Ocurre que las cosas pasan. Pasa la gloria que, en un
momento dado, fue actualidad, hizo furor y acaso alarma, estableció época. Y
quedó lo sólido y permanente, lo que es de Dios, porque es ley de vida que la
muerte del César se extienda y arrastre consigo a todo lo que del César es.
Los monasterios son ejemplo de lo que venimos afirmando.
Precisamente porque el claustro es constancia y seriedad ve pasar y caer
imperios y triunfos del momento. Se hace entonces cierto que los reinos y la
tierra pasan, mientras la palabra y el espíritu permanece.
La opinión general de la historiografía clásica
sostiene que fue San Martín capital del reino ya que, sencillamente, el rey
Aurelio asentó allí su corte [1].
Lo cierto es que en San Martín, al lado y al amparo de la corte, surgió un monasterio
que, al caer la grandeza de lo real, siguió manteniendo firme, bajo el mismo
cielo de siempre, antigüedad y tono serio, serenidad y alabanza a Dios [2].
He aquí que, cuando la leyenda nace, la época de
esplendor sólo quedaba en el recuerdo. Y en el monasterio sólo cinco monjes
ejercitaban el alto ministerio, la profesión no humana de la alabanza. Una paz
sencilla, no aparatosa, como es toda paz cuando es auténtica, rodeaba la vida de
estos cinco monjes. Y una felicidad les recorría todos los instantes de su
concienzudo trabajo y de sus días llenos de fruto grato a Dios.
Pero hubo un día en que esta calma se partió en Dios:
el pueblo y los contornos se cubrieron de intranquilidad ante la presencia de
un malhechor que arrasaba propiedades y mieses, que robaba y asesinaba sin
escrúpulo. Se le llamó Barrabaxu. Se
rompió, decimos, la paz del claustro por esa sencilla razón de que quienes no
son del mundo sienten el dolor y el estremecimiento, la alegría y la
intranquilidad que el mundo siente, como si fuese propia.
Cierto día volvía de sacramentar a un vecino de Sanfrechoso
uno de los padres del monasterio. Con paso torpe y mente ágil, con cansancio de
jornada repleta y animosidad, se dirigía, durante la noche, al monasterio. Fue
entonces cuando Barrabaxu, en busca de dinero y de botín, se precipita sobre
él y le maltrata. Después se interna de nuevo en la soledad y la noche, su
amiga, dejando al pobre fraile malherido en el camino.
Pero hay un momento en que el desasosiego y la intranquilidad
entran en la vida del bandido y representan un papel principal. Es el momento
en que el sueño y la paz desaparecen en la existencia de Barrabaxu. Hay en él algo que le va minando y recorriendo; sus
delitos le punzan por todas partes.
Las puertas de los monasterios se abren, por lo
general, para cosas importantes y grandes, aunque diarias y aparentemente
minúsculas. Son puertas por las que de ordinario entra la pesadilla y sale la
calma. No sin razón suele decirse que el monasterio es remanso y oasis.
-¿Qué deseas, hijo mío? -pregunta una voz sencilla,
pero segura, con la seguridad de quien si no todo lo hace bien, sí intenta
hacerlo.
Enfrente a esta voz en calma se encuentra un hombre
jadeante e intranquilo.
-Quiero confesarme -dice.
De principio todo tiene aire de normalidad. Pero no,
porque el hombre que ahora se acoge al convento es Barrabaxu, la pesadilla y el terror del resto de la gente.
El fraile le confiesa. Después, sacando de entre su
hábito un vaso de barro, se lo entrega a Barrabaxu con estas palabras: «Cuando
llenes este recipiente quedarán perdonados tus pecados.»
El malhechor se dirige con premura, al río. Pero lo
que en otro caso, en todos los otros casos posibles resultaría fácil, incuestio-nablemente,
aquí no ocurre. Barrabaxu acude a
otro y a otro río; va al mar. Pero el agua no entra en el recipiente. O mejor,
había que decir que el agua no quiere entrar.
De pronto, y así como un día entró en la vida y el
alma del malhechor el desasosiego, se hace presente ahora, inesperadamente, la
claridad absoluta. Y fue de peregrinación a Covadonga.
Conveniente sería aquí una pausa ante el suceso no común,
ante el hecho de que la leyenda llegue a Covadonga, nos lleve a los pies de la Madre de las Asturias, cuna
de reconquistadores. Pero, en este caso, renunciamos al comentario y al
paréntesis porque es importante seguir diciendo, sin respiro y sin pausa, que
fue en Covadonga y ante la
Virgen donde el vaso se vio repleto, lleno de perdón y de
penitencia al mismo tiempo. Y no ocurrió esto de modo normal porque no acudió Barrabaxu a fuente alguna húmeda, sino
que lloró y oró ante la
Virgen. Entonces el agua brotó de él, de la fuente de sus
ojos. Porque lo que no sabía hasta el tal momento Barrabaxu era que el agua requerida debía ser agua de dolor y
llanto, de arrepentimiento y de propósito. Y también comprendió el malhechor
que sólo en Covadonga y ante la
Señora de las montañas era posible colmar el vaso de la
penitencia.
-Gracias, Señor, por tu perdón -era la frase única y
sentida que salía de los labios de Barrabaxu,
repetida incansablemente.
Y se cuenta cómo volvió a San Martín y se hizo monje.
Su cargo fue el de portero; y él, que había sido un día recibido y confortado,
tuvo por misión confortar y recibir. Y aunque su nombre fue desde entonces el
de Pedro, para la gente siguió siendo el de Barrabaxu [3]»
0.100.3 anonimo (asturias) - 010
[1] CARVALLO, L. A., Antigüedades y cosas memorables del Principado de Asturias, Madrid 1695, pp. 145-147.
[2] JOVELLANOS, G. M. Colección de Asturias. T. II, Madrid
1948, p. 227: «S. Martín de Langreo. Es ciertamente la parroquial, que oy se
llama Martín de el Rey Aurelio en el arziprestazgo de Langreo, y donde este Rey
fue sepultado segun Sebastiano n. 17 in
Valle Lancio, cerca de la era 812, año 774. Y estamos a que fue monasterio:
porque fue sepulchro pacífico en que este monarca avia de tener Capellanes
continuos. Y también estamos a que fue monasterio desde el tiempo de los
Suevos.»
[3] Tomamos la leyenda de la
tradición oral, en julio de 1962, siendo nuestros principales informantes Luz
González, Marina Canteli Y Gumersindo Castaño; cfr. MARTINEZ, E., Leyendas del Nalón, en RDTP, T. XX,
cuadernos 1-2, Madrid 1964, pp. 105-108.
No hay comentarios:
Publicar un comentario