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jueves, 22 de agosto de 2013

La serpiente de la albufera

En la actualidad, la Albufera de Valencia es un lugar hermosísimo. Los turistas y viajeros pueden admirar un cañaveral inmenso, donde anidan aves de distintas formas y colores, y donde la Naturaleza parece haber ganado la batalla a la civilización. Los amantes de la ornitología tienen allí un verdadero paraíso, y las playas del Saler y de Perelló son la delicia de los bañistas.
Sin embargo, no siempre fue así. Antiguamente, cuando Picassent era sólo un grupo de barracas dispersas y Almussafes podía aún recordar los tiempos de los moros, por entonces, decimos, la Albufera era un pantanal donde resultaba peligroso internarse. La franja que separa la laguna de la costa era en aquel tiempo un lugar baldío, donde los pinos crecían en la arena, apremiados por el salitre de un lado, y el cenagal del otro.
En este paraje agreste y deshabitado comienza nuestra historia.
Pepet era un muchacho que no contaba aún los diez años. Su familia, pobre y casi miserable, había abandonado la región y habían dejado al niño en manos de unos hacendados de Almussafes. Los señores no se ocuparon mucho de él y cuando tuvo edad para pastorear, lo enviaron a la Albufera a cuidar cerdos.
El mozo no conocía más que los pantanales, los cañaverales, las garzas, los patos, las culebras, los escorpiones y los cerdos que tenía que guardar. Para ser ciertos, Pepet apenas sabía hablar, porque no tenía con quién: sólo sabía que, de tanto en tanto, un hombre mudo iba hasta la piara, llevaba unos cochinillos y se llevaba los cerdos gordos y bien criados.
La amargura, la tristeza y la pena se fueron apoderando de su joven corazón y, tendido en su choza, imaginaba que tal vez había para él una vida mejor, lejos de los mosquitos de la Albufera y de los cerdos del amo.
Sólo con su ingenio, Pepet se había fabricado una flauta, aprovechando una caña rota y una navaja que llevaba siempre consigo. Poco a poco, el muchacho perfeccionó su arte y adivinó que, para que su flauta sonara con distintos tonos, habría de hacerle al menos siete agujeros. En fin, todo lo tenía que aprender por sí mismo y con grandes dificultades.
Pepet pasaba las horas muertas tocando su flauta, imitando el gorjeo de los pájaros o el silbo del viento. Una tarde, cercano el atardecer, observó que, mientras él hacía sonar el instrumento, unas hojas se movían en la Albufera. Siguió tocando, por ver que ocurría, y vio salir del agua una pequeña culebrilla.
Al día siguiente probó fortuna y, sentado frente a la charca, hizo sonar su flauta: de nuevo la culebrilla salió del agua y se estuvo allí mientras Pepet tocaba. Tanto ilusionó al muchacho este compor­tamiento, que volvía cada día a la orilla y daba su serenata a la serpiente. Así pasaron muchos días, tantos que la culebra, cuando sentía los pasos de Pepet, salía del agua y allí se pasaba horas, escuchando la dulce melodía del niño. Parecía que aquel reptil entendía y disfrutaba con la compañía de Pepet. Éste, por su parte, estaba bien contento porque, al fin, podía decir que tenía una amiga.
Durante toda una noche estuvo pensando el muchacho qué nombre le daría a la serpiente: Visanteta, Dolors, Mica... ¡Amparín! La alegría de Pepet no tenía límites: no sólo tenía una amiga, sino que ésta tenía un nombre bien bonito. Pasaron los meses y el rapazuelo no faltaba a la cita con Amparín: cada día tocaba mejor la flauta e, incluso, la serpiente acudía sólo con decir su nombre. En fin, la amistad entre la culebra y el niño se fue haciendo cada vez más estrecha.
A pesar de querer mucho a Amparín, Pepet volvió a recaer en su antigua tristeza: «¡Qué vida ésta» se decía, «qué vida la mía, que sólo como mendrugos y mi única compañía es una culebra!». Con la llegada del invierno, su pena se tornaba lastimosa y cualquiera se hubiera compadecido del joven Pepet. No faltaba a su cita con Amparín, pero sus melodías eran tristes y amargas, como la vida que llevaba.
Una mañana de primavera, Pepet vio salir el sol por oriente y pensó que debía abandonar aquella existencia triste y solitaria. Cogió su zurrón y partió camino de Nazaret, junto al río de Valencia. Después entró en la ciudad del Cid y de allí pasó a Zaragoza, a Burgos y a otras ciudades de Castilla...
El soldado que entró en una taberna del Carmen de Valencia se parecía poco a aquel pastorcillo de cerdos de la Albufera. Sus brazos se habían hecho fuertes, su rostro estaba curtido por el aire del norte, su cabellera negra y larga reflejaba osadía y valor, sus ojos tenían el brillo de la alegría y de la honradez. Allí estaba, con otros camaradas soldados, riendo y cantando amigablemente, contento con su fortuna y con su vida.
Después de la fiesta, Pepet volvió a la posada y, como cada noche, pensó cuánto había cambiado y qué feliz era en su nueva posición. Recordaba, con amargura y con nostalgia, sus años de pastoreo, cuando sólo tenía una amiga: la serpiente Amparín. Turbado por el recuerdo, decidió ir a la mañana siguiente a la Albufera y probar fortuna: tal vez aparecería su antigua amiga.
Pepet hizo sonar su flauta, de la cual no se había desprendido jamás, y entonó la más dulce melodía. De pronto, las aguas de la Albufera se agitaron violentamente, y una enorme serpiente, viscosa y repugnante, saltó hacia la orilla enredándose en los pies del soldado. Pepet trató de zafarse de aquel abrazo mortal, pero los ojos de aquel reptil se clavaron en los suyos con fiereza: ¡aquellos ojos! ¡Aquellos ojos amarillos eran los de su amiga Amparín, convertida en un monstruo horrendo! Con la fuerza de la bestia inmunda, Pepet fue perdiendo su aliento, mientras Amparín se enroscaba en su pecho y convertía sus nauseabundos anillos en cadenas de hierro. A Pepet se le quebró la espalda y, estrechado en las fauces de su traidora amiga, murió.
Lentamente, con un susurro despacioso, la serpiente llevó su cuerpo a las aguas de la Albufera y allí, en el lodazal, lo devoró.

Fuente: Jose Calles Vales

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