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sábado, 24 de agosto de 2013

El nacimiento del sol

Cuando todo en la tierra era oscuridad, nada crecía. Las plantas eran de piedra y los hombres, al no poder ver, se morían de hambre o eran devorados por gigantescos animales que con ellos topasen en los negros bosques. Así las cosas, y al considerar los dioses que la tierra no debía ser ese lugar de tanto espanto, celebraron una reunión en la que encargaron a un joven dios la tarea de procurar la luz al mundo. Pero no se trataba del más inteligente de los jóvenes dioses; era, por el contrario, poco hábil y nada hermoso.
Se llamaba Nanahuatzin y aceptó con mucha humildad la tarea encomendada. Otro dios, que gozaba de gran estima en la corte celestial, se brindó a ayudarle. Se llamaba Teccuciztecatl y era el dios de las costas rocosas y de las playas.
Nanahuatzin y Teccuciztecatl, antes de poner manos a la obra, se dieron al ayuno para purificarse convenientemente, al objeto de que el sol que deberían crear alumbrase la tierra sin mácula. Concluida la expiación, hicieron una hoguera sobre la que echaron sus ofrendas. Las de Teccuciztecatl eran ricas: oro, plata y piedras preciosas. Nanahuatzin no hizo sino modestos ofrecimientos: hojas, cañas y espinas teñidas de rojo con la propia sangre de una vena que se cortara. Los demás dioses se rieron de él.
Llegó el momento de la creación. Los dos dioses, juntos, encendieron una nueva hoguera. Teccuciztecatl fue el primero en intentar arrojarse a ella, pero como se quemaba desistió. El humilde Nanahuatzin, sin embargo, desapareció sin aspavientos consumido por las llamas. Los dioses, entonces, se rieron de Teccuciztecatl.
Mientras toda la corte celestial elogiaba el comportamiento del modesto y feo dios, una gran luz se hizo en los cielos. Era Nana-huatzin, que se había convertido en el sol. Los dioses condenaron a Teccuciztecatl a ser la luna, para que únicamente pudiera alumbrar merced al dios Nanahuatzin.
El sol y la luna, sin embargo, permanecían inmóviles. Quetzal-coatl, para que tuvieran movimiento, para que señalasen el curso de los días y de las noches pidió a los otros dioses su sacrificio; solicitó de ellos que se arrojaran a una hoguera. Lo hicieron, no sin reparos. Y cuando quedaron reducidos a cenizas, Quetzalcotl y su hermano Xolotl, el dios de la magia, soplaron las mismas contra el sol y la luna para que se movieran.

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