Mucho se ha oído acerca de esta tremenda batalla,
acaecida en el año 1212, y en la cual unieron sus fuerzas el rey don Pedro II
de Aragón y don Alfonso VIII de Castilla. Tanto un rey como el otro recibieron,
al parecer, visitas misteriosas y tuvieron sueños proféticos que les anunciaban
el triunfo seguro contra los musulmanes.
Una de las historias más conocidas al respecto es la
que se cuenta en Oviedo, en la que dos siniestras figuras aparecen en la
oscuridad y hablan con voces de ultratumba.
Se dice que los asturianos estaban enojados con el rey
don Alfonso porque éste había visitado varias veces el sepulcro del Apóstol
Santiago, pero nunca había tenido tiempo para acercarse a la iglesia del
Salvador, donde todos los ovetenses veneran al Santísimo Cristo. Con cierta
verosimilitud, un cronista de fama cuenta que el rey, en una de sus visitas a
Santiago, oyó a un ciego que cantaba la siguiente copla:
El que
visita a Santiago
y no viene
al Salvador
rinde
tributo al criado
y no saluda
al Señor.
Al oír estas palabras, don Alfonso se percató de la
injusticia con que trataba a los asturianos y no dejó pasar aquel año sin
visitar al Santísimo Cristo.
La tarde en que llegó la Corte a Oviedo (se puede
asegurar) era la más tempestuosa e inclemente que conocieron los siglos. Un
viento helado llegaba de las montañas, cargado de lluvia y agujas de hielo, y
en la bóveda del cielo retemblaban los truenos y pálidos fulgores iluminaban
las calles desiertas. Una fúnebre luz se esparcía por las esquinas y las
plazas, pero don Alfonso estaba decidido a visitar al
Santísimo y no quiso descansar sin pasar antes por la
iglesia. Cuando hubo orado, se retiró a sus aposentos, cedidos cortésmente por
el obispo. Cierto es que la tormenta lo inquietaba en extremo y no pudo dormir,
y que toda la noche la pasó en vela, oyendo los truenos y espantándose ante los
tétricos resplandores de los rayos.
Puesto que él era el único en la casa que permanecía
despierto, él sólo fue quien pudo oír unos aldabonazos. Desde luego, los golpes
no sonaban en la casa, sino fuera y un tanto más allá. Aguzando el oído, don
Alfonso descubrió que dos figuras cubiertas con capas negras golpeaban en la
puerta de la catedral. Atemorizado y espantado, creyéndose víctima de una
rebelión urdida a sus espaldas, apagó la luz de su cámara y acechó en la
ventana. Desde allí podía ver, con cierta claridad, las dos figuras corpulentas
que sin cesar hacían sonar la aldaba de la Santa Iglesia.
Al cabo, varios frailes y sacristanes corrieron por
los pasillos del palacio episcopal y pasaron a la catedral. Cuando llegaron a
la puerta, apenas se atrevían a hablar: tanto era el temor que los antiguos
tenían a las tempes-tades.
-¿Quién es? ¿Quién llama a estas horas? -preguntaron.
Un terrible silencio atenazó a los clérigos, un
silencio sólo roto por el caer de la lluvia y el siniestro ulular del viento.
Al fin, una voz profunda, como venida de los sepulcros, dijo:
-Que venga el rey.
No es para contar la tembladera de rodillas de los
sacristanes ni cómo se retorcían las manos los frailes. Acaso uno se atrevió a
mirar por una rendija y pudo ver a los dos embozados. El caso es que todos
volvieron al palacio episcopal y despertaron al obispo.
-Dos hombres extraños hay a la puerta de la catedral,
Su Ilustrísima. Y piden ver al rey.
-¿Hemos de despertar al rey por esta nonada?
-refunfuñó el obispo. Iré yo y veremos qué quieren.
Todo lo podía oír don Alfonso desde su alcoba y cuanto
más oía, más convencido estaba de que una maquinación infame se tramaba contra
él y que, si no andaba prevenido, allí mismo le asesinarían.
El obispo se levantó y vestido con lo primero que tuvo
a mano, pasó también a la catedral, seguido de capellanes, frailes y
sacristanes. Cuando llegó a la puerta, preguntó de mal talante:
-¿Quienes sois vosotros y qué queréis a esta hora?
Tras un angustioso silencio, de nuevo pudo oírse la
siniestra voz de uno de los embozados, que repitió con lúgubres acentos: «Que
venga el rey».
No esperaba el obispo esta respuesta y menos aún
esperaba oír la voz fantasmal que le contestó. «¡Dios Santo!», dijo para sí,
«son los demonios o los espíritus que vienen a buscar al don Alfonso».
Volvieron todos con los faldones arremangados y dando
grandes zancadas: unos se persignaban y otros no querían quedarse los últimos.
Al pasar frente al altar, se arrodillaron y se santiguaron con precipitación,
cayendo unos sobre otros y se pisaron los tobillos y se golpearon con los
codos... pero al fin llegaron al palacio y se plantaron ante la habitación del
rey. Ni siquiera el obispo tenía valor para anunciarle al monarca tan fantasmal
visita. Pero al fin, llamó a la puerta. Cuál no sería su sorpresa cuando vieron
ante ellos a don Alfonso vestido de punta en blanco, con su espada ceñida a la
cintura y la corona sobre sus sienes.
-Quieren verme, y me verán -dijo.
Y apartando a aquella caterva de clérigos, caminó por
el corredor haciendo sonar sus espuelas con fuerza y decisión. Cruzó las naves
de la catedral y se dirigió a la puerta. Ni siquiera se detuvo a interrogar a
los visitantes: de un fuerte golpe, abrió las dos hojas de la entrada y un
viento helado inundó el santo recinto.
Allí estaban aquellas lúgubres figuras, bajo la
lluvia. De sus gigantescas siluetas negras apenas podía distinguirse nada, sino
dos espadas bruñidas que asomaban bajo los mantos y sus ojos que brillaban como
los fuegos fatuos en las sepulturas. Cuando el rey se les plantó delante y
desenvainó su espada, los dos extraños hincaron sus rodillas en señal de acatamiento
y veneración. Uno de ellos dijo:
-Rey y señor nuestro: mi nombre es Rodrigo Díaz de
Vivar y quien me acompaña es el conde Fernán González.
Un escalofrío recorrió la espalda del monarca, pero
pronto se recuperó de la impresión y contestó:
-¡Falsarios! ¡No pronuncieis los sagrados nombres de
dos caballeros muertos hace muchos años!
-Pronunciamos nuestros nombres y en ello no ofendemos
a Dios. Sabed, rey Alfonso, que en tres días batallaréis contra los moros en
las Navas de Tolosa. Mas no temáis, nosotros estaremos allí y los cristianos
saldrán vencedores.
Y, levantándose, se internaron en la oscuridad y
desaparecieron de su vista.
A ciencia cierta no se sabe si este aviso previno al
rey en la batalla y, por supuesto, también se ignora si los dos extraños
caballeros eran en verdad el Cid y el Conde de Castilla. Lo que es seguro, y
esto lo atestiguaron muchas gentes que estuvieron en las Navas de Tolosa, es
que se vieron entre los ejércitos cristianos dos caballeros vestidos de negro
que no quisieron decir sus nombres a nadie, y que pelearon con fiereza contra
los sarracenos haciendo gran carnicería. Tampoco se supo nada de ellos después,
porque nunca volvieron a aparecer y todos los creyeron muertos.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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