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martes, 18 de diciembre de 2012

El bufón de vidiago


Había una vez en Vidiago un noble que era dueño de un hermoso castillo y de tantas y de tan considerables propie­dades que se le tenía por uno de los hombres más ricos del territorio. Era su esposa noble y recatada, hermosa y reza­dora; hacía honor a esa reputación, siendo gentil con los huéspedes, calentando como un rayo de sol los corazones, ejercitando ampliamente las virtudes de la caridad cristia­na.
Fundara el noble conventos, ermitas y hospitales, que ha­bía dotado con abundantes recursos; decoró iglesias y capi­llas y todos los días de fiesta vestía y alimentaba a un gran número de pobres, que ascendía a veces a centenares. Unas cuantas docenas de ellos se habían hecho asiduos: comían en el patio del castillo y no cesaban de prodigar alabanzas al hidalgo.
Una pena embargaba su corazón: no le había dado Dios descen-dencia por línea de varón. Sólo una hija, criada como flor de invernadero, rubia y delicada, de cuerpo hermosa­mente formado, que pasaba las más de las horas asomaba al amplio ventanal de la torre o paseando, en la compañía de una doncella aldeana, fiel como un can, por hermosos salones, almenas y jardines.
Algunas noches, por entre el fuerte murmullo del viento, se enfurecía el mar y llegaban al castillo unos extraños rui­dos; bien parecían suspiros, largamente contenidos, del monstruoso cuélebre. Más de una noche las dos jóvenes ha­bían conversado sobre el origen de aquellos ruidos y más de una vez concertaron acercarse al fenómeno.
Por fin, una noche el fuego de la curiosidad se avivó y, no les siendo posible seguir dominando sus anhelos, calzaron sus zapatos y, sigilosamente, salieron del castillo, ilumina­das por una antorcha; descendieron por la suave y solitaria ladera del montículo en que se alzaba la noble morada y marcharon tras el perro hasta llegar a una encrucijada, en un robledal, junto a un manantial. Aquellas aguas se junta­ban en una fuente, en cuya piedra había mandado el noble de Vidiago tallar un banco para descanso de los peregrinos. De pronto, ante ellas, con una potencia misteriosa, se eleva en el aire una tromba de agua entremezclada en blanqueci­na espuma, seguida de enorme y lastimero trueno. La an­torcha se apagó y las dos jóvenes, como queriendo ahuyentar el pánico, se abrazaron, deshaciéndose en lágrimas.
Una música suave, como de laúd, las despertó de su des­concierto. La doncella rubia, grácil y de serenos ojos azules, latiéndole en desorden el corazón, sólo acertó a escuchar:

«Señora, soy vuestro cautivo,
que vos preso me lenedes,
que por vos muero e por vos vivo,
fazed, pues, lo que queredes».

Con la música habían cesado los ruidos. Asomaba ya el sol del nuevo día cuando la doncella, sola, erguida, mirando atentamente en su derredor, avanzando por el sendero fue a encontrar al gentil trovero. Sin perder detalle de la varonil aparición, la joven mantenía en ella la mirada de sus cáli­dos ojos. Tras el respetuoso saludo, sin dejar de mirarse, los dos jóvenes se abandonaron en sabrosa plática. El trovero no apartó la vista de la belleza de la doncella, quien a su vez hizo lo mismo y no dejó de admirar al joven, que repre­sentaba una considerable parte del mundo con la que desde tanto tiempo había soñado en secreto. Habla nacido el amor.
Pero, de súbito, bajó avergonzada la mirada: a sus oídos habían llegado los ruidos de la mesnada del castillo. El cas­tellano de Vidiago sorprendió la escena y furioso se arrojó sobre los enamorados. Los dos cuerpos son lanzados a una ahoyadura con salida a la mar, por donde emergían los rui­dos que la fuerza expansiva del aire producía.
Aseguran los viejos del lugar que en las noches en que suena el «Bufón», entremezclados con los truenos, se oyen lamentos de madre y suspiros de amo[1].

Leyenda naturalista

0.100.3 anonimo (asturias) - 010

[1] Nos contó la leyenda por vez primera la señorita Inés Villar, de Vidia­go, en 15 de abril de 1965, entonces profesora del Instituto de Enseñanza Media de Llanes. Don José Zorrilla estuvo en Vidiago en 1882, invitado por su amigo Manuel Madrid, y en tan sugestivos parajes se inspiró para escribir El Bufón de Vidiago, poema que sirve de introducción a El Cantar del Romero, Barcelona 1886; cfr. GROSSI, R., Zorrilla y Asturias y los asturianos, en BIDEA, núm. 63, Oviedo 1968, pp. 73-84. Este bufón no es, como ha­brán advertido nuestros lectores, en el sentido de ningún gracioso; se trata de un chorro de agua que con la fuerza del oleaje asciende a gran altura en la costa; vide V., La leyenda del Bufón de Vidiago, en EOA, núm. extr., Llanes 1963, s.p.; VARIOS, Cuentos y Leyendas, Temas Llanes núm. 17, Llanes 1981, pp. 115-117.

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