(Después de la repoblación de Buenos Aires en 1580)
I
En 1583 la ciudad de Buenos Aires se desarrollaba
tranquilamente bajo la sabia administración de su gallardo fundador don Juan de
Garay.
Un acontecimiento vino cierto día a interrumpir
la vida sosegada de sus moradores. Acababa de llegar a la rada una escuadrilla
deshecha, pobres restos de un hermoso convoy que debía conducir, de España a
Chile, al general don Diego Flores de Valdés y al gobernador del último país
nombrado, don Alonso Sotomayor, marqués de Villa Hermosa. Los temporales en el
Atlántico Sur habían causado tantos destrozos en las naves, que los capitanes
decidieron retroceder hasta Buenos Aires, entonces el único, punto poblado en
centenares de millas de costa árida y desierta.
Los náufragos fueron acogidos con la espontánea,
sincera y desinteresada hospitalidad que constituye un hermoso rasgo del
carácter español y criollo.
El gobernador hospedó al marqués de Villa
Hermosa, y distribuyó a los demás en distintas casas, donde recibieron todo
género de atenciones. Pronto olvidaron los sufrimientos de la travesía y a
muchos se les hizo tan simpática Buenos Aires, que renunciaron seguir viaje a
Chile, prefiriendo establecerse en el Río de la Plata. Otros, en cambio,
continuaron dispuestos a acompañar al marqués a su primitivo destino.
Don Juan de Garay preparó una expedición bien
equipada que debía escoltar a don Alonso Sotomayor y a sus compañeros hasta
las costas del otro océano. El gobernador, además de cumplir un deber
humanitario, buscaba un fin práctico con esta expedición: estudiar las
condiciones del país para establecer una comunicación directa con Chile,
escalonando pueblos en el largo trayecto sólo recorrido por tribus salvajes.
II
Entre los náufragos hallábase un hidalgo español,
que con su familia pensaba radicarse definitivamente en Chile. Había traído
consigo muebles y otros objetos; algunos de lujo, completamente inútiles y
fuera de lugar en América. En el naufragio, lo único que se salvó fue, por
casualidad, lo más frágil y a la vez lo más superfluo de todo: un magnífico
espejo. El hidalgo maldecía el capricho del azar, que le había despojado de lo
necesario, conservándole precisamente lo que menos podría servirle.
Hospedábase con su familia en casa de uno de los
soldados fundadores, Juan Márquez de Ochoa, quien con su mujer, criolla
asunceña, hizo todo cuanto le fue posible para que la permanencia forzada de
los náufragos en Buenos Aires les fuera agradable. Los españoles, agradecidos,
quisieron antes de partir para Chile hacer un regalo a la familia; pero ésta se
negó obstinadamente a recibir dinero, y en Buenos Aires no había posibilidad de
comprar nada fuera de los artículos de primera necesidad. Los huéspedes estaban
afligidos por no poder retribuir tantas atenciones, hasta que la señora tuvo
una idea.
-Puesto que no quieren aceptar dinero, ofrezcámosles
el espejo, único objeto de valor que nos queda.
-¿Y qué van a hacer con el espejo? -objetó su
esposo.
-Estas son gentes sencillas que no necesitan cosas de lujo.
-¡Pero puesto que no tenemos otra cosa que
darles! Así verán, por lo menos, que estamos reconocidos. Además, podrán
venderlo después si quieren.
-¿Quién va a comprar espejos en Buenos Aires?
-Más tarde ya habrá quien compre. Aparte de ello,
puedes estar seguro de que esta buena mujer, nacida en América, es tan hija de
Eva como nosotras las españolas, y considerará el espejo objeto inapreciable.
Rióse el hidalgo de la observación de su esposa,
y accedió.
Ochoa se resistió al principio a aceptar el obsequio;
pero a su mujer le brillaron los ojos en cuanto conoció el propósito de los
huéspedes. El poseer un espejo constituía para ella una dicha jamás soñada.
-Pero, mujer, ¿de qué nos sirve ese vidrio? -le
observó Ochoa.
-Sólo sería un estorbo, sin contar que pasarías todo el día
mirándote en él.
-¡Se te ocurren unas cosas! ¿Cuándo me has visto
delante del espejo?
-Bien, mujer; no, no te he visto; pero es porque
no hay ninguno en casa.
-Aunque hubiera -repuso ella, mudando de táctica.
-Ya verás, Juan, que no tendrás de qué arrepentirte. Lo colgaremos aquí,
-indicando un lienzo de pared- ¿ves? aquí no estorba. Y después ¿sabes? quizá
logremos venderlo -agregó, tocando con astucia femenina todos los resortes y
empleando inconscientemente los mismos argumentos usados por la esposa del
hidalgo.
-¡Bah! -observó Ochoa, que puesto en jarras
delante del espejo, reía con disimulo de las razones de su mujer -¡en Buenos
Aires y espejo!- En el fondo, empero, estaba dispuesto a proporcionar este
placer a la buena y fiel compañera de sus días.
El espejo de los náufragos quedó, pues, en casa
de Ochoa.
III
Pasó una serie de años. Buenos Aires crecía en
población, riqueza e importancia. Contribuía a su prosperidad la profunda paz
en que le era dado desarrollarse: los conquistadores mantenían buenas
relaciones con los indígenas, pues no regían en Buenos Aires las condiciones
que hacían tan pesada la existencia a los indios del Paraguay y del Perú. No
había minas en las llanuras, ni se explotaba en el litoral la fantástica
variedad de productos tropicales. La pampa tampoco era tierra de crear en un
momento riquezas de cuentos de hadas: las fortunas se labraban lenta y
normalmente, con paciencia y laboriosidad. En general, los que venían al Río
de la Plata, no eran ya aventureros militares, sino gente dispuesta a trabajar
sin esperar milagros.
En la campaña bonaerense surgieron pronto las
chacras y estan-cias, que proveyeron de carne y productos agrícolas a la
ciudad, y de cueros y lanas al naciente comercio legal y de contrabando.
Ochoa tenía entonces con su mujer e hijos una
propiedad distante algunas leguas de Buenos Aires. El espejo que años antes le
regalaran los náufragos, continuaba en su poder. Muchas veces Ochoa había
querido deshacerse de él; mas su mujer siempre halló medio de conservarlo,
confirmando así la suposición de la dama española, de que las criollas no
diferían de sus hermanas europeas, en materia de vanidad. La luna fue, pues,
llevada a la chacra y colgada frente a la puerta, tan fuera de lugar en aquel
medio rústico, como un diamante en una cocina.
La familia vivía en su finca con desahogo, sin
temer nada de parte de los indios merodeadores.
Sin embargo, Ochoa tuvo cierto día un incidente
con uno de aquéllos, por haberle visto un caballo que le habían robado seis
meses antes. En vano el pobre mozo juró y perjuró haber obtenido el animal de
otro indígena, en cambio de algunos objetos considerados valiosos entre los
naturales. Ochoa no le creyó y le hizo prender por la justicia. El supuesto
ladrón se llevó la peor parte en su contienda con un cristiano: nadie hizo caso
de sus afirmaciones, se le quitó el caballo y fue condenado a azotes, después
de lo cual se le dejó en libertad.
Desde entonces el indígena no pensó sino en vengarse
de cualquier manera.
Un día, rondando la casa, se cercioró de que sólo
se hallaban en ella el dueño y su mujer. Los hijos estaban en la ciudad y los
peones en los puestos lejanos.
El indio no aguardó más. Enarbolando un hacha de
que se había provisto, se precipitó hacia la puerta y la abrió de golpe.
Ya con el pie en el umbral vio frente a él, otro
indio que, blandiendo un hacha, se lanzaba a su encuentro, con gesto furibundo
y amenazador.
El indígena, asombrado, se detuvo, vaciló, y el
otro se detuvo también. Un momento se contemplaron fijamente; y luego, el
intruso, sobrecogido por la repentina e inesperada aparición de un adversario
tan formidable, allí donde creía a todos desprevenidos, giró sobre sus talones
y huyó; huyó con tanta velocidad que no vio a su terrible antagonista volverse,
correr también y desaparecer en las profundidades del espejo.
1.062. Elflein, Ada Maria - 000
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