En las laderas de los
Pirineos, tapizadas de fresca hierba y abundantes florecillas silvestres de
varios colores, pastaban millares de rebaños de ovejas y corderos, y otros de
cabras, que, guardados por sus pastores, pasaban allí toda la temporada del
verano engordando con los jugosos y abundantes pastos, hasta que, al llegar el
otoño y las primeras nieves, que empezaban a cubrir las cimas de los montes,
emigraban a otros climas más benignos.
En una cabaña enclavada
en las altas cumbres se habían refugiado del frío de la noche varios pastores.
Sentados al calor de la lumbre, conversaban alegres acerca de las incidencias
de aquella jornada y contaban cuentos y sabrosos chascarrillos, con los que
mataban las largas horas de la noche. Mientras, los rebaños pacían alrededor
de la cabaña, llenando el valle con el son de sus esquilas.
Ocurrió que, aquella
noche apareció ante la puerta de la choza un pobre caminante, de aspecto
mísero, apenas cubierto por unos harapos y tiritando de frío. Pidió que le
dejasen pasar con ellos la noche, porque estaba yerto de frío y no podía
continuar su camino. Los pastores se negaron, contestando, insolentes, que para
él no había sitio allí y que se podía marchar por donde había venido.
Pero, de pronto, vieron
que la figura del mendigo se transfiguraba, que sus vestiduras tomaban un blancor
de nieve, que todo él quedaba rodeado de un halo luminoso; después empezó a
elevarse despacio por los aires, majestuo-samente y, maldiciéndolos, desapareció
entre las nubes. Aún estaban los pastores absortos, mirando al cielo, cuando
se desencadenó una espantosa tempestad.
Los truenos horrísonos
hacían retemblar los montes, y miles de rayos surcaban los aires, hendían los
árboles y destrozaban en pedazos las rocas de las montañas. Los relámpagos
iluminaban con siniestros resplandores la tétrica noche, y las cataratas del
cielo se desataron en torrenciales lluvias, que con los vientos huraca,nados
formaban remolinos y turbiones que arrancaban de cuajo árboles y piedras en
confusión caótica.
Los rebaños huyeron
alocados, entre lastimeros balidos, dispersándose por las cumbres y valles.
Los pastores corrían en su busca, queriéndose orientar por el resplandor de
los relámpagos para reunir sus ganados; pero, azotados por el temporal, no
podían continuar el camino y lanzaban, angustiados, horribles alaridos. Un
estruendo más pavoroso que los anteriores conmovió las entrañas de la tierra,
y los pastores y ganados quedaron transformados en rocas. Desaparecieron los
pastos, y las rocosas laderas quedaron cubiertas por los hielos, sin que
volviera a brotar allí ningún resto de vida. Y desde entonces a aquella montaña
se la conoce por la Maladeta ,
o sea, la Maldita.
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