En el término de
Badalona, y a muy poca distancia de la Cartuja de Montalegre, estaba enclavado lo que
los frailps llamaban la «Conrería», edificio que les servía a un tiempo de
granja y de granero.
La palabra «conrería»
equivale, en catalán, a «casa de procuración», y al procurador de los monjes
se le llamaba «conrer».
Cuéntase que en tiempos
muy remotos este edificio fue un convento de monjas agustinas.
Había entre ellas -y era,
por cierto, la más humilde- una monja de familia noble, de alto linaje y muy
bella.
Un caballero que habitaba
un castillo no lejos de aquel lugar, acertó a verla una tarde en que ella
estaba en el huerto, y de tal manera le impresionó su belleza, que ya no tuvo
reposo.
Desde aquel momento,
todas las noches el caballero rondaba el monte, y aun el huerto del convento,
llegando al extremo de escalar sus muros y cantar ante la reja de la bella enclaustrada.
Ésta tuvo noticia de los
padecimientos del joven caballero y lloró amargamente. Su humildad, su
religión, no podían soportar la situación que el caballero le creaba al
rondarla como si ella perteneciera al mundo.
Una tarde, después de
rezar devotamente en la capilla del convento, tomó una decisión heroica.
Al llegar la noche,
esperó la monja, tras la celosía, a que el caballero escalara el muro del
huerto, como de costumbre.
No tuvo que esperar mucho
tiempo. Apenas la luna asomaba en el cielo, cuando vio al caballero que, echando
una escala de seda por el muro, bajaba con gran sigilo por ella, con su laúd
colgado a la espalda.
Salió entonces la monja y
se acercó al caballero. Éste temblaba de emoción. Ella, entonces, le dijo que
había sabido lo mucho que por su amor sufría y que no podía consentirlo. Pero
tampoco podía tolerar que todas las noches rondara su celda y le cantara
trovas, comprometiéndola ante los ojos de sus compañeras de claustro.
Le habló él entonces de
su mucha belleza. Al oír estas palabras, contestó la religiosa que, puesto que
era su belleza la causante de su desasosiego, estaba decidida a destruirla y
devolver a su alma la tranquilidad que había perdido.
Diciendo esto, sacó una
daga que llevaba escondida bajo el escapulario, y de un solo tajo se destrozó
una mejilla y se cortó la nariz.
No dice la leyenda qué
fue del caballero, pero sí nos cuenta que en aquel sitio nació un raro arbusto,
de una especie desconocida hasta entonces, que daba unas flores de color
encendido y en forma de nariz.
Los naturales del país
aseguran que no hay otro igual en toda Cataluña. En varias ocasiones procuraron
extirparlo; pero siempre renace con mayor lozanía.
Le pusieron como nombre
el «árbol de fuego»; pero el vulgo, siempre amante de lo maravilloso y fantástico,
le llama el «árbol de las narices».
103. anonimo (cataluña)
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