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jueves, 22 de agosto de 2013

La culebra de vivar

¿Quien nos darie nueuas de myo Cid el de Bivar?
¡Fose a rio d'ovirna los molinos picar
e prender maquilas, commo lo suele far.
CANTAR DEL CID

En las riberas del río Ubierna había una culebra que atemorizaba los contornos, ni en Quintanilla Morocisla ni en Vivar estaban los aldeanos tranquilos. Se decía que esta espantosa serpiente medía tres varas de largo y tenía dientes como de dragón. Ha de saberse que este tipo de alimañas eran muy frecuentes en los tiempos antiguos y se sabe de una que habitaba los fangos de Barrio Panizares, la cual era tan grande que sobrepasaba la media legua.
Mas volvamos a las riberas del Ubierna: en un molino cercano vivía una mujer honrada llamada Teresa. Tenía esta mujer un hijo, de nombre Rodrigo. Las malas lenguas dicen que la molinera había tenido a este muchacho por unos amores con un noble burgalés, llamado Diego Laínez, un caballero de pro, descendiente de una de las familias más importantes de Castilla. El caso, según se asegura en la comarca, fue que don Diego amaba más a la humilde molinera que a su iracunda esposa y que siempre estimó más a su hijo bastardo, Rodrigo, que a los herederos legítimos de su casa. Tanto es así que Rodrigo, ya mozo, fue educado en palacio, pasó pronto a Burgos y, de allí, a Zamora, donde tuvo tratos con la mismísima reina doña Urraca. Pero ésta es otra historia.
Rodrigo era un niño vivo y travieso, un verdadero perillán: no paraba quieto y siempre andaba tramando malicias y desastres. Cuando no estaba enbadu-rnándose en la harina, estaba cazando ranas en el río... Como se dice en aquella parte, su madre no hacía vida de él.
Cierto día estaba Teresa preparando la molienda cuando bajó Rodrigo corriendo y saltando como de costumbre. Pedía a su madre que admirase el magnífico ratón que había capturado en el granero y estaba empeñado en que la pobre molinera tejiera un sayo para el roedor. Harta ya de las ocurrencias de Rodrigo, su madre le entregó una hoz y un saco:
-Y ahora -le decía- te vas al prado que hay camino abajo, y te traes el saco lleno de hierba para el burro. A ver si haces algo de provecho y te dejas de ratones y ranas.
Rodrigo, en el fondo, era buen muchacho y por nada del mundo hubiera querido enojar a su madre o molestarla en el duro trabajo del molino. Así que, dispuesto a obedecer, tomó la hoz y el saco y bajó por los caminos del prado dispuesto a segar tanta hierba como pudiera. Desde luego, Rodrigo sabía que podría encontrarse con la maldita culebra, pero el mozalbete era animoso y vivo, y no temía en nada al reptil.
Cuando llegó al prado soplaba una brisa suave y el sol brillaba en todo lo alto. Ya se conoce que los días soleados son muy propicios para que las serpientes y las culebras salgan entre las rocas o abandonen durante unas horas las charcas; porque estas alimañas gustan de tomar el sol para calentarse la sangre, que la tienen fría como el hielo.
Estaba segando Rodrigo sin pensar en los peligros que le acechaban cuando, de pronto, vio aparecer entre las hierbas la cabeza afilada de la temida culebra: bien se podía decir que la bicha medía treinta pasos, o más. Rodrigo se echó para atrás, un tanto sobrecogido. Pero, repuesto de la primera impresión, quedóse quieto y observó detenidamente los sinuosos movimientos del reptil. Entonces, lanzó al aire un manojito de hierbas que volaron con la brisa sobre la cabeza de la serpiente. Esta, atraída por el oscilante batir de las hojas, lanzó una fiera mordedura a las briznas volanderas y dejó libre su cuello, a merced de Rodrigo. En ese preciso instante, sin dudas ni temor, el muchacho se lanzó hacia ella con la hoz en la mano y, de un solo tajo, la culebra quedó descabezada.
Rodrigo estaba orgulloso, y con razón, de su proeza; mas no quiso volver al molino con el saco vacío y estuvo segando hierba hasta que el sol comenzó a ocultarse. Regresó entonces junto a su madre y le mostró ufano su trofeo. En esto, y en otras cosas que ya había demostrado, conoció Teresa que su hijo estaba llamado a hacer grandes prodigios en la historia del pueblo.

Este muchacho no defraudó las expectativas de su madre y, por supuesto, tampoco las que depositó en él su padre, don Diego Laínez (o Lainez): con el tiempo, el pequeño Rodrigo fue llamado Rodrigo Díaz de Vivar, y los moros le decían Sidi o Cid, que significa «señor».
De él se cuentan numerosas leyendas, como la de la piedra de Quintanilla: se dice que entre Quintanilla y Vivar había disputas por los límites comarcales y que quisieron poner fin a las querellas enco­mendándole al Cid que lanzara una piedra en Vivar. Tanto como alcanzara la piedra, tanto sería el término del pueblo de Vivar. Se asegura que el Cid cogió un canto y que lo lanzó con tanta fuerza que estuvo a punto de golpear en la ermita de San Roque, ya muy cerca de Quintanilla. Viendo que la piedra volaba sin parar y que estaba a punto de alcanzar la ermita, Rodrigo Díaz de Vivar dijo:

¡Detente canto,
no pegues contra el santo!

Y reprendió a los alcaides de Quintanilla, diciéndoles que si la cuestión fuese la distancia, sin duda Quintanilla pertenecería a Vivar.
Con todo, lo más asombroso es que la piedra que hoy se puede contemplar junto a la ermita de San Roque (y que dicen es la misma que lanzó el Cid) pesa más de un quintal y tiene los agujeros propios de un bolo, como para introducir una enorme mano en ellos y poder arrojarla.
El Cid también es el protagonista de otra leyenda en el paraje llamado la Patada del Cid. Según se comenta en Basconcillos del Tozo y en Arcellares, en el valle cercano vivía una enorme serpiente. Rodrigo Díaz de Vivar fue a luchar contra ella y la venció, pero en el transcurso de la pelea Babieca se vio obligado a arrodillarse; con tanta fuerza lo hizo que allí quedó impresa, en la roca, su huella. A veces el relato se transforma y se dice que lo que puede verse en la piedra son los cascos de la mítica cabalgadura y el hueco dejado por la lanza del Cid al derribar a su enemiga.
De todas las leyendas de Ruy Díaz, acaso la más popular es la que aconteció en Valencia. Falleció al parecer el Cid en la ciudad levantina y, enterados los moros, quisieron reconquistar de nuevo la preciosa joya del Mediterráneo. Aterrorizados ante tan siniestra perspectiva, los caballeros del Cid montaron el cadáver de su señor en Babieca y lo hicieron desfilar por las playas al encuentro de los sarracenos. Estos, que temían al Cid como si fuese el mismísimo demonio, huyeron despavoridos y la Ciudad del Turia estuvo en paz durante muchos años después.

Fuente: Jose Calles Vales

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