Translate

jueves, 22 de agosto de 2013

El lago de sanabria (1)

En el extremo noroccidental de la provincia de Zamora hay un lago de origen glaciar, el más grande de la Península. Situado en las montañas, los bosques y ríos circundantes ofrecen en su entorno toda la majestuosidad y hermosura de la Naturaleza, especialmente en otoño, cuando los robles comienzan a teñir de ocres y amarillos aquellos nebulosos paisajes. En las riberas del lago pueden descubrirse varios pueblecillos: en Ribadelago apenas queda nadie, pues la presa del Tera se quebró a mediados del siglo pasado y muchos aldeanos murieron sin remedio. Aún pueden verse los estragos que causó aquel torrente de agua desbocada. Más arriba, en las faldas de la montaña, está San Martín de Castañeda, con su hermosa iglesia románica, desde donde puede observarse en toda su plenitud la hermosura del lago.
Es probable que Miguel de Unamuno tuviera presente la imagen de este lago y las leyendas que de él se cuentan, cuando escribió su mejor novela: San Manuel Bueno Mártir (1931).
El origen del lago remite, por supuesto, a una leyenda, de la cual hay tantas versiones como aldeanos en aquellas tierras. Una de las más comunes supone que en el lugar que hoy cubren las aguas había un valle profundísimo y, allí, un pueblo. Esta aldea se llamaba, al parecer, Valverde de Lucerna o sólo Lucerna. Cuentan que Jesucristo pasó por allí en figura de peregrino y que, cuando pidió posada, ninguno de los habitantes quiso abrirle la puerta ni darle cobijo. Un cronista moderno afirma que «hubo quien le echó los perros», pero este extremo no ha podido ser confirmado. El caso es que el divino peregrino se sentó junto a la iglesia, dispuesto a pasar la noche al raso: cosa verdaderamente cruel, porque en aquellos parajes el viento es helado e incluso en las noches de verano se agradece una manta.
Acertó a pasar por allí Matías, el panadero, y, compadeciéndose de él, le invitó a pasar la noche en su casa, aunque no tenía más que un jergón y un saco para que pudiera cubrirse. Aceptó el extranjero la oferta y, al día siguiente, encargó al panadero que le hiciera un pan para el camino: cuando el pan reciente salió del horno, Jesús lo dividió en dos partes. La parte más escasa se la guardó en el zurrón, y el mendrugo grande lo depositó en un saco.
-Y ahora, humilde panadero, coge a tu mujer y a tus hijos, y sube con el saco a lo alto de aquella montaña, porque muy pronto este pueblo estará cubierto por las aguas.
Y golpeando el suelo con su cayado, brotó de la tierra un manantial de agua fría.
El panadero iba subiendo por la ladera y veía que el manantial no cesaba de lanzar aguas y que el pueblo se anegaba sin remedio. Cuando llegaron a la cumbre, la mujer abrió el saco que el peregrino les había entregado y pudo contemplar maravillada que había más de cuarenta panes en el interior. No quiso alegrarse el panadero, que volvía los ojos hacia el pueblo y veía cómo sus vecinos perecían ahogados, con sus vacas y sus terneros, con los cochinos y las gallinas... y no había modo de salvarlos.
Dicen los habitantes de aquellas ásperas tierras que, arrepentidos, los aldeanos intentaron salvar las campanas de la iglesia. Pero no hubo modo de sacarlas de allí y quedaron tocando mientras el agua cubría el pueblo. Por esta razón, se asegura que en la noche de San Juan se oyen las campanas del pueblo sumergido. Unos afirman que, para oír el tañido, es necesario estar sin pecado; y otros sugieren que sólo quien se bañe en el lago y meta la cabeza bajo las aguas, podrá oír cómo tocan a muerto.
Y esto último es bien fácil, porque el lago es un lugar peligroso en el que no conviene hacer caso de estas habladurías: el agua es muy fría y sus profundidades son desconocidas, de modo que mejor será permanecer en la orilla, y suenen las campanas cuando quieran.

Fuente: Jose Calles Vales

0.003.3 anonimo (españa) - 018

No hay comentarios:

Publicar un comentario