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martes, 18 de diciembre de 2012

El espejo

(Después de la repoblación de Buenos Aires en 1580)

I

En 1583 la ciudad de Buenos Aires se desarrollaba tranquilamente bajo la sabia administración de su gallardo fundador don Juan de Garay.
Un acontecimiento vino cierto día a interrumpir la vida sosegada de sus moradores. Acababa de llegar a la rada una escuadrilla deshecha, pobres restos de un hermoso convoy que debía conducir, de España a Chile, al general don Diego Flores de Valdés y al gobernador del último país nombrado, don Alonso Sotomayor, marqués de Villa Hermosa. Los tempo­rales en el Atlántico Sur habían causado tantos destrozos en las naves, que los capitanes decidieron retroceder hasta Buenos Aires, entonces el único, punto poblado en centenares de millas de costa árida y desierta.
Los náufragos fueron acogidos con la espontánea, sincera y desinteresada hospitalidad que constituye un hermoso rasgo del carácter español y criollo.
El gobernador hospedó al marqués de Villa Hermosa, y distribuyó a los demás en distintas casas, donde recibieron todo género de atenciones. Pronto olvi­daron los sufrimientos de la travesía y a muchos se les hizo tan simpática Buenos Aires, que renunciaron seguir viaje a Chile, prefiriendo establecerse en el Río de la Plata. Otros, en cambio, continuaron dispuestos a acompañar al marqués a su primitivo destino.
Don Juan de Garay preparó una expedición bien equipada que debía escoltar a don Alonso Soto­mayor y a sus compañeros hasta las costas del otro océano. El gobernador, además de cumplir un deber humanitario, buscaba un fin práctico con esta expe­dición: estudiar las condiciones del país para esta­blecer una comunicación directa con Chile, escalo­nando pueblos en el largo trayecto sólo recorrido por tribus salvajes.

II

Entre los náufragos hallábase un hidalgo español, que con su familia pensaba radicarse definitivamente en Chile. Había traído consigo muebles y otros objetos; algunos de lujo, completamente inútiles y fuera de lugar en América. En el naufragio, lo único que se salvó fue, por casualidad, lo más frágil y a la vez lo más superfluo de todo: un magnífico espejo. El hidalgo maldecía el capricho del azar, que le había despojado de lo necesario, conservándole precisamente lo que menos podría servirle.
Hospedábase con su familia en casa de uno de los soldados fundadores, Juan Márquez de Ochoa, quien con su mujer, criolla asunceña, hizo todo cuanto le fue posible para que la permanencia forzada de los náufragos en Buenos Aires les fuera agradable. Los españoles, agradecidos, quisieron antes de partir para Chile hacer un regalo a la familia; pero ésta se negó obstinadamente a recibir dinero, y en Buenos Aires no había posibilidad de comprar nada fuera de los artículos de primera necesidad. Los huéspedes estaban afligidos por no poder retribuir tantas atenciones, hasta que la señora tuvo una idea.
-Puesto que no quieren aceptar dinero, ofrezcá­mosles el espejo, único objeto de valor que nos queda.
-¿Y qué van a hacer con el espejo? -objetó su esposo. 
-Estas son gentes sencillas que no necesitan cosas de lujo.
-¡Pero puesto que no tenemos otra cosa que darles! Así verán, por lo menos, que estamos recono­cidos. Además, podrán venderlo después si quieren.
-¿Quién va a comprar espejos en Buenos Aires?
-Más tarde ya habrá quien compre. Aparte de ello, puedes estar seguro de que esta buena mujer, nacida en América, es tan hija de Eva como nosotras las españolas, y considerará el espejo objeto inapre­ciable.
Rióse el hidalgo de la observación de su esposa, y accedió.
Ochoa se resistió al principio a aceptar el obse­quio; pero a su mujer le brillaron los ojos en cuanto conoció el propósito de los huéspedes. El poseer un espejo constituía para ella una dicha jamás soñada.
-Pero, mujer, ¿de qué nos sirve ese vidrio? -le observó Ochoa. 
-Sólo sería un estorbo, sin contar que pasarías todo el día mirándote en él.
-¡Se te ocurren unas cosas! ¿Cuándo me has visto delante del espejo?
-Bien, mujer; no, no te he visto; pero es porque no hay ninguno en casa.
-Aunque hubiera -repuso ella, mudando de táctica. 
-Ya verás, Juan, que no tendrás de qué arrepentirte. Lo colgaremos aquí, -indicando un lienzo de pared- ¿ves? aquí no estorba. Y después ¿sabes? quizá logremos venderlo -agregó, tocando con astucia femenina todos los resortes y empleando inconscientemente los mismos argumentos usados por la esposa del hidalgo.
-¡Bah! -observó Ochoa, que puesto en jarras delante del espejo, reía con disimulo de las razones de su mujer -¡en Buenos Aires y espejo!- En el fondo, empero, estaba dispuesto a proporcionar este placer a la buena y fiel compañera de sus días.
El espejo de los náufragos quedó, pues, en casa de Ochoa.

III

Pasó una serie de años. Buenos Aires crecía en población, riqueza e importancia. Contribuía a su prosperidad la profunda paz en que le era dado desarrollarse: los conquistadores mantenían buenas relaciones con los indígenas, pues no regían en Buenos Aires las condiciones que hacían tan pesada la existencia a los indios del Paraguay y del Perú. No había minas en las llanuras, ni se explotaba en el litoral la fantástica variedad de productos tropicales. La pampa tampoco era tierra de crear en un momen­to riquezas de cuentos de hadas: las fortunas se labraban lenta y normalmente, con paciencia y labo­riosidad. En general, los que venían al Río de la Plata, no eran ya aventureros militares, sino gente dispuesta a trabajar sin esperar milagros.
En la campaña bonaerense surgieron pronto las chacras y estan-cias, que proveyeron de carne y productos agrícolas a la ciudad, y de cueros y lanas al naciente comercio legal y de contrabando.
Ochoa tenía entonces con su mujer e hijos una propiedad distante algunas leguas de Buenos Aires. El espejo que años antes le regalaran los náufragos, continuaba en su poder. Muchas veces Ochoa había querido deshacerse de él; mas su mujer siempre halló medio de conservarlo, confirmando así la suposición de la dama española, de que las criollas no diferían de sus hermanas europeas, en materia de vanidad. La luna fue, pues, llevada a la chacra y colgada frente a la puerta, tan fuera de lugar en aquel medio rústico, como un diamante en una cocina.
La familia vivía en su finca con desahogo, sin temer nada de parte de los indios merodeadores.
Sin embargo, Ochoa tuvo cierto día un incidente con uno de aquéllos, por haberle visto un caballo que le habían robado seis meses antes. En vano el pobre mozo juró y perjuró haber obtenido el animal de otro indígena, en cambio de algunos objetos considerados valiosos entre los naturales. Ochoa no le creyó y le hizo prender por la justicia. El supuesto ladrón se llevó la peor parte en su contienda con un cristiano: nadie hizo caso de sus afirmaciones, se le quitó el caballo y fue condenado a azotes, después de lo cual se le dejó en libertad.
Desde entonces el indígena no pensó sino en vengarse de cualquier manera.
Un día, rondando la casa, se cercioró de que sólo se hallaban en ella el dueño y su mujer. Los hijos estaban en la ciudad y los peones en los puestos lejanos.
El indio no aguardó más. Enarbolando un hacha de que se había provisto, se precipitó hacia la puerta y la abrió de golpe.
Ya con el pie en el umbral vio frente a él, otro indio que, blandiendo un hacha, se lanzaba a su encuentro, con gesto furibundo y amenazador.
El indígena, asombrado, se detuvo, vaciló, y el otro se detuvo también. Un momento se contem­plaron fijamente; y luego, el intruso, sobrecogido por la repentina e inesperada aparición de un adver­sario tan formidable, allí donde creía a todos despre­venidos, giró sobre sus talones y huyó; huyó con tanta velocidad que no vio a su terrible antagonista volverse, correr también y desaparecer en las profun­didades del espejo.

1.062. Elflein, Ada Maria - 000

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