A decir verdad, Alfonso II gozaba de las simpatías
generales de sus súbditos. A los ovetenses, sin embargo, preocupaba la
soltería del monarca, sobre la que la fantasía popular había urdido mil amores
secretos. Hasta llegó a decirse que el rey había secretamente casado con Berta,
hermana de Carlomagno, y que su castidad era hija del gran amor y fidelidad que
a su esposa profesaba. Mas,
«cuéntase
d'él en su historia,
que este
noble Rey había
una muy hermosa
hermana,
que como a
sí la quería,
llamada
doña Jimena...» [1]
Pese a la insistencia de los rumores, nadie en Oviedo
aceptaba seriamente que doña Jimena sostuviera ilícitas relaciones de amor. El
recogimiento, las caridades y la piedad negaban lo que encubrían. Por si esto
fuera poco, la princesa ya había manifestado a su hermano el deseo de profesar
en la Orden de
San Benito, lo que la colocaba fuera de toda sospecha. Con todo, un rumor cada
día más fuerte empezaba a relacionarla con un niño al cuidado de unas dueñas
que, de tiempo en tiempo, separadamente, visitaban una dama y un caballero,
principales ellos; había llamado la atención el cuidado que ponían en recatar
sus personas de la curiosidad de las gentes.
Los días de doña Jimena discurrían tranquilos. Las más
de las tardes bordabá ornamentos para el culto de San Salvador, platicaba con
damas de acrisolada virtud y algún que otro clérigo sobre asuntos espirituales
o atendía a los muchos negocios de caridad que su hermano le tenía encomendados.
Ya la habían dejado sus amistades y viajaba por la
región del ensueño cuando unos leves golpecitos, producidos en una de las
puertas, la trajeron a la realidad; delante de ella, como cosa de pesadilla, su
primo y pretendiente don Ordoño. Tras unos instantes de vacilación, recuperado
el dominio sobre sí misma, dijo:
-Osado sois, don Ordoño, atreviéndoos a llegar a mis
aposentos.
-¿Acaso no fuisteis vos misma quien me ha dado entrada?
-opuso él.
-¿Qué queréis decir? -preguntó ella con recelo.
-Nada que pueda molestaros; habéis hecho bien en
abrirme por si algún riesgo amenazara vuestro honor en esta soledad... Al
tiempo, pláceme que me recibáis de manera tan reservada para reiteraros mi
promesa de amor.
-Habéis de saber, don Ordoño, que mi honor no precisa
de guardianes y, por lo que se refiere a vuestro amor, de sobra sabéis que mi
vida está destinada a Dios.
Riendo burlonamente, argumentó el caballero:
-Vuestras inclinaciones repentinas, prima, tienen mucho
de excusa con vuestro hermano y conmigo. Yo no quisiera saber que otro amor os
impida amarme, toda vez que otra causa no se me alcanza.
Fue entonces cuando la dama señaló imperativamente la
puerta con el índice, extendiendo el brazo derecho.
-No será sin que sepa antes el nombre de mi rival...,
si es que lo tiene.
-Lo tiene y de muy limpio linaje -repuso ella con aire
retador.
-¡Su nombre! -requirió él, destemplado.
-Os haría temblar. ¡Salid!
Don Sancho Díaz, conde de Saldaña, caballero muy principal
de la corte asturiana, llegaba en aquel preciso momento a la puerta de la
estancia. La fuerza de la conversación le movió a escucharla:
-Decidme su nombre -tornó a requerir don Ordoñoo
advertiré al rey del engaño en que vive.
-Por Dios que no haréis tal cosa -clamó, suplicante,
doña Jímena. Si sois caballero no os atreveréis a perturbar la paz de mi
existencia.
-Mi corazón, señora, clama venganza; si mi rival es caballero
ha de discutir con la espada tamaña burla; mas pienso que vuestro amante no
será caballero, sino un mal nacido y de la más baja condición.
-¡Frena tu lengua, don Ordoño, o vive Dios que os la
arranco! -requirió, violento, el de Saldaña, saliendo al centro de la sala.
-¡Santo Dios, el de Saldaña! -exclamó desconcertado
don Ordoño.
-¡El mismo!; y vengo a exigiros cuentas de las injuriosas
palabras que usasteis con mi esposa, que, a la postre, esposo soy y no amante
de doña Jimena. Mal nacido y de peor condición sólo es el que afrenta a una
dama...
-Me ofendéis, don Sancho... Parece que olvidáis que hablaba
con mi prima.
-Que a las veces es mi esposa -interrumpió el de Saldaña,
y espero que mañana, al alba, nos veamos tras la basílica de San Julián. Ahora,
marchaos.
Faltóle tiempo a don Ordoño para encontrar a su primo
Alfonso el Casto, en tanto que don Sancho intentaba en vano consolar a su
esposa.
Tan pronto como el monarca oyó la relación de su
primo, con la cólera en el espíritu quiso saber por sí mismo de la verdad de la
denuncia, acompañado de su guardia personal. Irrumpió violentamente en la
estancia, sorprendiendo a los amantes en íntimo coloquio. Ante la presencia del
soberano quedaron atónitos los esposos; mudo de indignación quedóse el rey al
comprobar con chispeantes ojos lo que en su propia casa acaecía. Hizo un gesto
el de Saldaña, cual si pretendiera, suplicante, acercarse al monarca; pero
interpretándolo don Alfonso como atentatorio a su persona, gritó:
-¡A mí, el rey!
Cuatro guardas armados penetraron en la sala.
-Maniatad a ese hombre y llevadle preso -ordenó.
Mientras los soldados cumplían el regio mandato, Jimena corrió a postrarse ante
su hermano:
-¡Perdón!... ¡Perdón, mi señor!... ¡Perdón por el
silencio y perdón por nuestro hijo!... ¡Por vuestro sobrino, señor!...
Como reguero de pólvora corrieron los sucesos por toda
la ciudad entremezclados con el perejil de la fantasía popular que no dejaba
de urdir misteriosos y contradictorios acontecimientos. Los ovetenses perdieron
el sosiego.
Se murmuraba, se susurraba, se decía... que doña Jimena
había salido a medianoche de palacio y que estaba encerrada en algún convento;
que en las inmediaciones de la basílica de San Julián había aparecido el
cadáver de don Ordoño, el primo del rey; que don Sancho Díaz, cargado de
cadenas, había salido para el castillo de Luna; que el monarca había prohijado
a un niño que cuidaban unas dueñas en las afueras de la ciudad, que era su
sobrino...
La tradición asturiana asegura que aquel niño llegaría
a ser el muy noble y grande caballero Bernardo del Carpio [2].
Leyenda historica
0.100.3 anonimo (asturias) - 010
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