Por ello he decidido edificar un
templo
al nombre de Yahvéh, mi Dios...
1 REYES, 5, 19
David, rey de los judíos, había empleado su vida en
luchar contra los enemigos de Israel y no pudo llevar a cabo la gran obra que
Dios le había ordenado. Salomón, hijo de David, logró la paz en su territorio y
llegó a acuerdos con los países circundantes y mantuvo en orden su patria. Su
poder se extendía hasta las fronteras de Egipto y sus riquezas eran la envidia
del mundo. Salomón era, además, uno de los hombres más sabios de aquel tiempo:
se asegura que compuso más de mil cánticos y tres mil proverbios, y que
escribió tratados sobre los árboles, las bestias del campo, las aves, los
reptiles y los peces. Desde todos los lugares del mundo venían gentes a
escuchar la sabiduría de Salomón y su fama se extendió cuanto se podía extender
en aquellos tiempos remotos. Ni siquiera Etán, el ezrajita, ni Hemán, ni
Kalkol, ni Dardá podían competir con su ingenio y habilidad de pensamiento.
Pero Salomón no era feliz: comprendió entonces que estaba en sus manos cumplir
con el mandato divino y decidió comenzar la construcción del Templo.
La construcción del gran templo de Jerusalén exigía
tesoros incalculables y Salomón pidió ayuda a otras naciones amigas. Envió
cartas a Jiram de Tiro, pidiéndole madera de su país: los cedros del Líbano han
merecido desde tiempos inmemoriales el aprecio de todos por ser la madera más
propia y noble. Jiram devolvió las cartas, asegurándole que se comprometía a
enviar las mejores maderas de cedro y de ciprés que tuviera, a cambio de
víveres. Cada mes iban al Líbano diez mil hombres que cortaban, talaban,
desmochaban los árboles de Jiram de Tiro. Esto sin contar con otros setenta mil
hombres que los transportaban. Más de tres mil capataces ordenaban las obras
del templo: se extrajeron piedras de las canteras, se movieron tierras, se
levantaron los cimientos, se prepararon los andamios... en fin, el Templo de
Yahvéh comenzaba a erigirse conforme al mandato de Dios.
En las obras del Templo se gastaron incalculables
sumas de oro y plata, pero Salomón no renunciaba a la suntuosidad y el lujo: no
en vano aquel edificio estaba destinado a ser la Casa de Dios. Como las
reservas del tesoro fueron agotándose, Salomón envió a sus recaudadores por
todo el mundo: les ordenó que recorrieran los mares, los montes, los valles y
los ríos, y que cobraran los impuestos a todos los judíos esparcidos por el
orbe, puesto que todos los hijos de Yahvéh debían contribuir en la construcción
del Templo.
Mandó a Adán Jiram que viniese a Hispania, donde,
según la antigua creencia, los árboles daban frutos de oro y había fuentes de
Ambrosía. El recaudador llegó al cabo de algunos meses a Sagunto, donde los
fenicios y los judíos trabajaban en el comercio y vivían apaciblemente. Adón
Jiram se reunió con los judíos y les expuso los motivos de su viaje:
-Ha ordenado Salomón que entreguéis vuestras riquezas,
para que Yahvéh tenga su Casa en Jerusalén.
Los judíos abrieron sus baúles y sus cajas, y
recogieron todo cuanto tenían puesto que, de buena fe, creían en el mandato de
Salomón, su rey. Pero ni con todas las diademas, anillos, brazaletes y collares
pudieron reunir mucho: ellos no eran más que mercaderes en unas tierras ásperas
y plagadas de tribus casi salvajes.
-¿Esto es cuanto me traéis? -preguntó enojado el
recaudador. ¡Indignos súbditos de Salomón! Bien sé que cerca de aquí está el
Jardín de las Hespérides y que tenéis tratos con las hijas de Héspero, el rey
pagano. Sé que en vuestras casas guardáis inmensas riquezas, y no me iré de
Sagunto hasta que entreguéis el último diamante que poseáis.
Ha de saberse que Héspero era un rey griego, hermano
de Atlante; sus hijas, hermosísimas ninfas, se llamaban Eritia, Egle y
Hesperetusa, y las tres guardaban el famoso Jardín de las Hespérides que, según
todas las crónicas, estaba situado en Hispania o, tal vez, en el Atlas
africano. En ese jardín florecían árboles con manzanas de oro y fuentes de
ambrosía, y aquel lugar maravilloso estaba dedicado a Hera.
El caso es que los judíos apenas habían oído hablar de
las Hespérides y dedicaban su tiempo al comercio, a la agricultura y a la
pesca; de modo que sus tesoros eran más bien escasos. Aun así, buscaron en sus
casas cualquier objeto que pudiera tener algún valor: candiles, botones de
bronce, madera labrada, rejas de arados... Y con todo, no reunieron mucho.
El enojo del recaudador Adán Jiram iba en aumento y su
cólera tenía atemorizados a los judíos de Sagunto: el cielo pareció venirse
abajo cuando los pobres judíos mostraron su recaudación.
-¡Malditos herejes! ¡Indignos y taimados! -decía.
¿Esto es cuanto me traéis? ¡No me iré de estas tierras hasta que me enteguéis
vuestras riquezas!
Y acto seguido hizo prender a todos los hijos de los
judíos hasta la edad de siete años, prometiendo que no los liberaría hasta que
no llenara la bodega de su barco con oro, plata y bronce, y todas las joyas de
los judíos de Sagunto.
Pero Yahvéh, que ama la justicia, vio con lástima la
situación de su pueblo y aquella misma noche Adón Jiram murió, cumpliéndose de
este modo su palabra: que no abandonaría Sagunto hasta no cargar de riquezas su
barco; y como esto era imposible, no pudo abandonar nunca el pueblo junto al
Mediterráneo.
En Sagunto se recuerda esta leyenda y se dice que el
recaudador fue enterrado allí mismo, bajo una lápida en la que puede leerse:
AQUÍ DESCANSA EL CUERPO DE ADÓN
JIRAM,
SIERVO DE SALOMÓN, QUE VINO A
COBRAR SUS TRIBUTOS.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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