En el límite de la
provincia de Lleida, allí donde el Cinca y el Segre, unidos, se precipitan
hacia el Ebro, se levantaba el castillo del conde Artau.
Era este conde hombre
sanguinario y de vida licenciosa, a quien todos los colonos y vecinos de la comarca odiaban por su crueldad.
Un día que salía de caza
vio a Alicia, la hija de uno de los pecheros que tenían sus tierras a la orilla
del río. Era la muchacha de gran belleza; pero también de mucho recato. Al verla,
el conde se apeó de su caballo y se acercó a ella. El padre, que estaba
trabajan-do no muy lejos, al notar el ademán del conde, dejó las herramientas
con que labraba la tierra y se fue corriendo al lado de su hija.
Se enfureció el conde por
la llegada del padre de la muchacha, y montó de nuevo a caballo; pero no sin
decir, en voz lo suficientemente alta, a Alicia, para que lo oyera también el
padre, que a la hora de oración la esperaba en el castillo.
Se alejó de aquel lugar y
se dirigió a su casa para prGparar la entrevista, a la que sabía que no podía
dejar de acudir fa joven. Ésta quedó llorando amargamente. Su padre intentaba
en vano consolarla. También él estaba apenadísimo. Aquella hija era su
alegría y su orgullo, y ahoía iba a perderla para siempre.
Al acercarse la hora de
la oración, ambos salieron de su humilde casita de la orilla del río, para
dirigirse al castillo, donde el señor esperaba a Alicia. Mucho hablaron por el
camino. Muchos fueron los consejos que el padre dio a la hija, y a los que ésta
prometió obedecer ciegamente.
Al llegar al castillo,
les dejaron pasar enseguida. Los acompañaron a un hermoso salón y les dijeron
que el señor conde saldría al momento. `
Presentóse, en efecto, el
noble, y cuando vio que con Alicia había venido también su padre, le preguntó
qué estaba haciendo él allí, quién le había llamado.
El pobre hombre contestó,
en tono humilde, que había ido a acompañar a su hija, pues quizá no parecería
bien que una muchachita tan joven entrara sola en el castillo del señor.
Soltó el conde una
carcajada y le ordenó que se marchara sin tardanza. Nada tenía él que hacer
allí. Sólo había llamado a la hija. Para nada necesitaba al viejo.
El pechero, entonces,
cogió del brazo a su hija y fue a retirarse, pero con ella. El conde lo empujó
con violencia para separarle de la joven, y, dando unas palmadas, llamó a sus
hombres, a los que ordenó que se llevaran al viejo a un calabozo y le cargaran
de cadenas.
Así se hizo. Salió el
hombre del salón, y maldiciendo al conde, que así le quitaba la honra y
alegría de la casa. Pero éste no hizo caso alguno de las palabras del anciano,
cuya voz se ahogó bajo el techo de un lóbrego pasillo por donde le llevaron al
subterráneo.
Llenó entonces el conde
una copa de vino y, acercándose a Alicia, quiso que bebiera con él, para brindar
por el amor que en adelante, según él, iba a unirlos.
La joven, que tenía los
ojos llenos de lágrimas por la iniquidad que el conde había cometido con su anciano
padre, reaccionó enérgicamente ante este nuevo insulto, y de un manotazo tiró
al suelo la copa que el conde le ofrecía. Enfurecióse éste por la rebeldía de
la muchacha y quiso tomarla entre sus brazos. Pero Alicia era fuerte. Lucharon
con denuedo, hasta que, mediante un tremendo esfuerzo, la joven pudo deshacerse
de él y se dirigió corriendo hasta el balcón que daba sobre el río, que corría
caudaloso(junto al castillo.
Se había desencadenado
una terrible tempestad, y cuando Alicia abrió el balcón, un relámpago desgarró
las nubes. En el mismo instante, Alicia dio un grito, y diciendo al conde que
prefería la muerte a la deshonra, se arrojó por el balcón al río. Oyóse un
trueno horrísono, y la torre más alta del castillo, desde la cual se había
arrojado Alicia, se abrió, partida en dos por un rayo del cielo.
Allí, carbonizado, murió
el malvado conde Artau, que había sido la desgracia y el oprobio de las gentes
de su tierra.
103. anonimo (cataluña)
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