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jueves, 22 de agosto de 2013

El mediquín de aranda y la virgen de las viñas

Resulta curioso y enternecedor ver cómo gentes sesudas y de buen criterio creen a pies juntillas muchas tradiciones populares inverosímiles, a la vez que niegan otras bien posibles. Se afirma, por ejemplo, que los cristianos de Hispania (aún no era España) enterraron o escondieron las imágenes de las vírgenes cuando comenzó la invasión musulmana, a partir del siglo VIII, y que estas figuras y estatuas, recuperadas tras la Reconquista, fueron el origen de devociones importantísimas en el territorio peninsular.
Pues bien, esta tradición es improbable y, en algunos casos, manifiesta-mente falsa. El culto mariano o de la Virgen María era muy débil antes del siglo XIII y, por supuesto, en el siglo VIII era casi inexistente. Fue Roma quien decidió extender y potenciar el culto a la Virgen María en toda Europa y a ello le impulsó la creciente aparición de sectas y herejías que comenzaban a dudar de la virginidad de la Madre de Dios. Para lograr una sólida base religiosa, Roma hizo circular los compendios de milagros o miracula en los cuales se explicaba pormenorizadamente la intervención de la Virgen en los acontecimientos humanos. Gonzalo de Berceo, por ejemplo, siguió a rajatabla esta orden del papado y escribió sus inmortales Milagros de Nuestra Señora, dando vigor a un culto apenas iniciado en la Península.
Las apariciones de la Virgen o los hallazgos de vírgenes en lugares extraños comenzaron a ser frecuentes en el siglo XIV, e incluso en nuestros días María sigue sorprendiéndonos de tanto en tanto, bien en forma divina (luces, brillos, milagros), bien en forma escultórica. La Virgen, en cualquier caso, parece tener una tendencia natural a los emplazamientos extravagantes: cuevas, murallas, bosques, recónditos parajes. También suele evitar a científicos y catedráticos: sus irrupciones en este Valle de lágrimas se producen ante pastores y labriegos.
A continuación se relata una de estas tradiciones marianas junto a un episodio notable acaecido en Aranda de Duero, en la actual provincia de Burgos.
Como todo el mundo sabe, Aranda es la capital de la Ribera. Este es el nombre que se da en aquella zona a las márgenes del río Duero. La fama de esta población se debe, en la actualidad, a sus vinos, pero la tradición vitivinícola no es reciente y desde muy antiguo los habitantes de la comarca, desde Peñafiel a Peñaranda, han dedicado sus sudores a extraer de la tierra los preciosos frutos de la viña. Y fue en uno de estos lugares, entre viñas y sarmientos, donde apareció la Virgen: andaban, a lo que se ve, los vendimiadores cargando sus cestos y llevándolos a las bodegas cuando una cuadrilla descubrió la talla que hoy se venera en Aranda. Se trata de una Virgen sedente, aunque los faldones que le colocan suelen encubrir esta posición, típica de la escultura románica. Como no podía ser de otro modo, la estatua fue llamada Virgen de las Viñas y el templo que se hizo construir para albergarlo lleva el mismo nombre. En la actualidad, la ermita de la Virgen de las Viñas está prácticamente en el casco urbano, debido al crecimiento de la ciudad, pero antiguamente todos sus alrededores no eran más que monte y viñedos.
De modo que los arandinos estaban tan contentos con su Virgen.
Pero llegaron los tiempos de la peste. Algunos paisanos hablan de tiempos remotos; otros, en cambio, citan las famosas epidemias de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Sea como fuere, en lo que todos están de acuerdo es que Aranda de Duero veía diezmarse su población de día en día. Los hombres, las mujeres y los niños, jóvenes y viejos, todos caían ante la plaga y no parecía hallarse el remedio. Incluso los doctores enviados por el rey contraían de inmediato la enfermedad y morían al cabo de pocos días. De nada valían los ungüentos, las recetas o las cataplasmas: los carros transportaban cada día decenas de apestados comidos por la fiebre.
Por aquel entonces, si hemos de creer a los naturales de Aranda, vivía en la aldea un sacerdote muy devoto de la Virgen de las Viñas. Era un hombre bueno que veía con lástima y compasión la desgracia de sus convecinos y que, en su pobreza, no podía hacer mucho para aliviar el sufrimiento de la población. Aun a riesgo de contraer la enfermedad, el sacerdote visitaba a los apestados, les ofrecía su consuelo y, según su parecer, distribuía entre los doloridos arandinos lo que buenamente podía recolectar. Las angustias no dejaban dormir a este sacerdote y, confiando siempre en su Virgen de las Viñas, dedicaba las noches a la oración: postrado ante la humilde talla, golpeábase el pecho y pedía a María su intercesión para que Dios librara a su pueblo de tan duro castigo. Para él pedía toda suerte de desgracias, si Aranda se veía libre de la peste maldita.
Y sus oraciones no cayeron en saco roto: al poco, acertó a pasar por allí un joven y pidió acogerse durante una noche en la ermita donde el sacerdote rezaba. El mozo, casi niño, era de talante despierto y ameno, y no tardó en hacer buenas migas con el cura. Este le expuso la cruel circunstancia en la que se debatía el pueblo y el joven prometió ayudarle en lo que fuera menester. Afirmaba el rapaz que era doctor, pero el sacerdote desconfiaba de su título porque era casi niño y a duras penas habría podido instruirse en el arte de Hipócrates.
Pero he aquí que, al día siguiente, el cura y el muchacho come­nzaron a visitar a los enfermos, tal y como era costumbre. Y fue maravilla ver que, estando el joven en la casa, los apestados sanaban, las llagas remitían, la fiebre se rebajaba. Apenas tomaba sus manos, la enfermedad parecía huir, del mismo modo que el demonio huye de la presencia de los santos.
Se corrió la voz en Aranda: el «mediquín», puesto que así se le llamaba, era capaz de sanar a los desahuciados, devolvía la alegría a los desheredados y tenía poder para socorrer a los menesterosos. Incluso los cojos veían fortalecer sus piernas y los tuertos recuperaban la vista; los jorobados se enderezaban, los mudos hablaban y los sordos oían.
Todo lo hacía el joven «mediquín» con el mayor agrado, yendo de casa en casa, consolando a los viejos y jugando con los niños. De este modo, Aranda se vio libre de la peste en pocos días y ya en el pueblo se gozaba con la alegría de los mercados y el trajín del comercio. Tan agradecidos estaban los ciudadanos a su «mediquín» que el concejo acordó celebrar una gran fiesta, donde todos comieran asado y tortas y el vino de la Ribera corriera de mano en mano. Pensaban los arandinos otorgarle grandes honores y pedirle que no abandonara jamás el pueblo, prometiéndole que viviría sin ningún gasto y a su gusto lo que le restara de vida.
Pero cuando fueron a buscarlo, no lo hallaron en parte ninguna. No hubo bodega donde no se mirara, ni casa en la que no se preguntara, pero nadie sabía nada del «mediquín». Subieron algunos a la ermita de la Virgen de las Viñas y encontraron al sacerdote solo.
-Se ha ido: nada ha querido saber de vuestros convites y vuestros honores -dijo el cura apesadumbrado. Hizo cuanto tenía que hacer y no volverá.
Todos comprendieron entonces que la Virgen de las Viñas había enviado a su ángel y que éste había hecho el milagro de la curación. Por esta razón, junto a la Virgen y en su mismo templo, puede verse la talla de un muchacho, casi un niño, que recibe el nombre de Mediquín. Esta figura está ataviada de modo particular: su ropa siempre es del mismo color que el manto de la Virgen, y cuando la Virgen toma un manto verde, el Mediquín viste de verde; si azul, el Mediquín también de azul: y si blanco, blanco el Mediquín. Así confirman los arandinos la relación entre su Virgen más querida y el ángel que vino para curar a los enfermos y sanar a sus devotos.

Fuente: Jose Calles Vales

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