidamente, el joven se recuperó de su
estupor y volvió al ataque atravesando el cuerpo de la fabulosa criatura con
su espada en varias partes.
La bestia comenzó a retroceder hacia el árbol y a
desplegar, allí, el resto de su cuerpo para atrapar al guerrero entre sus
anillos.
En un momento, Fraoch sonrió, en un gesto de alivio,
al ver que la criatura retrocedía ante sus embates, y continuó combatiendo y
avanzando sobre ella y hacia el árbol.
Pero de pronto, el joven guerrero se sintió atrapado:
los anillos del dragón lo habían envuelto como una enredadera carnívora y lo
apretaban para intentar hundirlo en el lago. Y la cabeza de la bestia,
entonces, se levantó sobre el agua y volvió a mirarlo con esos terribles ojos
verdes.
Fraoch sacó todo el aire de sus pulmones abruptamente
y aprovechó el momento en que los anillos aflojaron la presión en su cuerpo
para tomar la daga que pendía de su cintura. Cuando el dragón volvió a apretar,
la daga se hundió en su carne. El monstruo aflojó y volvió a apretarlo
variando la posición, pero la daga volvió a hundirse en su cuerpo otra vez. Y
cuando la bestia intentó, por tercera vez, esa estrategia letal, Fraoch ya
había recuperado el aliento y el manejo de su espada, y en seguida pudo
efectuar dos nuevas punciones entre los anillos de la bestia.
El dragón, muy malherido, se replegó y Fraoch avanzó
decididamente, comba-tiendo con su espada y su daga. Llegó junto al árbol y el
dragón se guareció entre las raíces sin dejar de dar, a su vez, dentelladas que
no lograban alcanzar al héroe.
En un momento, Fraoch atacó con los filos de sus dos
armas y con tal furia, que terminó cortando a la bestia, el tronco, las ramas
y las raíces del árbol.
En cuanto el dragón vio lo que el humano le hacía a su
protegido de las bayas rojas se levantó de súbito y terminó por arrancar de
cuajo al viejo árbol, que cayó al lago de aguas oscuras, hundiéndose
inmediatamente.
Fraoch, que manejaba la espada de la manera más hábil,
acometió contra la maléfica criatura sin darle respiro.
El dragón sintió que su fin estaba próximo, por lo que
recurrió a sus poderes mágicos y, de pronto, desapareció.
El joven guerrero buscó, en vano, a su enemigo por
todos lados. La superficie del lago negro estaba tranquila y las únicas ondas
que se movían en la superficie eran las que su propio cuerpo provocaba.
Pero de pronto, un olor nauseabundo atacó sus fosas
nasales impidiéndole casi respirar. Las aguas corruptas que lo rodeaban se
volvían cada vez más espesas y el valiente enamorado debía realizar cada vez
mayores esfuerzos para mantenerse a flote.
El miedo comenzó a atenazar su alma. Enderezó hacia la
orilla y recomenzó a nadar con denuedo, pero con cada brazada el agua se hacía
más y más pesada y pestilente. Y de pronto se dio cuenta de que esas aguas
entre las que se movía no eran naturales, pues parecían tener vida... ¡Era el
dragón!
"La maldita bestia ha utilizado su antigua
magia" -pensó para sí el valeroso Fraoch.
Empuñando su espada una vez más, empezó a golpear y a
cortar con furia las espesas aguas del Lago Negro, pero allí donde el filo del
arma cortaba no había nada más que la sustancia acuosa y ésta se separaba y
volvía a unirse sin dilación.
Entonces llegó el fatídico momento en que el cansancio
se apoderó del cuerpo del muchacho, sus músculos y sus reflejos comenzaron a
fallarle, los movimientos de las piernas y de los brazos para mantenerse a
flote se volvieron cada vez más lentos e ineficaces y, finalmente, empezó a
hundirse.
Pero no se entregó, pues mientras se hundía soltó la
espada y puso todas sus fuerzas físicas y anímicas en volver a la superficie
para aspirar una bocanada de aire puro. A duras penas lo consiguió, pero no
pudo flotar por mucho tiempo porque las pestilentes aguas negras pronto
volvieron a ejercer una terrible presión sobre él y lo arrastraron hacia lo
hondo.
Fraoch ya no tenía energía, sus vigorosos miembros no
le respondían y, bajo las aguas, la presión del dragón de cuerpo acuoso se
hizo mayor aún.
El joven apretó, entonces, los dientes dejando escapar
un resoplo que se transformó en una cadena de burbujas que emergieron a la
superficie con una lentitud mortal. E hizo un último intento para no morirse
en otro lugar que no fueran los brazos de su adorada princesa, pero no lo
consiguió.
El cuerpo del guerrero, blanco como las nubes de un
cielo de verano, se hundió para siempre en los abismos del Lago Negro.
0.024.3 anonimo (celta) - 016
[1] El antiguo término celta geis (en plural,
geasa) define un temido hechizo muy difundido en Irlanda, que involucra una
prohibición, una obligación o ambas cosas a la vez. Constituye un símbolo de la
tradición shamánica, que revela el alcance de los rituales druídicos. Como
prohibición puede impedir cualquier cosa, desde comer un determinado alimento
hasta usar un color de ropa. Como obligación constituye un deber ineludible y
coacciona bajo pena de responder, de otra manera, ante los dioses. En la
mayoría de los mitos, cuentos y leyendas de la cultura celta, los más grandes
guerreros reciben un geis que, en algún momento de su vida, deben quebrantar,
encontrando de esa forma su fin.
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