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jueves, 22 de agosto de 2013

La mujer muerta (1)

Las colecciones de mitología griega y romana describen con bastante minuciosidad las aventuras de Hércules, el semidiós hijo de Zeus y la mortal Alcmena. A pesar de ello, el héroe griego llevó a cabo muchas gestas que no aparecen en los libros pero que han quedado en el re­cuerdo de los pueblos. Se sabe, por ejemplo, que Hércules vivió en la Península Ibérica durante muchos años y que conoció las costas gaditanas, que fundó la ciudad de La Coruña y que, según crónicas antiquísimas, fue él quien construyó el acueducto de Segovia (aunque esto último es bastante poco probable). Sin embargo, otros muchos trabajos de Hércules han permanecido ocultos por el paso de los siglos y sólo pueden rescatarse en la memoria popular.
A una de estas hazañas se refiere la leyenda de la mujer muerta.
Hace muchos, muchos años, vivía en las estribaciones de las montañas un rey. Cierto que su reino era pequeño y que sus soldados nunca se atrevieron a cruzar los montes cercanos. El rey tenía una hija, muy hermosa y dulce, que era el placer de sus días. Con el discurrir del tiempo, la princesa llegó a tener edad casadera, pero el rey temía el momento en que un caballero le pidiera la mano de su hija. Ella era todo cuanto tenía y todo cuanto amaba, y la sola idea de perderla le hacía enloquecer.
Cierto día se hallaban las doncellas de la corte bañándose en el río, que bajaba limpio y fresco de las montañas, cuando apareció un caballero fuerte y galante como nunca se viera. Junto a él estaba un hombre gi­gantesco, de aspecto noble aunque rudo, con un bastón en la mano. El acompañante era Hércules, que al poco fundaría la ciudad de Segovia y construiría el acueducto con que servir de agua a todos los habitantes.
Aterradas ante esta visita inesperada, las doncellas corrieron asustadas hacia el palacio... pero la princesa salió del agua y, cubriéndose con un lienzo blanquísimo, preguntó a los dos hombres quiénes eran y qué venían a hacer a ese lugar. Los dos hombres respondieron con sobriedad:
-Hemos de fundar una ciudad.
Al poco llegaron los soldados del rey, que habían sido avisados por las doncellas, pero Hércules les hizo frente y los esbirros pronto adivinaron que no podrían nada contra él. Volvieron todos atemorizados al palacio e informaron al rey de la fuerza sobrenatural de aquel hombre. Viendo que era inútil luchar contra el destino, el rey los hizo llamar y los hospedó en su castillo sin exigirles nada y tratándolos del mejor modo posible.
Durante la cena, el caballero se levantó y con voz profunda dijo:
-Señor, os pido la mano de vuestra hija, la princesa.
Bien hubiera querido el rey mandarlo ahorcar en aquel mismo instante, pero la presencia de Hércules lo atemorizaba y, apartando de sí el plato en que comía, hizo un leve gesto de asentimiento.
Quedaron las cosas así y a la mañana siguiente el caballero y Hércules partieron hacia la llanura, donde debían fundar una nueva ciudad.
-Al cabo de siete días -había dicho el caballero- estaré de vuelta y tomaré por esposa a la princesa.
El rey no podía sufrir esta insolencia, pero aún menos lograba soportar el dolor de alejarse de su hija. «¡Usurpador! ¡Maldito usurpador! ¡Nadie me robará a mi hija, nadie robará mi reino», decía el monarca para sí, incontinente de rabia. Tres días habían pasado cuando, una noche, el rey tomó a su hija y se encaminó a los bosques de la montaña. Allí entre los pinos albares, la maleza y las fieras del monte, clavó un puñal homicida en el corazón de su propia hija, que cayó muerta sin remedio. Loco y desesperado, aterrorizado por su propia infamia, el rey lloró largamente sobre el cuerpo inerte de la princesa y, cuando el sol comenzaba a despuntar, volvió al castillo.
El monarca se encerró en sus aposentos, cerró con llave las cámaras reales y ordenó que por nada del mundo se le molestara ni se llamara a su puerta. Allí permaneció solo y comido por las angustias de los remordimientos. Y al tercer día, murió de pesar.
Al cabo, volvieron el caballero y Hércules, y encontraron que todos los habitantes del castillo guardaban luto riguroso. Interro-garon a un porquero y quisieron saber la causa de aquel dolor. El aldeano les dijo que la princesa había desaparecido una noche y que el rey, no pudiendo soportar su ausencia, se había muerto de pena.
La amargura oscureció el rostro del caballero y, desolado y triste, quiso volver a aquel remanso del río donde viera por vez primera a su dama. Mas, cuando quiso alejarse un tanto para sufrir en soledad tan terrible pérdida, descubrió el cadáver de su amada. Allí estaba la princesa, con las manos enlazadas sobre su pecho herido, mas con el mismo dulce semblante con que la recordaba.
-¡Hércules, Hércules! -gritó desesperado. Ven, Hércules, amigo mío. Ven y mira lo que pueden las pasiones de los hombres. Yo he de irme y al lugar donde voy no podrás acompañarme; mas te pido, por nuestra sagrada amistad, que subas a estas montañas y esculpas en ellas la figura de la princesa.
Y diciendo esto, se internó en el bosque y no se supo más de él.
Hércules cumplió el encargo de su amigo y durante años estuvo trabajando en la cima de aquellas cumbres, con el fin de darle la figura de la princesa muerta. Y lo hizo con tanta maña y buena fortuna que, desde Segovia, mirando a la sierra, puede verse el perfil de la princesa recostada y con las manos en el pecho. Aún causa asombro entre los forasteros la vista imponente de la Mujer Muerta: las cimas de la Pinareja y Montón de Trigo, de 2.000 metros de altitud, son parte de esa maravilla natural, esculpida por Hércules en memoria de aquella princesa asesinada por su propio padre.

Fuente: Jose Calles Vales

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