En el año 1118 llegó a
Barcelona un juglar, que empezó a recorrer las calles, seguido de los
chiquillos, y aun de algunos mayores, a quienes llamaba la atención la riqueza
de su atavío y el acento extranjero que daba a sus canciones.
Al ser preguntado por
diversas personas sobre el motivo que le había traído a Cataluña, se paró
frente al palacio condal y dijo que pronto lo sabría toda la ciudad, porque
iba a lanzar un pregón.
Así lo hizo, diciendo que
venía de Alemania, donde su reina y señora, la emperatriz Matilde, hija del rey
de Inglaterra y esposa de Enrique V de Alemania, se hallaba en peligro, y él,
el más humilde de sus servidores, iba en busca de un caballero de noble linaje
que quisiera ser su campeón.
Quisieron saber algunos
de los caballeros que acertaban a pasar cuál era el peligro que amenazaba a la
emperatriz Matilde, y el juglar les dijo que dos caballeros alemanes -Rodolfo
de Walheim y Ricardo de Ninkreck, habiendo sido rechazados por la emperatriz,
a quien habían requerido de amores, la habían calumniado, y habían con-seguido
que el emperador creyera la calumnia y considerara a la emperatriz Matilde
indigna de ocupar el lugar que le correspondía en el tálamo imperial.
En vano había protestado
la emperatriz, jurando y perjurando que era inocente. El emperador había mandado
que la encarcelaran, y había sido condenada a morir en la hoguera.
Desesperada por tal
decisión, la emperatriz había apelado a su derecho de reclamar el juicio de
Dios. No podía serle negado este derecho, y le fue concedido el plazo de un año
y un día para que buscara un noble, nombrado ya caballero, que quisiera acudir
al palenque como campeón de su causa, para luchar cod Rodolfo de Walheim y
Ricardo de Ninkreck, ambos mantenedores de la acusación.
Dos de los caballeros que
habían escuchado el relato de las penas que aquejaban a la emperatriz Matilde
de Alemania preguntaron cuánto tiempo faltaba para el cumplimiento del plazo, a
lo que contestó el juglar que faltaban, exactamente, dos meses y un día.
Todos los presentes
fueron excusándose, uno tras de otro, y el juglar se quedó solo. Todos, antes
de marcharse, pretendieron consolar al extranjero, diciéndole que no dudara
de que encontraría en Barcelona el campeón que buscaba; pero ninguno se
ofreció.
Cuando ya el pobre
servidor de la emperatriz se marchaba, con la amargura en el alma, oyó que
alguien le llamaba desde detrás de una celosía del palacio condal. Al levantar
la cabeza para ver quién le llamaba, cayó a sus pies un guante de malla.
Cogiólo el juglar, con el corazón rebosando alegría. Por fin había encontrado
el campeón que su señora anhelaba. Porque no podía dudarse que debía de ser de
noble estirpe quien lanzaba un guante desde el palacio de los condes de
Barcelona.
Entretanto, Matilde
sufría lo indecible en su cárcel de Colonia. Los días pasaban, y ni volvía el
juglar que había marchado a recorrer el mundo en busca de un campeón, ni se
brindaba a defenderla ningún caballero germano. En esta cruel angustia se
deslizaba el tiempo, hasta que llegó el día en que debía tener lugar el duelo.
Levantaron en la gran
plaza de Colonia un palenque. Cuando, al sonar la hora, y ya lleno de gente el
terreno destinado a los plebeyos de Colonia, y ocupados también los asientos
de la tribuna destinados a la nobleza, se presentaron los mantenedores, la
emperatriz Matilde no sabía todavía nada del juglar ni del resultado del
viaje.
Con la muerte en el alma,
se presentó ante los concurrentes, vestida de negro y con la cara cubierta por
un velo.
Era ésta la primera vez
que en los dos años de su encarcelamiento había perdido toda esperanza de
salvación.
Los mantenedores mandaron
al juez de campo que preguntara a la acusada si había encontrado un caballero
que quisiera ser su campeón.
La emperatriz, al verle
acercarse, palideció intensamente. Iba a pasar la vergüenza de tener que decir
que en dos años no había podido encontrar quien defendiera su causa. Esto era
tanto como confesarse culpable.
Cuando el juez llegó ante
ella y le formuló la pregunta, no tuvo fuerzas para contestar. Pero se oyó de
pronto una voz, entre las personas que ocupaban la tribuna, que contestó que
sí, que existía un caballero que había aceptado el reto de los mantenedores y
estaba dispuesto a luchar en favor de la emperatriz. Preguntó el juez si había
entregado el caballero algo en prenda de la palabra empeñada, y se presentó
entonces el juglar, quien mostró al emperador Enrique V el guante de malla que
había caído a sus pies, frente al palacio de los condes de Barcelona. Quiso
saber el rey quién era el caballero, a lo que no pudo contestar el juglar.
Por orden de los. jueces
sonaron las trompetas de los mantenedo-res, llamando al combate y conminando al
caballero a que se presentara. Ningún clarín respondió a la llamada de las
trompetas:
La emperatriz Matilde
lloraba desconsolada. Tendría que morir y, lo que era peor, su esposo y todo
el'pueblo la juzgarían culpable de una falta que no había cometido.
De nuevo sonaron las
trompetas, y esta vez se oyó, contestanto, un clarín.
Ante la natural
expectación, apareció en el palenque un caballero, armado de punta en blanco y
que no lucía blasón alguno, llevando en su casco un penacho negro.
Saludó cortésmente a la
emperatriz, y postróse ceremoniosa-mente ante el emperador. Pidióle éste que
levantara su visera, a lo que se negó rotundamente el caballero, diciendo al
mismo tiempo que no se debía dudar de su linaje y alcurnia, que sólo podían
igualarse a las del mismo emperador.
Y quien tal dudara, podía
bajar a romper con él un par de lanzas.
Creyó el emperador, muy
justamente, que quien tan alto y con tal orgullo hablaba, debía de pertenecer,
de seguro, a la más noble estirpe, por lo que contestó que era aceptado como
campeón de la emperatriz.
Adelantóse entonces el
caballero y, acercándose a los mantenedores, hirió el hierro de sus escudos
con su lanza, con lo que indicaba que el duelo sería a muerte. Salió primero Rodolfo
de Walheim. La lucha fue violentísima; pero cayó mortalmente herido, y antes
de que el encubierto caballero pudiera levantarlo del suelo para obligarle a
declarar su calumnia y la inocencia de la emperatriz, había expirado.
Ricardo de Ninkreck, al
ver el fin de su compañero, temió el juicio de Dios, y confesó ante todo el
pueblo la mentira que entre ambos habían inventado para perjudicar a la
emperatriz.
En vano trató de salvar
su vida por esta confesión, pues si bien es cierto que se libró de la lanza del
caballero, no así del furor del pueblo, que, arrojándose al palenque, cayó
sobre él, descargando sobre su infeliz persona todo el furor que los
sufrimientos de la emperatrii, por quien sentía gran simpatía, había fomentado
en ellos.
Entre tanta confusión,
desapareció el campeón de la emperatriz, y cuando ésta pidió a Enrique V que le
buscara, para agradecerle la gesta que por ella había realizado, no hubo manera
de encontrarle.
El emperador estaba
apenado por no saber a quién agradecer tan gran servicio como era la devolución
de la honra y la vida de su esposa; pero ésta le sacó de dudas, diciendo que
ella sabía quién era el caballero, por las circunstancias que habían concurrido
a su presentación. No podía ser otro que Ramón Berenguer III, el conde
soberano de Barcelona.
103. anonimo (cataluña)
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