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viernes, 24 de agosto de 2012

Así fue el comienzo de los mapuches

Cuando todavía no habían llegado los hombres blancos, Dios vivía tranquilo y feliz, con su señora y sus hijos, gobernando desde las alturas, el cielo y la tierra.
Dios era Dios pero se dejaba llamar de muchas maneras: Nguenechén, creador del mundo; Chau, el padre; o Antü, el sol. Vivía con su reina, que era a la vez su madre y su esposa, ella también se dejaba denominar de distintas maneras: luna, reina azul, reina maga o Kushe, que quiere decir "bruja" o "sabia".
Después de haber creado un cielo con nubes vaporosas y un montón de estrellas que le daban ese brillo tan coqueto en la noche. Dios se sintió contento. Miraba acomodado en una nube cómo había quedado la tierra, también creada por él, con sus imponentes montañas, sus serpenteantes ríos y frondosos bosques. Por lo bien que le había salido todo se deleitó sembrando a quienes disfrutarían de su creación: los animales y los hombres, los mapuches.
Muy satisfecho por todo lo hecho, vivía en el cielo, allí cuidaba su reino con luz y calor durante el día para dejarle el trono a su reina por las noches. Ella era la encargada de velar el sueño de todas las criaturas.
Y pasó el tiempo, y los hijos de Antü y Kushe crecieron tanto, que quisieron también ser creadores como su padre, sobre todo los dos más grandes, que comenzaron a quejarse, a criticar. Decían que sus padres estaban viejos y que ya era hora de que ellos gobernaran. A Dios no le gustaba nada esta repentina rebeldía de sus hijos: a medida que pasaba el tiempo más se enojaba y sufría. Kushe intentaba tranquilizarlo argumentando que eran jóvenes, que no les diera importancia, que ya se les pasaría. Pero no se les pasaba, sino que intentaron que sus hermanos más jóvenes se pusieran de su parte. "¿No les parece, hermanos, que al menos nuestro padre debería permitimos gobernar sobre la tierra? Que el cielo quede a su mando", proponían. Y, muy seguros de su requerimiento, comenzaron a descender a grandes trancos la escalera de nubes. El rey, al ver esto, dejó salir todo el enojo que había contenido hasta ese momento, por respeto a los ruegos de su señora. Con sus grandes manos lo atrapó en pleno descenso, enganchó entre sus dedos los largos mechones que colgaban de sus nucas, y con toda la potencia que tiene un dios los zamarreó y los zamarreó. No satisfecho todavía, los arrojó desde allí mismo sobre las rocosas montañas. Fue tal el impacto que la cordillera tembló y los enormes cuerpos se hundieron en la piedra para formar dos agujeros gigantescos.
La furia de Dios era tal que el cielo y la tierra se poblaron de rayos de fuego, entonces, Kushe, desesperada, se precipitó entre las nubes y lloró sin parar. Sus copiosas lágrimas comenzaron a inundar los inmensos hoyos donde habían quedado los cuerpos de sus hijos.
Desde entonces, dos hermosos lagos recuerdan el terrible dolor de la reina: el Lácar y el Lolog, tan brillantes como la luna, tan profundos como su pena.
Ante tanta angustia de su señora, el gran Chau quiso modificar el destino de los rebeldes: les dio la posibilidad de volver a la vida pero ya no como príncipes sino como una gran serpiente alada. Esta culebra fue llamada Kai­-Kai Filu y se encargó, desde entonces, de llenar los mares y los lagos. Sin embargo, el deseo de derrotar a Dios y gobernar la tierra no abandonó a los hijos de Kushe, pese al castigo y a la transformación. Como no pudo concretar su deseo, Kai‑Kai Filu despreció a Antü, su odio se extendió hasta los mapuches, las queridas creaciones de su padre. Es por eso que aún hoy provoca con los azotes de su cola olas espumosas y violentos remolinos en las aguas tranquilas de los lagos. A veces, su furia es tal que empuja y empuja el agua contra las montañas para alcanzar los refugios de los hombres y de los animales, pero como casi nunca consigue reptar por debajo de la tierra, logra que esta tiemble ante el enloquecido aleteo de sus alas rojas.
Cuando Dios se dio cuenta del peligro que corrían los mapuches decidió que una serpiente buena fuera la protectora de los hombres. Encontró la mejor arcilla y creó a Tren‑Tren, a quien le encomendó la tarea de vigilar a Kai‑Kai Filu. Si su cruel hermana tenía intenciones de hacer daño al pueblo, ella procuraría agitar el agua del lago como señal de aviso para que la gente buscase un refugio a tiempo, poniéndose a resguardo.
Luego de unos años, Antü pensó que sería una buena idea mandar a otros de sus hijos a la tierra, para saber cómo andaban las cosas. Además, quería enseñarles a los mapuches algunos secretos para que vivieran mejor. Al final decidió bajar él mismo y comprobar cómo iba todo.
Un buen día, se apareció Dios entre los mapuches, como si nada, como cualquier hombre: oscuro, vestido con cuero y con la cabeza desnuda. Llegó como uno más pero les enseñó muchas cosas: a no dejar los trabajos por la mitad y a respetar el tiempo. Se demoró explicando el arte del sembrado y, por supuesto, también el de la cosecha: cómo elegir las mejores semillas y conservar los alimentos. Por sobre todo les obsequió algo maravilloso: el fuego. Y así fue llamado con otro nuevo nombre: Küme Huenu, que significa “lo bueno del cielo".
Cuando se sintió satisfecho por las enseñanzas impartidas, el rey Chau regresó al cielo y se quedó tranquilo, tan tranquilo, que cuando quiso acordarse había pasado el tiempo, y la gente comenzó a olvidarse de algunas de sus enseñanzas. Muchos hombres comenzaron a pelearse entre sí, como si no fueran hermanos. Los más jóvenes no escuchaban los consejos de sus padres ni respetaban a sus antepasados, criticaban todo lo hecho, se quejaban e insultaban mirando al cielo.
Dios, de la tranquilidad pasó a la tensión, cuando se percató de lo que sucedía abajo. Y cada vez que se asomaba y observaba las peleas, los robos y las muertes, sus ojos se llenaban de lágrimas y su corazón de rabia y dolor. Por un tiempo no dijo nada, pero tal como había pasado antes, comenzó a juntar su furia divina y un día decidió llamar a Kai‑Kai Filu.
Le pidió algo terrible para darle un buen susto al pueblo mapuche, a ver si cambiaba su mala conducta: solicitó a Kai‑Kai Filu que agitara el agua del lago hasta que se pusiera oscuro y que produjera con la fuerza de su cola chasquear las olas, unas contra otras, para que cierta espuma blanca cubriera primero toda la superficie y luego saliera en busca de los hombres.
Cuando Tren‑Tren, la serpiente buena, escuchó esto, salió de la montaña de la salvación donde vivía para alertar a sus protegidos: silbó con gran fuerza y convocó a todos los mapuches al cerro Tren‑Tren, el mejor refugio.
Sin embargo, los esfuerzos de Tren‑Tren no alcanzaron. El pueblo, desesperado, comenzó a trepar pero las aguas del lago, que ya fuera de su cauce anegaban los posibles caminos. La tierra temblaba por las terribles sacudidas que producían los coletazos de Kai-Kai Filu. Por las laderas caían hombres, mujeres y niños como si fueran pequeñas piedras. Mientras tanto, Antü, en lugar de calmar su furia, más se enardecía: enviaba rayos de fuego que aniquilaban a los que lograban sostenerse.
Todos murieron, menos un niño y una niña muy pequeños que habían quedado solos, tras el desbarranco de sus padres, en una profunda grieta que milagrosamente los salvó del agua y de la lluvia de fuego.
Eran los únicos seres humanos sobre la tierra: solos, sin padre ni madre y sin palabras. Sobrevivieron gracias al cuidado de una zorra y una puma, que apenas los descubrieron los amamantaron y luego les enseñaron dónde encontrar frutos para que no murieran de hambre. Y así crecieron. De ese niño y esa niña descienden todos los mapuches, resucitados.
Parece que tanto dolor y desilusión mató un poco a Dios, que dejó casi toda su energía en los ingratos mapuches, porque desde que pasó todo, pocas veces mostró su esplendor y ya no quiso escuchar los ruegos de los nuevos hombres.
¿Cómo fue posible que llegaran los blancos y terminaran con él, con el gran Chau?
Desde ese momento, la tierra cambió mucho: las semillas no brotan fácilmente como antes, por eso las cosechas son escuetas; en el mundo se han desparramado enfermedades y los niños no escuchan a sus mayores. ¿Y en el cielo? Allí tampoco las cosas andan muy bien: separados los astros, la madre oculta su dolor entre las nubes y siempre escapa acosada por un sol sin vida...

059. anonimo (mapuche)

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