En la actualidad, la Albufera de Valencia es
un lugar hermosísimo. Los turistas y viajeros pueden admirar un cañaveral
inmenso, donde anidan aves de distintas formas y colores, y donde la Naturaleza parece haber
ganado la batalla a la civilización. Los amantes de la ornitología tienen allí
un verdadero paraíso, y las playas del Saler y de Perelló son la delicia de los
bañistas.
Sin embargo, no siempre fue así. Antiguamente, cuando
Picassent era sólo un grupo de barracas dispersas y Almussafes podía aún
recordar los tiempos de los moros, por entonces, decimos, la Albufera era un pantanal
donde resultaba peligroso internarse. La franja que separa la laguna de la
costa era en aquel tiempo un lugar baldío, donde los pinos crecían en la arena,
apremiados por el salitre de un lado, y el cenagal del otro.
En este paraje agreste y deshabitado comienza nuestra
historia.
Pepet era un muchacho que no contaba aún los diez
años. Su familia, pobre y casi miserable, había abandonado la región y habían
dejado al niño en manos de unos hacendados de Almussafes. Los señores no se
ocuparon mucho de él y cuando tuvo edad para pastorear, lo enviaron a la Albufera a cuidar cerdos.
El mozo no conocía más que los pantanales, los cañaverales,
las garzas, los patos, las culebras, los escorpiones y los cerdos que tenía que
guardar. Para ser ciertos, Pepet apenas sabía hablar, porque no tenía con
quién: sólo sabía que, de tanto en tanto, un hombre mudo iba hasta la piara,
llevaba unos cochinillos y se llevaba los cerdos gordos y bien criados.
La amargura, la tristeza y la pena se fueron
apoderando de su joven corazón y, tendido en su choza, imaginaba que tal vez
había para él una vida mejor, lejos de los mosquitos de la Albufera y de los cerdos
del amo.
Sólo con su ingenio, Pepet se había fabricado una
flauta, aprovechando una caña rota y una navaja que llevaba siempre consigo.
Poco a poco, el muchacho perfeccionó su arte y adivinó que, para que su flauta
sonara con distintos tonos, habría de hacerle al menos siete agujeros. En fin,
todo lo tenía que aprender por sí mismo y con grandes dificultades.
Pepet pasaba las horas muertas tocando su flauta,
imitando el gorjeo de los pájaros o el silbo del viento. Una tarde, cercano el
atardecer, observó que, mientras él hacía sonar el instrumento, unas hojas se
movían en la
Albufera. Siguió tocando, por ver que ocurría, y vio salir
del agua una pequeña culebrilla.
Al día siguiente probó fortuna y, sentado frente a la
charca, hizo sonar su flauta: de nuevo la culebrilla salió del agua y se estuvo
allí mientras Pepet tocaba. Tanto ilusionó al muchacho este comportamiento,
que volvía cada día a la orilla y daba su serenata a la serpiente. Así pasaron
muchos días, tantos que la culebra, cuando sentía los pasos de Pepet, salía del
agua y allí se pasaba horas, escuchando la dulce melodía del niño. Parecía que
aquel reptil entendía y disfrutaba con la compañía de Pepet. Éste, por su
parte, estaba bien contento porque, al fin, podía decir que tenía una amiga.
Durante toda una noche estuvo pensando el muchacho qué
nombre le daría a la serpiente: Visanteta, Dolors, Mica... ¡Amparín! La alegría
de Pepet no tenía límites: no sólo tenía una amiga, sino que ésta tenía un
nombre bien bonito. Pasaron los meses y el rapazuelo no faltaba a la cita con
Amparín: cada día tocaba mejor la flauta e, incluso, la serpiente acudía sólo
con decir su nombre. En fin, la amistad entre la culebra y el niño se fue
haciendo cada vez más estrecha.
A pesar de querer mucho a Amparín, Pepet volvió a
recaer en su antigua tristeza: «¡Qué vida ésta» se decía, «qué vida la mía, que
sólo como mendrugos y mi única compañía es una culebra!». Con la llegada del
invierno, su pena se tornaba lastimosa y cualquiera se hubiera compadecido del
joven Pepet. No faltaba a su cita con Amparín, pero sus melodías eran tristes y
amargas, como la vida que llevaba.
Una mañana de primavera, Pepet vio salir el sol por
oriente y pensó que debía abandonar aquella existencia triste y solitaria.
Cogió su zurrón y partió camino de Nazaret, junto al río de Valencia. Después
entró en la ciudad del Cid y de allí pasó a Zaragoza, a Burgos y a otras
ciudades de Castilla...
El soldado que entró en una taberna del Carmen de
Valencia se parecía poco a aquel pastorcillo de cerdos de la Albufera. Sus brazos
se habían hecho fuertes, su rostro estaba curtido por el aire del norte, su
cabellera negra y larga reflejaba osadía y valor, sus ojos tenían el brillo de
la alegría y de la honradez. Allí estaba, con otros camaradas soldados, riendo
y cantando amigablemente, contento con su fortuna y con su vida.
Después de la fiesta, Pepet volvió a la posada y, como
cada noche, pensó cuánto había cambiado y qué feliz era en su nueva posición.
Recordaba, con amargura y con nostalgia, sus años de pastoreo, cuando sólo
tenía una amiga: la serpiente Amparín. Turbado por el recuerdo, decidió ir a la
mañana siguiente a la
Albufera y probar fortuna: tal vez aparecería su antigua
amiga.
Pepet hizo sonar su flauta, de la cual no se había
desprendido jamás, y entonó la más dulce melodía. De pronto, las aguas de la Albufera se agitaron
violentamente, y una enorme serpiente, viscosa y repugnante, saltó hacia la
orilla enredándose en los pies del soldado. Pepet trató de zafarse de aquel
abrazo mortal, pero los ojos de aquel reptil se clavaron en los suyos con
fiereza: ¡aquellos ojos! ¡Aquellos ojos amarillos eran los de su amiga Amparín,
convertida en un monstruo horrendo! Con la fuerza de la bestia inmunda, Pepet
fue perdiendo su aliento, mientras Amparín se enroscaba en su pecho y convertía
sus nauseabundos anillos en cadenas de hierro. A Pepet se le quebró la espalda
y, estrechado en las fauces de su traidora amiga, murió.
Lentamente, con un susurro despacioso, la serpiente
llevó su cuerpo a las aguas de la
Albufera y allí, en el lodazal, lo devoró.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
No hay comentarios:
Publicar un comentario