En un tiempo remoto habitaron los cielos dos
dioses: Ometeotl y su esposa Omecihuatl. Una mañana, tras noche de lujurioso
amor propiciado a los dioses por la ingestión de un licor de cardos, Omecihuatl
parió un cuchillo de piedra. Como no era un pequeño dios lo que pariese, arrojó
el cuchillo desde los cielos a la tierra.
Cuando la punta del cuchillo se hincó en la
tierra, diez bravos guerreros salieron del agujero que hiciera. Pero se
encontraron solos en aquella inmensidad.
-Queremos, madre nuestra, que pongas siervos a
nuestro ser-vicio.
-Ese no es un pensamiento recto -dijo
Omecihuatl. Vosotros, bravos y nobles guerreros, estáis llamados a cumplir
misiones que nada tienen que ver con la pereza ni con los placeres. Por ser
hijos de dioses debéis aspirar a muchas más cosas que a la simple satisfacción
de vuestras necesidades; vuestras miras, por ello, deben ser idénticas a las de
los dioses.
-Nada tiene que ver con nosotros la divinidad
-dijo el que se erigiera en jefe de los guerreros; los guerreros somos hombres
de valor, cuya fiereza no deben alterar pensamientos filosóficos o religiosos.
Amamos esta tierra, sí; mas también amamos lo que otorga a sus moradores: el
vino, la carne de los animales, los rayos del sol que caen sobre ella... Sólo
necesitamos siervos que cacen para nosotros y que nos procuren el vino de las
viñas.
La diosa Omecihuatl, furiosa, no quiso seguir
escuchando tanta insensatez. Los diez guerreros, por su parte, se pusieron a
deam-bular por aquellos parajes, hasta que sus pasos les condujeran al reino
subterráneo de Mictlan, del que era soberano Mictlantecutli, el rey de las
tinieblas.
-Escúchanos, Mictlantecutli -dijo entonces el
jefe de los guerreros. Las catástrofes habidas en los últimos tiempos han
dejado sin moradores la tierra. ¿No tendrás en tu poder los huesos o la piel de
los hombres que murieron?
Estaban seguros los guerreros de que,
vertiendo su propia sangre sobre la piel o sobre los huesos de los muertos, las
víctimas de las lluvias torrenciales y de los terremotos volverían a la vida,
con lo cual podrían repoblar la tierra llenándola de siervos que trabajasen
para ellos, que sirvieran a la raza escogida de los guerreros.
-Que venga hasta mí uno de vosotros. Yo le
daré el hueso de algún muerto -dijo el rey de las tinieblas.
Pero ninguno de aquellos bravos guerreros se
atrevía a penetrar en el reino misterioso de Mictlan. Llamaron en su ayuda,
pues, a Xolotl, el dios de la magia, que era hermano gemelo de Quetzalcoatl.
El reino de las tinieblas era un lugar oscuro
y en el que se enseñoreaba el humo. Parecía el seno de un volcán amansado. No
sin ciertas precauciones llegó al fin Xolotl ante Mictlantecutli, que estaba
sentado junto a su esposa Mictlancihuatl, la gobernanta de los espíritus de la
muerte.
-He venido hasta aquí en busca de los huesos
de un muerto -dijo el dios de la magia.
-Esa no es tarea sencilla -le respondió
Mictlantecutli gravemente; se trata de hombres que murieron por causar el enojo
de los dioses. ¿Estás dispuesto a correr un riesgo tan grande?
-El peligro es nuestra vida -dijo Xolotl con
mucha convicción. Concédeme lo que te pido.
El rey de las tinieblas, entonces, le dio un
hueso de humano, y el dios de la magia echó a correr de inmediato en dirección
a la tierra.
-¡Vuelve aquí! -gritó Mictlantecutli, ya que
súbitamente había cambiado de opinión.
Era demasiado tarde. Xolotl, en su carrera,
apenas veía por dónde pisaba. Tropezó, se golpeó contra el suelo, y el hueso se
partió en dos trozos de los cuales uno era grande y el otro pequeño. Xolotl
pudo, no obstante, recuperar los dos trozos. Se levantó maltrecho, pero así y
todo pudo escapar del reino de las tinieblas.
-Aquí están los huesos -dijo feliz cuando
llegó hasta donde le esperaban los diez guerreros.
Los guerreros, uno a uno, procedieron a
cortarse una vena con sus cuchillos a fin de que su sangre bañara los dos
trozos del hueso. Pusieron luego los pedazos de aquel hueso sobre unas muy
verdes hojas, se fueron a dormir, y cuando llegó el nuevo día vieron que del
trozo más grande había brotado un niño y que del trozo más pequeño había nacido
una niña. Los guerreros, contentos por la buena nueva, cuidaron con mimo a los
pequeños. Los alimentaban con leche de cardos, de modo y manera que en poco
tiempo crecieron hasta convertirse en seres robustos.
Aquellos fueron los primeros padres de la raza
de siervos que se extendió sobre la tierra para servir a la noble raza de los
guerreros.
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