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jueves, 22 de agosto de 2013

La anxana de la hoz de santa lucía

Pudiera pensarse que los duendes y las hadas habitan por igual en todos los lugares, pero esta idea es bien falsa. Ha de saberse que estos seres maravillosos prefieren los lugares sombríos y húmedos, con nieblas frecuentes y lluvias pertinaces. Suelen encontrarse en tierras donde abunden los robles, los tejos, el serbal y crezca hierba abundante, ya que su estatura les permite esconderse con más facilidad en los bosques y en las praderas. También son muy aficionados a la mandrágora y a los hongos de cualquier tipo. Por tanto, aquellos que estén interesados en dar con ellos han de viajar a Irlanda, Escocia, la Bretaña francesa, a los bosques de Alemania y a otros lugares parecidos. Sin salir de la Penísula, pueden encontrarse con facilidad en Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco, Navarra y en algunos bosques de los Pirineos.
Los más conocidos entre los duendes son los trasgos (trasgu, en la lengua asturiana), famosos en las aldeas de Asturias por sus correrías en los establos y las cocinas. De ellos se dice que si miran leche, la hacen hervir, pero no es cosa probada. Andan rondando los lugares deshabitados pero con frecuencia se introducen en las cabañas de los aldeanos y cambian los cacharros de lugar, lo revuelven todo y hacen mil trastadas.
Entre las hadas, la más popular es la Xana, o el hada de las fuentes, también en Asturias. De ella se cuentan maravillas (todas muy bien fundadas), pero lo que más se alaba es su hermosura. Estas hadas se llaman en Cantabria ánjanas o anxanas y, como sus parientes asturianas, viven cerca de las fuentes, en los remansos de los ríos o en los arroyos de los bosques. De una de estas anxanas se cuenta la siguiente historia.

Antonio era un joven apuesto, bien parecido, elegante cuanto lo puede ser un leñador, alegre y de buen corazón. Vivía este muchacho en una aldea cerca de la Hoz de Santa Lucía, dedicado a su labor y sin mayores contratiempos. Sabido es que tuvo sus amores, pero con el tiempo dejó de rondar a las mozas y se enamoró de Rosaura.
Cierto día subió al monte a cortar leña, como solía. Poi allí andaban otras cuadrillas de leñadores pero él quiso adentrarse más en el bosque porque había visto un roble bien hermoso del que podría obtener excelente madera. Se alejó de sus compañeros y vino a dar con el árbol que tanto le agradaba. Y sin más tardanza, comenzó a cortarlo. Cuál no sería su sorpresa cuando, en medio de un hachazo y otro, comenzó a escuchar los quejidos lastimeros de una dama. Creyó que eran imaginaciones suyas y, tras la sorpresa, continuó con su trabajo. De nuevo surgieron los lamentos y se detuvo a escuchar con atención: ¡era el árbol quien se quejaba! Aterrorizado ante este prodigio se retiró un tanto y, aguzando el oído, pudo escuchar que el roble le decía de este modo:
-No me hieras con tu hacha, leñador, no me hieras. Que soy una doncella encantada: si me desencantas, yo te daré tesoros para que vivas feliz el resto de tus días.
-¿Y cómo he de hacer? -preguntó Antonio.
-Ve al remanso del río y, con un palo, golpea el agua tres veces. Entonces saldrá la anxana y ella te dirá lo que has de hacer.
Aturdido, atemorizado y asombrado, Antonio bajó corriendo a la aldea; con premura buscó a su novia Rosaura y le contó lo ocurrido. Esta, que era bella en extremo, pecaba también de avaricia y encomendó a su prometido que fuera pronto al remanso del río y que hiciera cuanto se le mandase, porque tal vez la dama encantada fuera una princesa o una reina y si Antonio era capaz de devolverle figura humana, acaso les otorgaría tantos bienes que jamás pasarían penurias.
De modo que Antonio se fue al río y allí, con una vara de avellano, golpeó tres veces el agua, como se le había ordenado. De pronto, surgió del agua la figura de la anxana, hermosa como un ángel, con su pelo dorado y los ojos verdes. El hada jugaba, reía, danzaba y cantaba sobre el agua como una ninfa y miles de gotas saltaban y brincaban a su alrededor.
Antonio, con voz temerosa, le contó lo sucedido en el bosque y la anxana, después de reírse y hacer ondas en el agua, le encomendó lo siguiente:
-Si quieres que desencante a la doncella, has de ir a la cueva del monte Ucieda y traerme una flor brillante que allí se esconde. Si me la traes, yo retiraré el hechizo; mas si no me la traes, la princesa seguirá para siempre en figura de árbol.
Aunque Antonio creía estar viviendo un sueño (¡tantos prodigios le habían sucedido!), no dudó en subir al monte y entrar en la cueva. Esta gruta, como saben todos los lugareños, es un lugar peligro-sísimo, porque hay muchas galerías y corrientes de agua; muchos hombres osados se han perdido en sus recovecos y no se ha vuelto a saber de ellos. Pero Antonio pensaba más en los tesoros que la doncella encantada le regalaría y en la felicidad que gozaría cuando fuese rico. De modo que, con precaución, comenzó a caminar en la oscuridad. Esperaba encontrar pronto la brillante flor que la anxana le pidió pero, por más que abría los ojos, todo era oscuridad. A su espalda aún había luz, de modo que, teniendo segura la salida, no había nada que temer y siguió avanzando. Cuando quiso darse cuenta, todo a su alrededor eran tinieblas. Y la flor no aparecía. Tentó las paredes húmedas, tuvo que inclinarse para sortear las columnas pétreas que colgaban de la bóveda, se internó más y más en la gruta... y la flor no aparecía.
Cansado, aterido de frío y hambriento, Antonio estaba a punto de renunciar, pero... ¿hacia dónde ir? ¿Cómo volver? Siguió caminando y caminando, iba y volvía, tomaba a ciegas un camino y éste se cerraba; regresaba y, al tomar otra vía, el imprudente leñador se percataba de que un abismo se abría a sus pies. Tornaba a caminar, tropezaba y caía, escalaba paredes y descendía barrancos, todo en la más absoluta oscuridad... y la flor no aparecía.
Desesperado, Antonio comprendió la agonía que le esperaba: se hallaba perdido, no tenía modo de volver y allí quedaría sepultado para siempre. Estaba tan cansado que, en medio de sus lamentos, repetidos mil veces por el eco tenebroso, se quedó dormido. Tuvo una pesadilla horrible: soñó que su amada Rosaura se casaba con un antiguo pretendiente...
Cuando despertó, tuvo la impresión de haber dormido durante mucho mucho tiempo. Se palpó la barba y ésta le había crecido sorprendentemente. Incluso podía notar las arrugas de su frente y de su manos. Pero, al fin, se había repuesto un tanto de su cansancio y continuó su vagabundear por la cueva... ¡Oh, con cuánta alegría pudo distinguir una débil luz al final de la galería! Al girar el recodo pudo contemplar una flor, brillante como una estrella, tal y como dijo la anxana. Con sumo cuidado cortó la flor y, con ella en las manos, no tardó mucho en encontrar la salida. «Verdaderamente esto es cosa de hadas», se decía Antonio.
Más se alegraba el leñador de haber salido de la cueva que de tener la flor prodigiosa. Estaba deseoso de ver a sus padres y a su novia y contarles la terrible aventura que le había sucedido en la cueva, y más tarde iría a llevarle la flor a la anxana. Pero cuando llamó a la puerta de su casa, un hombre salió y tomándole por vagabundo le dijo: «Ea, vete de aquí y no molestes». Fue después a casa de su novia, y cuando golpeó en la puerta salió una vieja que le espetó: «¿A qué Rosaura buscas? Yo soy la única Rosaura en esta casa. Vete de aquí, mendigo, y no molestes». Desesperado, cansado y casi loco, Antonio no sabía qué hacerse. A sí mismo se veía con la ropa desastrada, con una barba larguísima y envejecido de modo lastimoso... no pudo más y dejóse caer junto a la iglesia. Acertaron a pasar por allí una anciana y su hijo, y, sintiendo lástima de él, lo llevaron a su casa y lo acomodaron tan bien como pudieron. A la mañana siguiente le cortaron las barbas, le dieron ropa nueva y le ofrecieron el pobre desayuno que tenían.
No quiso comer nada Antonio. Pensó que acaso la anxana pudiera explicarle las desgracias que padecía: por qué había envejecido, por qué sus padres no habitaban la casa en la que vivieron, por qué aquella vieja desagradable decía llamarse como su novia...
Llamó a la anxana con tres golpes de vara y, entre sollozos, le dijo:
-Aquí tienes la flor que me pediste y, ahora, dime: ¿qué me ha sucedido y dónde están mis padres y Rosaura?
-Es el castigo que mereces, avaricioso, falso y engañador. Asombrado y aterrorizado, Antonio echó varios pasos hacia atrás.
-Eso que a ti te han parecido días, fueron en verdad cincuenta años -continuó la maga. Del mismo modo que tú olvidaste a Mercedes, aquella moza a la que prometiste bodas, así el tiempo te ha olvidado a ti; y te olvidaron tus padres, cuyos cuerpos reposan en el cementerio desde hace muchos años; y te olvidó tu prometida Rosaura, que tomó por marido a otro, tal y como soñaste; y después de tanto tiempo Rosaura, ya vieja y maltrecha, no ha querido recibirte en su casa. Pero, anda, ve allí donde te han dado cobijo esta noche; que puedas comprobar que el buen amor no tiene olvido: esa mujer, anciana como tú, es Mercedes, y el mozo que te ayudó a sostenerte es tu propio hijo. Anda, ve con ellos y no vuelvas a visitarme jamás.

Fuente: Jose Calles Vales

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