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jueves, 6 de septiembre de 2012

El árbol de las narices

En el término de Badalona, y a muy poca distancia de la Cartuja de Montalegre, estaba enclavado lo que los frailps llamaban la «Conrería», edificio que les ser­vía a un tiempo de granja y de granero.
La palabra «conrería» equivale, en catalán, a «casa de procuración», y al procurador de los monjes se le llamaba «conrer».
Cuéntase que en tiempos muy remotos este edificio fue un convento de monjas agustinas.
Había entre ellas -y era, por cierto, la más humil­de- una monja de familia noble, de alto linaje y muy bella.
Un caballero que habitaba un castillo no lejos de aquel lugar, acertó a verla una tarde en que ella estaba en el huerto, y de tal manera le impresionó su belleza, que ya no tuvo reposo.
Desde aquel momento, todas las noches el caballero rondaba el monte, y aun el huerto del convento, lle­gando al extremo de escalar sus muros y cantar ante la reja de la bella enclaustrada.
Ésta tuvo noticia de los padecimientos del joven ca­ballero y lloró amargamente. Su humildad, su religión, no podían soportar la situación que el caballero le crea­ba al rondarla como si ella perteneciera al mundo.
Una tarde, después de rezar devotamente en la capi­lla del convento, tomó una decisión heroica.
Al llegar la noche, esperó la monja, tras la celosía, a que el caballero escalara el muro del huerto, como de costumbre.
No tuvo que esperar mucho tiempo. Apenas la luna asomaba en el cielo, cuando vio al caballero que, echan­do una escala de seda por el muro, bajaba con gran sigilo por ella, con su laúd colgado a la espalda.
Salió entonces la monja y se acercó al caballero. És­te temblaba de emoción. Ella, entonces, le dijo que ha­bía sabido lo mucho que por su amor sufría y que no podía consentirlo. Pero tampoco podía tolerar que todas las noches rondara su celda y le cantara trovas, comprometiéndola ante los ojos de sus compañeras de claustro.
Le habló él entonces de su mucha belleza. Al oír es­tas palabras, contestó la religiosa que, puesto que era su belleza la causante de su desasosiego, estaba decidi­da a destruirla y devolver a su alma la tranquilidad que había perdido.
Diciendo esto, sacó una daga que llevaba escondida bajo el escapulario, y de un solo tajo se destrozó una mejilla y se cortó la nariz.
No dice la leyenda qué fue del caballero, pero sí nos cuenta que en aquel sitio nació un raro arbusto, de una especie desconocida hasta entonces, que daba unas flo­res de color encendido y en forma de nariz.
Los naturales del país aseguran que no hay otro igual en toda Cataluña. En varias ocasiones procuraron ex­tirparlo; pero siempre renace con mayor lozanía.
Le pusieron como nombre el «árbol de fuego»; pe­ro el vulgo, siempre amante de lo maravilloso y fan­tástico, le llama el «árbol de las narices».

103. anonimo (cataluña)

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