Cuando todavía no habían llegado los hombres
blancos, Dios vivía tranquilo y feliz, con su señora y sus hijos, gobernando
desde las alturas, el cielo y la tierra.
Dios era Dios pero se dejaba llamar de muchas
maneras: Nguenechén, creador del mundo; Chau, el padre; o Antü, el sol.
Vivía con su reina, que era a la vez su madre y su esposa, ella también se
dejaba denominar de distintas maneras: luna, reina azul, reina maga o Kushe,
que quiere decir "bruja" o "sabia".
Después de haber creado un cielo con nubes vaporosas
y un montón de estrellas que le daban ese brillo tan coqueto en la noche. Dios se sintió
contento. Miraba acomodado en una nube cómo había quedado la tierra, también
creada por él, con sus imponentes montañas, sus serpenteantes ríos y frondosos
bosques. Por lo bien que le había salido todo se deleitó sembrando a quienes
disfrutarían de su creación: los animales y los hombres, los mapuches.
Muy satisfecho por todo lo hecho, vivía en el cielo,
allí cuidaba su reino con luz y calor durante el día para dejarle el trono a su
reina por las noches. Ella era la encargada de velar el sueño de todas las
criaturas.
Y pasó el tiempo, y los hijos de Antü y Kushe
crecieron tanto, que quisieron también ser creadores como su padre, sobre todo
los dos más grandes, que comenzaron a quejarse, a criticar. Decían que sus
padres estaban viejos y que ya era hora de que ellos gobernaran. A Dios no le
gustaba nada esta repentina rebeldía de sus hijos: a medida que pasaba el
tiempo más se enojaba y sufría. Kushe intentaba tranquilizarlo argumentando que
eran jóvenes, que no les diera importancia, que ya se les pasaría. Pero no se
les pasaba, sino que intentaron que sus hermanos más jóvenes se pusieran de su
parte. "¿No les parece, hermanos, que al menos nuestro padre debería
permitimos gobernar sobre la tierra? Que el cielo quede a su mando",
proponían. Y, muy seguros de su requerimiento, comenzaron a descender a grandes
trancos la escalera de nubes. El rey, al ver esto, dejó salir todo el enojo que
había contenido hasta ese momento, por respeto a los ruegos de su señora. Con
sus grandes manos lo atrapó en pleno descenso, enganchó entre sus dedos los
largos mechones que colgaban de sus nucas, y con toda la potencia que tiene un
dios los zamarreó y los zamarreó. No satisfecho todavía, los arrojó desde allí
mismo sobre las rocosas montañas. Fue tal el impacto que la cordillera tembló y
los enormes cuerpos se hundieron en la piedra para formar dos agujeros
gigantescos.
La furia de Dios era tal que el cielo y la tierra se
poblaron de rayos de fuego, entonces, Kushe, desesperada, se precipitó entre
las nubes y lloró sin parar. Sus copiosas lágrimas comenzaron a inundar los
inmensos hoyos donde habían quedado los cuerpos de sus hijos.
Desde entonces, dos hermosos lagos recuerdan el
terrible dolor de la reina: el Lácar y el Lolog, tan brillantes como la luna,
tan profundos como su pena.
Ante tanta angustia de su señora, el gran Chau quiso
modificar el destino de los rebeldes: les dio la posibilidad de volver a la
vida pero ya no como príncipes sino como una gran serpiente alada. Esta culebra
fue llamada Kai-Kai Filu y se encargó, desde entonces, de llenar los mares y
los lagos. Sin embargo, el deseo de derrotar a Dios y gobernar la tierra no
abandonó a los hijos de Kushe, pese al castigo y a la transformación. Como
no pudo concretar su deseo, Kai‑Kai Filu despreció a Antü, su odio se extendió
hasta los mapuches, las queridas creaciones de su padre. Es por eso que aún hoy
provoca con los azotes de su cola olas espumosas y violentos remolinos en las
aguas tranquilas de los lagos. A veces, su furia es tal que empuja y empuja el
agua contra las montañas para alcanzar los refugios
de los hombres y de los animales, pero como casi nunca consigue reptar por
debajo de la tierra, logra que esta tiemble ante el enloquecido aleteo de sus
alas rojas.
Cuando Dios se dio cuenta del peligro que corrían
los mapuches decidió que una serpiente buena fuera la protectora de los
hombres. Encontró la mejor arcilla y creó a Tren‑Tren, a quien le encomendó la
tarea de vigilar a Kai‑Kai Filu. Si su cruel hermana tenía intenciones de hacer
daño al pueblo, ella procuraría agitar el agua del lago como señal de aviso
para que la gente buscase un refugio a tiempo, poniéndose a resguardo.
Luego de unos años, Antü pensó que sería una buena
idea mandar a otros de sus hijos a la tierra, para saber cómo andaban las
cosas. Además, quería enseñarles a los mapuches algunos secretos para que
vivieran mejor. Al final decidió bajar él mismo y comprobar cómo iba todo.
Un buen día, se apareció Dios entre los mapuches,
como si nada, como
cualquier hombre: oscuro, vestido con cuero y con la cabeza desnuda. Llegó como
uno más pero les enseñó muchas cosas: a no dejar los trabajos por la mitad y a
respetar el tiempo. Se demoró explicando el arte del sembrado y, por supuesto,
también el de la cosecha: cómo elegir las mejores semillas y conservar los
alimentos. Por sobre todo les obsequió algo
maravilloso: el fuego. Y así fue llamado con otro nuevo nombre: Küme Huenu, que
significa “lo bueno del cielo".
Cuando se sintió satisfecho por las enseñanzas
impartidas, el rey Chau regresó al cielo y se quedó tranquilo, tan tranquilo,
que cuando quiso acordarse había pasado el tiempo, y la gente comenzó a
olvidarse de algunas de sus enseñanzas. Muchos hombres comenzaron a pelearse
entre sí, como si no fueran hermanos. Los más jóvenes no escuchaban los
consejos de sus padres ni respetaban a sus antepasados, criticaban todo lo
hecho, se quejaban e insultaban mirando al cielo.
Dios, de la tranquilidad pasó a la tensión, cuando
se percató de lo que sucedía abajo. Y cada vez que se asomaba y observaba las
peleas, los robos y las muertes, sus ojos se llenaban de lágrimas y su corazón
de rabia y dolor. Por un tiempo no dijo nada, pero tal como había pasado antes,
comenzó a juntar su furia divina y un día decidió llamar a Kai‑Kai Filu.
Le pidió algo terrible para darle un buen susto al
pueblo mapuche, a ver si cambiaba su mala conducta: solicitó a Kai‑Kai Filu que
agitara el agua del lago hasta que se pusiera oscuro y que produjera con la
fuerza de su cola chasquear las olas, unas contra otras, para que cierta espuma
blanca cubriera primero toda la superficie y luego saliera en busca de los
hombres.
Cuando Tren‑Tren, la serpiente buena, escuchó esto,
salió de la montaña de la salvación donde vivía para alertar a sus protegidos:
silbó con gran fuerza y convocó a todos los mapuches al cerro Tren‑Tren, el
mejor refugio.
Sin embargo, los esfuerzos de Tren‑Tren no
alcanzaron. El pueblo, desesperado, comenzó a trepar pero las aguas del lago,
que ya fuera de su cauce anegaban los posibles caminos. La tierra temblaba por
las terribles sacudidas que producían los coletazos de Kai-Kai Filu. Por las
laderas caían hombres, mujeres y niños como si fueran pequeñas piedras.
Mientras tanto, Antü, en lugar de calmar su furia, más se enardecía: enviaba
rayos de fuego que aniquilaban a los que lograban sostenerse.
Todos murieron, menos un niño y una niña muy
pequeños que habían quedado solos, tras el desbarranco de sus padres, en una
profunda grieta que milagrosamente los salvó del agua y de la lluvia de fuego.
Eran los únicos seres humanos sobre la tierra:
solos, sin padre ni madre y sin palabras. Sobrevivieron gracias al cuidado de
una zorra y una puma, que apenas los descubrieron los amamantaron y luego les
enseñaron dónde encontrar frutos para que no murieran de hambre. Y así
crecieron. De ese niño y esa niña descienden todos los mapuches, resucitados.
Parece que tanto dolor y desilusión mató un poco a
Dios, que dejó casi toda su energía en los ingratos mapuches, porque desde que
pasó todo, pocas veces mostró su esplendor y ya no quiso escuchar los ruegos de
los nuevos hombres.
¿Cómo fue posible que llegaran los blancos y terminaran
con él, con el gran Chau?
Desde ese momento, la tierra cambió mucho: las
semillas no brotan fácilmente como antes, por eso las cosechas son escuetas; en
el mundo se han desparramado enfermedades y los niños no escuchan a sus
mayores. ¿Y en el cielo? Allí tampoco las cosas andan muy bien: separados los
astros, la madre oculta su dolor entre las nubes y siempre escapa acosada por
un sol sin vida...
059. anonimo (mapuche)
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