En el extremo noroccidental de la provincia de Zamora
hay un lago de origen glaciar, el más grande de la Península. Situado
en las montañas, los bosques y ríos circundantes ofrecen en su entorno toda la
majestuosidad y hermosura de la
Naturaleza , especialmente en otoño, cuando los robles
comienzan a teñir de ocres y amarillos aquellos nebulosos paisajes. En las
riberas del lago pueden descubrirse varios pueblecillos: en Ribadelago apenas
queda nadie, pues la presa del Tera se quebró a mediados del siglo pasado y
muchos aldeanos murieron sin remedio. Aún pueden verse los estragos que causó
aquel torrente de agua desbocada. Más arriba, en las faldas de la montaña, está
San Martín de Castañeda, con su hermosa iglesia románica, desde donde puede
observarse en toda su plenitud la hermosura del lago.
Es probable que Miguel de Unamuno tuviera presente la
imagen de este lago y las leyendas que de él se cuentan, cuando escribió su mejor
novela: San Manuel Bueno Mártir (1931).
El origen del lago remite, por supuesto, a una
leyenda, de la cual hay tantas versiones como aldeanos en aquellas tierras. Una
de las más comunes supone que en el lugar que hoy cubren las aguas había un
valle profundísimo y, allí, un pueblo. Esta aldea se llamaba, al parecer,
Valverde de Lucerna o sólo Lucerna. Cuentan que Jesucristo pasó por allí en
figura de peregrino y que, cuando pidió posada, ninguno de los habitantes quiso
abrirle la puerta ni darle cobijo. Un cronista moderno afirma que «hubo quien
le echó los perros», pero este extremo no ha podido ser confirmado. El caso es
que el divino peregrino se sentó junto a la iglesia, dispuesto a pasar la noche
al raso: cosa verdaderamente cruel, porque en aquellos parajes el viento es
helado e incluso en las noches de verano se agradece una manta.
Acertó a pasar por allí Matías, el panadero, y,
compadeciéndose de él, le invitó a pasar la noche en su casa, aunque no tenía
más que un jergón y un saco para que pudiera cubrirse. Aceptó el extranjero la
oferta y, al día siguiente, encargó al panadero que le hiciera un pan para el
camino: cuando el pan reciente salió del horno, Jesús lo dividió en dos partes.
La parte más escasa se la guardó en el zurrón, y el mendrugo grande lo depositó
en un saco.
-Y ahora, humilde panadero, coge a tu mujer y a tus
hijos, y sube con el saco a lo alto de aquella montaña, porque muy pronto este
pueblo estará cubierto por las aguas.
Y golpeando el suelo con su cayado, brotó de la tierra
un manantial de agua fría.
El panadero iba subiendo por la ladera y veía que el
manantial no cesaba de lanzar aguas y que el pueblo se anegaba sin remedio.
Cuando llegaron a la cumbre, la mujer abrió el saco que el peregrino les había
entregado y pudo contemplar maravillada que había más de cuarenta panes en el
interior. No quiso alegrarse el panadero, que volvía los ojos hacia el pueblo y
veía cómo sus vecinos perecían ahogados, con sus vacas y sus terneros, con los
cochinos y las gallinas... y no había modo de salvarlos.
Dicen los habitantes de aquellas ásperas tierras que,
arrepentidos, los aldeanos intentaron salvar las campanas de la iglesia. Pero
no hubo modo de sacarlas de allí y quedaron tocando mientras el agua cubría el
pueblo. Por esta razón, se asegura que en la noche de San Juan se oyen las
campanas del pueblo sumergido. Unos afirman que, para oír el tañido, es
necesario estar sin pecado; y otros sugieren que sólo quien se bañe en el lago
y meta la cabeza bajo las aguas, podrá oír cómo tocan a muerto.
Y esto último es bien fácil, porque el lago es un
lugar peligroso en el que no conviene hacer caso de estas habladurías: el agua
es muy fría y sus profundidades son desconocidas, de modo que mejor será
permanecer en la orilla, y suenen las campanas cuando quieran.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
No hay comentarios:
Publicar un comentario