Volvamos a las ninfas de las fuentes y los arroyos: el
lector debe conocer algunas características de estos seres (xanas, janas, anjanas, lamias, donas d aigua, mouras), por si se
topa alguna vez con ellas. Se ha de saber que son muchachas de una excepcional
belleza: su rostro es el de los mismos ángeles, aunque un tanto pálido, porque
tienen la piel blanca como el nácar. En ocasiones se afirma que sus ojos son
verdes o azules, y que sus cabellos son rubios. Pero estos detalles no son
exactos: en términos generales, las xanas y las anjanas del norte son rubias y
utilizan peines de oro para cuidar sus cabellos; pero en el País Vasco se han
visto lamiñak con el pelo tan negro como el azabache y las mouras de Castilla a
veces tienen el cabello ensortijado. Respecto a los ojos, si bien predomina el
color verde, también las hay con ojos negros, grises e incluso violetas. Suelen
vestir túnicas largas de lino, de color blanco o azul muy pálido, y a veces
utilizan capas para cubrir su cabeza, sobre todo en los días fríos o de niebla.
Aunque gran parte de su tiempo lo emplean en el cuidado de su belleza, también
son industriosas y tejen sin cesar hilo de oro.
Las malas lenguas hablan de hechizos y maldiciones, e
incluso de crímenes, pero las xanas no son tan terribles. Suelen proceder de
modo justo, aunque prefieren que se halague su hermosura y se les regalen
pequeñas cosas, como alfileres, figurillas, cristales o espejuelos. A cambio,
las magas del agua suelen regalar oro puro u otros objetos del preciado metal.
Naturalmente, todos saben que algunos pastores o leñadores han muerto ahogados
en los ríos por culpa de las ninfas del agua, pero no cabe atribuir estas
muertes a las xanas, sino a la imprudencia de los hombres, que se enamoran
perdidamente de ellas y se arrojan a las pozas.
Salvo las lamiñak
vascas, el resto son bastante tímidas y prefieren la soledad. Sólo las ninfas
de los arroyos de Euskadi son habladoras y amables: dulces y alegres, las
lamiñak suelen ser muy generosas y se cuentan por docenas los casos en que una
ninfa ha regalado objetos preciosos a pastores y labradores. Como en aquella
ocasión en que un leñador se refugió de una tormenta en la cueva de Balzola y
durante varias horas estuvo hablando con una lamia hermosísima. Quedó tan
encantada la maga con el leñador que le regaló un trozo de carbón, pero cuando
el hombre salió de la cueva el carbón se convirtió en oro.
De una de estas lamiñak
se cuenta en las aldeas Vizcaya la siguiente historia:
Pernando de Artea era un muchacho alegre y jovial que
por aquellos años volvía al caserío de sus padres tras haber estudiado en
Alcalá. Aunque los licenciados de Alcalá se burlaban de su modo de hablar y se
mofaban de su pobre atuendo, lo cierto es que Pernando dejó muchos amigos en la Universidad y era un
personaje querido por todos.
De vuelta a su patria, Pernando no se enorgullecía de
su saber: bien al contrario, ayudaba a sus padres en todas las tareas y lo
mismo llevaba las vacas al prado, que cortaba leña o bajaba al pueblo a vender
las hortalizas.
Pero el joven tenía vocación de andariego, y no pasaba
tarde en que no subiera al monte: se internaba en el bosque y, sentado bajo un
árbol, leía o entretenía su imaginación con la vista de aquellos espacios
silvestres. Le encantaba observar a los jilgueros, a las ardillas y a los peces
del río, y todo cuanto veía le parecía maravilloso y sorprendente.
Fue en uno de estos paseos cuando encontró a Barina.
Ésta era una muchacha hermosísima, con el pelo rojo como el sol y unos ojos verdes
que enamoraban. Su voz, dulce y alegre, competía con el murmullo de la lluvia y
con los gorjeos de las fuentes. Pernando admiraba en ella sus labios como rosas
y sus manos como palomas, pero sólo pudo enamorarse de su corazón. La franqueza
en el trato, la sencillez, la timidez de Barina y su hermosura ocuparon la
mente de Pernando de Artea y ya nunca pudo librarse de este amor. Durante horas
estuvieron conversando de esto y aquello, y a cada instante el muchacho estaba
más prendado de Barina. Pero llegaron las primeras sombras y Pernando tuvo que
volver a casa.
Apenas pudo conciliar el sueño y durante toda la
mañana siguiente no pensó en otra cosa que en su amor. Ya estaba deseando que
se cumpliera la hora en que viera de nuevo a Barina. Y así sucedió: en un lugar
recóndito del bosque, junto a un arroyo, Barina esperaba con su sonrisa alegre
y amable. De nuevo intercambiaron gestos, palabras y requiebros, y Pernando
volvió a su casa pensando que Barina habría de ser su esposa tan pronto como
fuera posible.
Contó a sus padres cómo había conocido a esta muchacha
y lo encantado que estaba con ella. Pero su madre comenzó a llorar sin consuelo
y Pernando quiso saber el motivo.
-¡Ay, hijo mío! -decía la pobre mujer. Que esa
muchacha es una maga del agua y te ha hechizado...
Aturdido y triste, Pernando pasó toda la noche dando
vueltas en la cama, con fiebre y casi delirando: de ningún modo podía creer que
Barina fuera una de aquellas lamiñak
de las que hablaban los viejos y los aldeanos. Tan seguro estaba de su amor,
que por nada del mundo abandonaría a Barina. En cualquier caso, estaba decidido
a comprobar que su amada verdaderamente era humana.
Al día siguiente y como todos los últimos días, Barina
y Pernando se reunieron junto al arroyo y allí se prometieron amor sin fin.
Abrumado por las palabras de su madre, Pernando preguntó a su querida:
-Amada Barina, dime si eres humana y si podré casarme
contigo.
Una nube de tristeza cruzó la frente de la muchacha y
de sus ojos de enamorada brotaron lágrimas. Retiróse un tanto y se dirigió al
arroyo. Caminó por la orilla y se lanzó al agua, hundiéndose hasta el fondo.
Quedó el arroyo sin ondas y en la más tranquila quietud... pero la sorpresa de
Pernando fue terrible cuando vio surgir a su amada de las profundidades entre mil
gotas de agua, que brillaban como estrellas y rocío. Al volverse, una cola de
pez chapoteó en el agua, y Pernando cayó de rodillas, cubriéndose el rostro con
las manos: ¡era una lamia! ¡Una maga del agua!
A duras penas pudo el joven volver al caserío: tenía
en el alma una pena inmensa y lloraba desconsoladamente. Su amor era imposible
y el casamiento, también. Abatido y amargado, Pernando cayó enfermo y a los
pocos días la fiebre lo consumió. Dicen, quienes estuvieron allí, que sus
últimas palabras fueron para Barina, a quien había entregado su corazón.
Siete doncellas hermosísimas acudieron al velatorio y
pusieron un manto tejido en oro sobre el cuerpo del joven muchacho. Nadie las
conocía pero todos supieron que eran lamiñak,
que venían a honrar al estudiante. Al día siguiente, los parientes y vecinos
fueron a enterrar a Pernando. Pudo verse a una muchacha, que seguía el cortejo
de lejos, cubierta con una capa de grana bordada en oro: era Barina, que
lloraba la muerte de su amado. Pero no pudo entrar en la iglesia, porque las
hadas del agua tienen prohibida su estancia en lugar sagrado.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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