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jueves, 22 de agosto de 2013

Historia de la guerra de las comunidades y juan de padilla

Lo legendario y lo histórico se mezclan en este episodio: los personajes principales de esta peripecia son reales y existieron verdaderamente. En cambio, otras circunstancias de su vida están entretejidas con suposiciones e invenciones de cronistas y poetas. Ocurrieran las cosas como quiera que ocurrieran, lo cierto es que el nombre de Juan de Padilla está íntimamente ligado a la revolución de Castilla y al deseo de los castellanos de guardar sus antiguos fueros: la rebeldía castellana no tuvo lugar porque quisieran más de lo que en justicia les pertenecía, sino porque no le fueran usurpados los derechos que a fuerza de trabajo e historia se habían ganado.
Dice el erudito don Francisco Martínez de la Rosa que ya desde la monarquía de los Reyes Católicos se veía venir la infamia que Castilla tendría que soportar. Con la llegada al trono de Carlos 1, las imposiciones se hicieron más fuertes y a los castellanos se les negó el pan y la sal: para los intereses del Imperio, Castilla era el granero de trigo y de hombres, y a cambio sólo se les ofrecerían deberes e infamias. Carlos no conocía a los castellanos: era, de hecho, un extranjero en el trono e ignoraba las costumbres y la lengua de la nación que gobernaba. Colocó en cargos honoríficos y políticos a sus amigos de Flandes y Alemania, los cuales no dudaron en sangrar a Castilla y llevar todas las riquezas lejos de España. Impuestos, gravámenes, órdenes: esto era cuanto hacían aquellos ministros. Se anularon los fueros y las libertades de las ciudades castellanas y el descontento se extendía desde Palencia a Toledo.
Ni siquiera se atrevió Carlos v, emperador de Alemania, a convocar cortes en Castilla: lo hizo en Santiago y no para escuchar los ruegos de sus miserables súbditos, sino para evitarlos y no enojarse con sus peticiones. Castilla podía sobrellevar la opresión, pero no el desprecio, y en las calles de Toledo se oyeron las primeras quejas y se organizaron los primeros tumultos. El paladín de este primer amago de revolución fue Juan de Padilla, del que un enemigo suyo dice que era limpio de sangre, bien dispuesto de cuerpo, de ánimo esforzado, ducho en armas, juicioso, mozo en edad y querido por todos los vecinos. Sugirió Juan de Padilla que se enviasen cartas a otras ciudades de Castilla y que, formado el consejo, se pidiera al emperador la restitución de libertades y fueros. Varias peticiones más se solicitaban: que el rey no abandonase su patria, que no se diesen oficios a extranjeros, que no se sacase moneda del país, que no se pidiera más dinero a Castilla, que las cortes se celebrasen en el país, que no se vendiesen los cargos, que la Inquisición no oprimiese a los pueblos y, finalmente, que se administrara justicia como es debido. Excepto Burgos, Sevilla y Granada, las demás ciudades estuvieron de acuerdo, y fueron los procuradores de Salamanca los que represen-taron a Castilla en la audiencia. Pero el monarca no los escuchó, les volvió la espalda y les reprendió muy severamente. Los procuradores de Salamanca y Toledo reclamaron de nuevo sus derechos y se negaron a jurar obediencia, de modo que Carlos desterró a unos y encarceló a otros.
Cuando llegaron estas noticias a Toledo, Juan de Padilla y los suyos asaltaron el alcázar y colgando a ciertos nobles corruptos, se hicieron con el poder. Poco importó esto a Carlos, que abandonó España en el año 1520 habiendo conseguido un inmenso tesoro que dilapidaría en el extranjero.
Esta noticia produjo un levantamiento general en gran parte de Castilla y no se acataron las órdenes de Adriano de Utrech, un cardenal faldero y débil al que Carlos había puesto al frente del país. Los procuradores de Cortes que habían concedido el dinero a Carlos fueron perseguidos e insultados pública-mente y en Segovia llegaron a matar a uno de ellos. Toledo, Segovia, Burgos, Zamora, Madrid, Cuenca y Guadalajara se alzaron en armas y alertaron al resto de ciudades: por la ley o por las armas lograrían zafarse del yugo imperial y del deshonroso sometimiento de Carlos. Este conoció el desastre de la guerra civil que se urdía en Castilla y mandó aviso de que aceptaba las peticiones de Toledo, pero, al fin, envió soldados a Segovia y quiso hacer un escarmiento en aquella población. Pero Segovia pidió ayuda y toledanos, burgaleses, zamoranos, madrileños, toresanos, leoneses y murcianos, entre otros muchos, acudieron al auxilio de sus compatriotas. Al mando de los de Toledo iba, por supuesto, Juan de Padilla. Tan gran ejército se formó que el capitán de las tropas imperiales tuvo que retroceder, pero acudieron a Medina del Campo en busca de ayuda y de la artillería. Los ciudadanos de Medina lo impidieron, pues no querían participar en la humillación de sus compatriotas. Resueltos y valientes, los pobladores de Medina se enfrentaron a los soldados. La furia imperial se cebó en el pueblo: se quemaron las casas, colgaron a los vecinos y se cometieron las peores tropelías en aquel año de 1521. Medina quedó en la mayor ruina y el dolor fue inmenso entre los honrados ciudadanos. No dudaron los comuneros en acudir en su auxilio y pusieron en fuga a las tropas imperiales, que huyeron a Flandes como el niño llora en las faldas de su madre. Los comuneros se hicieron con la artillería de Medina y desde Galicia, Asturias y Vizcaya llegaron cartas de ánimo y apoyo.
Padilla y Zapata eran ya los capitanes de un numeroso ejército de revolucionarios. Fueron a Tordesillas y allí se entrevistaron con la reina Juana, encerrada y tratada con crueldad por su propio hijo. Doña Juana les escuchó y les trató con respeto, y sostuvo con su presencia el nuevo gobierno: la Santa Junta de Castilla. Los castellanos vitorearon a su nueva reina y el sello real volvió a ser respetado por todos. Todas las ciudades estaban entonces gober-nadas pacíficamente por los comuneros, excepto las de Andalucía que anunciaron su incondicional apoyo a Carlos y amenazaron con atacar a los castellanos. Pero esto no llegó a suceder.
En fin, las ciudades de Castilla veían florecer de nuevo sus campos y los habitantes comerciaban y trabajaban en la mayor felicidad. Pero los nobles comenzaron a quejarse abiertamente de este gobierno del pueblo y recordaron que la reina Juana no era más que una pobre loca. De modo que la avaricia y la tiranía invadieron sus pechos y volvieron sus ojos al emperador, traicionando del modo más infame a sus compatriotas. También tuvo mucho que ver en el descontento de los nobles el propio Carlos, que enviaba cartas secretas a los nobles, prometiéndoles el oro y el moro si lograban acabar con la revolución.
Cuando el rey tuvo convencidos a los nobles, envió una carta a los comuneros jurando que haría cumplir las antiguas leyes y asegurándoles todas las antiguas peticiones de Castilla. Aceptaron de buen grado los comuneros e ingenuamente creyeron en la buena fe del emperador. Pero éste traicionó su confianza y, ya en España, ordenó que los cabecillas de la revolución fuesen condenados a muerte, sin juicio y sin proceso; anuló todas las leyes contrarias a su voluntad y se declaró señor absoluto de los reinos de Castilla. Los navarros y los portugueses contribuyeron a sojuzgar al pueblo y los ciudadanos libres fueron sometidos de nuevo a la más penosa esclavitud. A duras penas los comuneros, sorprendidos por esta traición y asaltados por las tropas imperiales, pudieron reunir sus tropas: fue nombrado don Pedro Girón capitán de los revolucionarios. Los imperiales sitiaron Tordesillas y en su auxilio llegó Acuña, obispo de Zamora, del cual se dice en las crónicas que, pese a su avanzada edad, tenía un ánimo tan templado y un espíritu de libertad que podría competir con el mismo Juan de Padilla. Gran batalla se entabló en la capital de Castilla y numerosos los muertos que quedaron en sus calles, pero al fin la heroica ciudad no resistió y fue tomada por las armas y sus ciudadanos colgados o degollados. La misma reina Juana fue de nuevo encarcelada y se le pusieron cadenas durísimas.
Cundió el desánimo entre los comuneros, los cuales se sintieron engañados y traicionados, y todo anunciaba que la revolución tocaba a su fin. Muchos caudillos abandonaron la bandera de la libertad y se unieron al Imperio, unos por ambición y otros por un puñado de monedas. Dice el cronista Martínez de la Rosa que esta situación hubiera bastado para desanimar a cualquier pueblo, «pero eran castellanos» los que luchaban y era la libertad lo que anhelaban. Tomaron las riendas de la rebeldía Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado.
Juan de Padilla fue elegido capitán del ejército y aclamado por el pueblo y las tropas. Dispersó sus huestes por la comarca de Valladolid y durante mucho tiempo batalló contra nobles y partidarios del emperador. «Fueron frecuentes las escaramuzas con las tropas de los gobernadores, haciéndose unos y otros gran daño, talando campos, tomando villas y lugares, y sin escuchar nunca palabras de paz a pesar de haber venido a esta sazón un legado del Papa».
Por segunda vez los comuneros remontaban el vuelo y por segunda vez la libertad desplegaba sus alas en Castilla. Fiero y valiente cual ninguno, Padilla se lanzó contra Tordesillas y, tras varios días de sangrientas batallas, la ciudad volvió a manos revolucionarias. De nuevo los gobernadores imperiales trataron de convencer a Padilla y a los suyos, pero esta vez los comuneros no cedieron y no quisieron ser traicionados una segunda vez.
Siete mil infantes y cuatro mil caballos se dirigían a los campos de Tordesillas: así lo había ordenado Carlos, dispuesto a terminar de una vez por todas con los comuneros. Y a ellos se le unieron otros seis mil infantes y otros cuatro mil de a caballo. Viendo Padilla que era imposible resistir a tan inmenso ejército, dirigió sus tropas a Toro, donde esperaba encontrarse con otros partidarios. El día 23 de abril de 1521 las tropas imperiales alcanzaron a los comuneros cerca de la población de Villalar.
Aquel día la lluvia y el barro hacía más lenta la marcha de Padilla y los suyos, y los imperiales atacaron violentamente y a traición. Quinientos comuneros perdieron la vida en el primer lance. Se batalló con singular fiereza y la sangre castellana se mezclaba con el agua que corría a torrentes en aquel lugar.
-¡Libertad, libertad, libertad! -gritaba Padilla a los suyos.
Los partidarios de Carlos hicieron gran mortandad, pero el ánimo de Padilla insuflaba coraje a los suyos. Todos conocían que era inútil la resistencia y, aun así, lucharon con valentía ante los traidores a su patria. Por cientos caían en el barro, con el corazón hendido o con el cuello tajado. En aquella gloriosa batalla, entre el blandir de espadas y los atronadores estallidos de la artillería, un grito se elevaba por encima de todos: era Padilla que lanza en ristre reclamaba libertad para su pueblo.
-¡Libertad, libertad, libertad!
Desesperado, buscó la muerte y en un último esfuerzo ensartó de un espadazo al vizconde de Valduerna, a un escudero y, sin espada, se lanzó contra el enemigo... Cayó al fin, herido y sin fuerzas.
Esa misma noche del 23 de abril fue encarcelado v atado con cadenas; junto a él estaban Juan Bravo, capitán de Segovia, y Francisco Maldonado, capitán de Salamanca. El héroe castellano hizo escribir cartas a su esposa: «más siento tu pena que mi muerte», le decía. Al día siguiente los tres capitanes fueron conducidos al patíbulo y caminaban con ánimo resuelto y con la conciencia tranquila. Cuando Juan Bravo oyó que eran condenados por traidores, con un gesto de desprecio le dijo al pregonero:
-Mientes tú y quien te lo mandó decir: no somos traidores sino amantes de nuestro pueblo y defensores de la libertad.
Oyendo esto, dijo Padilla:
-Amigo Juan, ayer fue tiempo de luchar como caballeros; hoy es tiempo de morir como cristianos.
Llegados al lugar del suplicio, Juan Bravo gritó:
-Degüéllenme a mí primero, que no quiero ver morir a los mejores caballeros de Castilla.
Y fue decapitado. También ajusticiaron a Maldonado, que quiso morir mirando a su tierra salmantina. Después quisieron ejecutar a Juan de Padilla. Muy sereno y con el alma entregada a Dios, el capitán castellano miró a su verdugo y le espetó:
-¿Ahí estáis vos, buen caballero? Acabad pronto.
Con la restauración de las libertades en España, en 1975, se convino que sería fiesta de Castilla y León el 23 de abril, y con este motivo se celebra en la población de Villalar algún acto público en recuerdo de los castellanos que dieron su vida por la libertad de su pueblo.

Fuente: Jose Calles Vales

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