Como se sabe, Alfonso Vi se vio obligado a huir de
León ante la persecución de su hermano Sancho de Castilla. El ambicioso Sancho
deseó siempre, desde la muerte de su padre don Fernando, ser el único e
indiscutible rey de los territorios cristianos de Castilla y León, para lo cual
puso precio a la cabeza de Alfonso y asedió las ciudades de Zamora y Toro.
Aterrorizado por las violencias de Sancho, don Alfonso
partió hacia Toledo y se entregó a los moros, de los cuales esperaba acaso más
benevolencia que de su propio hermano. En la maravillosa ciudad del Tajo,
Alfonso encontró asilo en el palacio de Al-Mammún, el cual, lejos de mantenerlo
como cautivo, le ofreció todas las comodidades posibles: le destinó grandes salones
tapizados, un jardín hermoso y varias jóvenes moras con las que pudiera
entretenerse. De paso, AlMammún consideraba que tener en el palacio al
heredero de Castilla podría proporcionarle algún beneficio: no descartaba, por
ejemplo, que Alfonso se tornara ambicioso y que ayudara a los moros a derrotar
a su hermano Sancho.
Pues bien, en esta situación se produjo un hecho que
ha quedado entre las leyendas más famosas de la historia de España: se ha
recogido en numerosos libros, ha sido motivo de dramas y romances, y se ha
tenido como una prueba de valor y serenidad en el rey Alfonso. Se trata de la
leyenda de la mano horadada.
El caso es que en cierta ocasión se hallaba don
Alfonso en su jardín, complacido en la belleza de las plantas, el aroma de las
flores y las caricias de sus concubinas. Estando en tan ameno lugar, llegaron
hasta él las voces de unos moros que discutían acalorada-mente. Volvióse don
Alfonso por oír mejor qué decían, pero no podía escuchar con claridad los
argumentos. Mandó a las moras que le dejasen solo y avanzó por la rosaleda
hasta un diván, en el extremo del jardín. Allí, escondido tras una celosía
enramada, pudo oír a su huésped, Al-Mammún, que debatía con otros caudillos
ciertos asuntos de guerra. La preocupación máxima de los moros por aquella
época era el portentoso avance de los cristianos y algunos sarracenos dudaban
de la capacidad de la ciudad de Toledo para resistir las embestidas de
Castilla. Al-Mammún suponía que colocar varias guarniciones en los montes
cercanos sería suficiente para sujetar a los cristianos, pero un árabe viejo y
sabio proponía disponer todas las fuerzas en el interior de la muralla...
De pronto, este viejo árabe interrumpió su discurso y
señaló el lugar donde estaba don Alfonso escondido, y desde donde había
escuchado toda la conversación.
-Ese perro infiel nos ha espiado -dijo un capitán,
dispuesto a sacar su cimitarra.
Rodearon todos la celosía dispuestos a matar allí
mismo al heredero de Castilla pero, cuando se plantaron ante él, vieron que don
Alfonso estaba profundamente dormido en el diván. Al-Mammún, que era de natural
benévolo, sugirió que no había nada que temer, porque el cristiano estaba
dormido y nada habría escuchado: bastaba con retirarse a otra sala y seguir
deliberando sobre las cuestiones de la defensa de Toledo. Pero el viejo árabe
levantó su mano derecha y dijo:
-Callad -y mirando con gesto cómplice a sus amigos,
añadió: derramaremos plomo fundido en su mano, y veremos.
Esperaban todos que don Alfonso, si estaba despierto,
saltaría del diván pidiendo clemencia; pero, aunque en realidad lo había oído
todo, permaneció tranquilo y ni un solo músculo de su rostro se movió.
Aún así, Al-Mammún no estaba convencido y ordenó que
se le trajera el plomo fundido, cosa que se hizo al momento.
Ya podía sentir don Alfonso el calor de la fragua
cerca de él, pero no hizo el menor movimiento ni sus facciones expresaron el
más mínimo temor. Al-Mammún tomó con cuidado la mano de don Alfonso y éste
cedió con aparente gusto, como hace quien está verdaderamente dormido y soñando
con los ángeles. Con cruel lentitud, el caudillo moro tomó el plomo fundido y
dejó caer una gota sobre la mano del prisionero. Al momento, don Alfonso se
despertó, preguntando:
-¿Qué hacéis? ¿Aprovecháis el sueño de un hombre para
torturarlo de este modo?
Así que los caudillos árabes quedaron convencidos de
que don Alfonso verdaderamente estaba durmiendo y que no había oído nada acerca
de la defensa de Toledo. Los moros pidieron disculpas a su huésped y curaron la
herida tan bien como pudieron, aunque ya para siempre la mano del rey de
Castilla tuvo la marca del plomo fundido.
Al poco tiempo, se supo en Toledo que Sancho había
muerto en el cerco de Zamora, y don Alfonso pidió a Al-Mammún que le otorgara
la libertad, cosa que hizo el moro inmediatamente. Tal vez pueda resultar
sorprendente que aquel moro liberara a su prisionero y más cuando iba a ser
coronado rey, pero quien así lo entienda no sabe cuáles eran las leyes de la
caballería: más honor era para Al-Mammún darle la libertad a don Alfonso, que
matarlo allí mismo y evitar la lucha en batalla abierta. Ningún caballero haría
cosa semejante. De modo que el sarraceno le entregó cuatro caballos y dos
sirvientes y dejó que don Alfonso regresara a su patria.
Después, el desterrado fue coronado rey con el nombre
de Alfonso VI y, tras el memorable suceso de la Jura de Santa Gadea, prosiguió con la Reconquista.
No olvidó don Alfonso cuanto había escuchado tras
aquella celosía, y mirando la herida de su mano recordaba todos los detalles de
la defensa de Toledo. Por esta razón, el rey conocía todos los entresijos de la
fortificación y la disposición de las tropas moras en la ciudad. Al cabo de
poco tiempo, en el año 1085, el rey de la mano horadada entraba en Toledo,
dando nuevas glorias a Castilla y León.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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