Lo legendario y lo histórico se mezclan en este
episodio: los personajes principales de esta peripecia son reales y existieron
verdaderamente. En cambio, otras circunstancias de su vida están entretejidas
con suposiciones e invenciones de cronistas y poetas. Ocurrieran las cosas como
quiera que ocurrieran, lo cierto es que el nombre de Juan de Padilla está
íntimamente ligado a la revolución de Castilla y al deseo de los castellanos de
guardar sus antiguos fueros: la rebeldía castellana no tuvo lugar porque
quisieran más de lo que en justicia les pertenecía, sino porque no le fueran
usurpados los derechos que a fuerza de trabajo e historia se habían ganado.
Dice el erudito don Francisco Martínez de la Rosa que ya desde la
monarquía de los Reyes Católicos se veía venir la infamia que Castilla tendría
que soportar. Con la llegada al trono de Carlos 1, las imposiciones se hicieron
más fuertes y a los castellanos se les negó el pan y la sal: para los intereses
del Imperio, Castilla era el granero de trigo y de hombres, y a cambio sólo se
les ofrecerían deberes e infamias. Carlos no conocía a los castellanos: era, de
hecho, un extranjero en el trono e ignoraba las costumbres y la lengua de la
nación que gobernaba. Colocó en cargos honoríficos y políticos a sus amigos de
Flandes y Alemania, los cuales no dudaron en sangrar a Castilla y llevar todas
las riquezas lejos de España. Impuestos, gravámenes, órdenes: esto era cuanto
hacían aquellos ministros. Se anularon los fueros y las libertades de las
ciudades castellanas y el descontento se extendía desde Palencia a Toledo.
Ni siquiera se atrevió Carlos v, emperador de
Alemania, a convocar cortes en Castilla: lo hizo en Santiago y no para escuchar
los ruegos de sus miserables súbditos, sino para evitarlos y no enojarse con
sus peticiones. Castilla podía sobrellevar la opresión, pero no el desprecio, y
en las calles de Toledo se oyeron las primeras quejas y se organizaron los
primeros tumultos. El paladín de este primer amago de revolución fue Juan de
Padilla, del que un enemigo suyo dice que era limpio de sangre, bien dispuesto
de cuerpo, de ánimo esforzado, ducho en armas, juicioso, mozo en edad y querido
por todos los vecinos. Sugirió Juan de Padilla que se enviasen cartas a otras
ciudades de Castilla y que, formado el consejo, se pidiera al emperador la restitución
de libertades y fueros. Varias peticiones más se solicitaban: que el rey no
abandonase su patria, que no se diesen oficios a extranjeros, que no se sacase
moneda del país, que no se pidiera más dinero a Castilla, que las cortes se
celebrasen en el país, que no se vendiesen los cargos, que la Inquisición no
oprimiese a los pueblos y, finalmente, que se administrara justicia como es
debido. Excepto Burgos, Sevilla y Granada, las demás ciudades estuvieron de
acuerdo, y fueron los procuradores de Salamanca los que represen-taron a
Castilla en la audiencia. Pero el monarca no los escuchó, les volvió la espalda
y les reprendió muy severamente. Los procuradores de Salamanca y Toledo
reclamaron de nuevo sus derechos y se negaron a jurar obediencia, de modo que
Carlos desterró a unos y encarceló a otros.
Cuando llegaron estas noticias a Toledo, Juan de
Padilla y los suyos asaltaron el alcázar y colgando a ciertos nobles corruptos,
se hicieron con el poder. Poco importó esto a Carlos, que abandonó España en el
año 1520 habiendo conseguido un inmenso tesoro que dilapidaría en el
extranjero.
Esta noticia produjo un levantamiento general en gran
parte de Castilla y no se acataron las órdenes de Adriano de Utrech, un
cardenal faldero y débil al que Carlos había puesto al frente del país. Los
procuradores de Cortes que habían concedido el dinero a Carlos fueron
perseguidos e insultados pública-mente y en Segovia llegaron a matar a uno de
ellos. Toledo, Segovia, Burgos, Zamora, Madrid, Cuenca y Guadalajara se alzaron
en armas y alertaron al resto de ciudades: por la ley o por las armas lograrían
zafarse del yugo imperial y del deshonroso sometimiento de Carlos. Este conoció
el desastre de la guerra civil que se urdía en Castilla y mandó aviso de que
aceptaba las peticiones de Toledo, pero, al fin, envió soldados a Segovia y
quiso hacer un escarmiento en aquella población. Pero Segovia pidió ayuda y toledanos,
burgaleses, zamoranos, madrileños, toresanos, leoneses y murcianos, entre otros
muchos, acudieron al auxilio de sus compatriotas. Al mando de los de Toledo
iba, por supuesto, Juan de Padilla. Tan gran ejército se formó que el capitán
de las tropas imperiales tuvo que retroceder, pero acudieron a Medina del Campo
en busca de ayuda y de la artillería. Los ciudadanos de Medina lo impidieron,
pues no querían participar en la humillación de sus compatriotas. Resueltos y
valientes, los pobladores de Medina se enfrentaron a los soldados. La furia
imperial se cebó en el pueblo: se quemaron las casas, colgaron a los vecinos y
se cometieron las peores tropelías en aquel año de 1521. Medina quedó en la
mayor ruina y el dolor fue inmenso entre los honrados ciudadanos. No dudaron
los comuneros en acudir en su auxilio y pusieron en fuga a las tropas
imperiales, que huyeron a Flandes como el niño llora en las faldas de su madre.
Los comuneros se hicieron con la artillería de Medina y desde Galicia, Asturias
y Vizcaya llegaron cartas de ánimo y apoyo.
Padilla y Zapata eran ya los capitanes de un numeroso
ejército de revolucionarios. Fueron a Tordesillas y allí se entrevistaron con
la reina Juana, encerrada y tratada con crueldad por su propio hijo. Doña Juana
les escuchó y les trató con respeto, y sostuvo con su presencia el nuevo
gobierno: la Santa Junta
de Castilla. Los castellanos vitorearon a su nueva reina y el sello real volvió
a ser respetado por todos. Todas las ciudades estaban entonces gober-nadas
pacíficamente por los comuneros, excepto las de Andalucía que anunciaron su
incondicional apoyo a Carlos y amenazaron con atacar a los castellanos. Pero
esto no llegó a suceder.
En fin, las ciudades de Castilla veían florecer de
nuevo sus campos y los habitantes comerciaban y trabajaban en la mayor
felicidad. Pero los nobles comenzaron a quejarse abiertamente de este gobierno
del pueblo y recordaron que la reina Juana no era más que una pobre loca. De
modo que la avaricia y la tiranía invadieron sus pechos y volvieron sus ojos al
emperador, traicionando del modo más infame a sus compatriotas. También tuvo
mucho que ver en el descontento de los nobles el propio Carlos, que enviaba
cartas secretas a los nobles, prometiéndoles el oro y el moro si lograban
acabar con la revolución.
Cuando el rey tuvo convencidos a los nobles, envió una
carta a los comuneros jurando que haría cumplir las antiguas leyes y
asegurándoles todas las antiguas peticiones de Castilla. Aceptaron de buen
grado los comuneros e ingenuamente creyeron en la buena fe del emperador. Pero
éste traicionó su confianza y, ya en España, ordenó que los cabecillas de la
revolución fuesen condenados a muerte, sin juicio y sin proceso; anuló todas
las leyes contrarias a su voluntad y se declaró señor absoluto de los reinos de
Castilla. Los navarros y los portugueses contribuyeron a sojuzgar al pueblo y
los ciudadanos libres fueron sometidos de nuevo a la más penosa esclavitud. A
duras penas los comuneros, sorprendidos por esta traición y asaltados por las
tropas imperiales, pudieron reunir sus tropas: fue nombrado don Pedro Girón
capitán de los revolucionarios. Los imperiales sitiaron Tordesillas y en su
auxilio llegó Acuña, obispo de Zamora, del cual se dice en las crónicas que,
pese a su avanzada edad, tenía un ánimo tan templado y un espíritu de libertad
que podría competir con el mismo Juan de Padilla. Gran batalla se entabló en la
capital de Castilla y numerosos los muertos que quedaron en sus calles, pero al
fin la heroica ciudad no resistió y fue tomada por las armas y sus ciudadanos
colgados o degollados. La misma reina Juana fue de nuevo encarcelada y se le
pusieron cadenas durísimas.
Cundió el desánimo entre los comuneros, los cuales se
sintieron engañados y traicionados, y todo anunciaba que la revolución tocaba a
su fin. Muchos caudillos abandonaron la bandera de la libertad y se unieron al
Imperio, unos por ambición y otros por un puñado de monedas. Dice el cronista
Martínez de la Rosa
que esta situación hubiera bastado para desanimar a cualquier pueblo, «pero
eran castellanos» los que luchaban y era la libertad lo que anhelaban. Tomaron
las riendas de la rebeldía Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado.
Juan de Padilla fue elegido capitán del ejército y
aclamado por el pueblo y las tropas. Dispersó sus huestes por la comarca de
Valladolid y durante mucho tiempo batalló contra nobles y partidarios del
emperador. «Fueron frecuentes las escaramuzas con las tropas de los
gobernadores, haciéndose unos y otros gran daño, talando campos, tomando villas
y lugares, y sin escuchar nunca palabras de paz a pesar de haber venido a esta
sazón un legado del Papa».
Por segunda vez los comuneros remontaban el vuelo y
por segunda vez la libertad desplegaba sus alas en Castilla. Fiero y valiente
cual ninguno, Padilla se lanzó contra Tordesillas y, tras varios días de
sangrientas batallas, la ciudad volvió a manos revolucionarias. De nuevo los
gobernadores imperiales trataron de convencer a Padilla y a los suyos, pero
esta vez los comuneros no cedieron y no quisieron ser traicionados una segunda
vez.
Siete mil infantes y cuatro mil caballos se dirigían a
los campos de Tordesillas: así lo había ordenado Carlos, dispuesto a terminar
de una vez por todas con los comuneros. Y a ellos se le unieron otros seis mil
infantes y otros cuatro mil de a caballo. Viendo Padilla que era imposible
resistir a tan inmenso ejército, dirigió sus tropas a Toro, donde esperaba
encontrarse con otros partidarios. El día 23 de abril de 1521 las tropas
imperiales alcanzaron a los comuneros cerca de la población de Villalar.
Aquel día la lluvia y el barro hacía más lenta la
marcha de Padilla y los suyos, y los imperiales atacaron violentamente y a
traición. Quinientos comuneros perdieron la vida en el primer lance. Se batalló
con singular fiereza y la sangre castellana se mezclaba con el agua que corría
a torrentes en aquel lugar.
-¡Libertad, libertad, libertad! -gritaba Padilla a los
suyos.
Los partidarios de Carlos hicieron gran mortandad,
pero el ánimo de Padilla insuflaba coraje a los suyos. Todos conocían que era
inútil la resistencia y, aun así, lucharon con valentía ante los traidores a su
patria. Por cientos caían en el barro, con el corazón hendido o con el cuello
tajado. En aquella gloriosa batalla, entre el blandir de espadas y los atronadores
estallidos de la artillería, un grito se elevaba por encima de todos: era
Padilla que lanza en ristre reclamaba libertad para su pueblo.
-¡Libertad, libertad, libertad!
Desesperado, buscó la muerte y en un último esfuerzo
ensartó de un espadazo al vizconde de Valduerna, a un escudero y, sin espada,
se lanzó contra el enemigo... Cayó al fin, herido y sin fuerzas.
Esa misma noche del 23 de abril fue encarcelado v
atado con cadenas; junto a él estaban Juan Bravo, capitán de Segovia, y
Francisco Maldonado, capitán de Salamanca. El héroe castellano hizo escribir
cartas a su esposa: «más siento tu pena que mi muerte», le decía. Al día
siguiente los tres capitanes fueron conducidos al patíbulo y caminaban con
ánimo resuelto y con la conciencia tranquila. Cuando Juan Bravo oyó que eran
condenados por traidores, con un gesto de desprecio le dijo al pregonero:
-Mientes tú y quien te lo mandó decir: no somos
traidores sino amantes de nuestro pueblo y defensores de la libertad.
Oyendo esto, dijo Padilla:
-Amigo Juan, ayer fue tiempo de luchar como
caballeros; hoy es tiempo de morir como cristianos.
Llegados al lugar del suplicio, Juan Bravo gritó:
-Degüéllenme a mí primero, que no quiero ver morir a
los mejores caballeros de Castilla.
Y fue decapitado. También ajusticiaron a Maldonado,
que quiso morir mirando a su tierra salmantina. Después quisieron ejecutar a
Juan de Padilla. Muy sereno y con el alma entregada a Dios, el capitán
castellano miró a su verdugo y le espetó:
-¿Ahí estáis vos, buen caballero? Acabad pronto.
Con la restauración de las libertades en España, en
1975, se convino que sería fiesta de Castilla y León el 23 de abril, y con este
motivo se celebra en la población de Villalar algún acto público en recuerdo de
los castellanos que dieron su vida por la libertad de su pueblo.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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