El senescal don Guillem
de Montcada se había rebelado contra el conde de Barcelona, Ramón Berenguer
IV, tomando como pretexto la disputa originada por las aguas de una acequia. Don
Guillem fortificó sus castillos y llamó a las armas a todos sus vasallos,
deudos y amigos.
Entre los caballeros que
acudieron al castillo de Montcada para ofrecer sus servicios al senescal, se hallaba
el joven Guillermo de San Martín, guerrero y trovador. Todos sabían que no era
el espíritu combativo lo que le impulsaba, sino el amor que hacía tiempo sentía
hacia Beatriz, la bella esposa de don Guillem.
Ya antes de contraer
matrimonio, ella había escuchado muchas veces, desde su ventana, las endechas que
su enamorado le cantaba. Beatriz amaba entonces a Guillermo; pero ello no había
impedido que se convirtiese en la castellana de Montcada.
Don Guillem acogió en su
castillo a todos los que fueron a ofrecerle sus servicios, y decidió organizar
una correría por las tierras de los más diestros caballeros del conde de
Barcelona.
Era costumbre en la
familia celebrar un festín antes de emprender una expedición guerrera, en el
que la castellana nombraba al jefe que había de mandarla. Al Regar los postres
se presentaba llevando una copa de vino exquisito, que entregaba al caballero
elegido.
Siguiendo la tradición
familiar, don Guillem dio un suntuoso banquete, al que acudieron todos los
qobles que se le habían unido.
Oportunamente apareció
Beatriz, radiante de hermosura, prece-dida de sus pajes. Uno de ellos llevaba
una copa de oro cincelada sobre una bandeja de plata; otro escanció en ella el
vino. Beatriz tómó la copa en sus manos y, posando sus labios en el torde,
probó él exquisito vino, no sabemos si siguiendo así la tradición o su propio
impulso. Después, tras unos momentos de vacilación, se la entregó a Guillermo
de San Martín. Entonces oyóse un murmurllo de desapro-bación. Guillermo,
aunque valiente, era un caballero novel, y su apariencia espiritual y
distinguida le hacía aparecer mejor dotado pava componer versos que para
mandar rudos guerreros. Sintiéndose honrado por la elección, tomó sonriente
la copa y, sin advertir, aparentemente, los rumores que se habían levantado,
bebió por donde Beatriz había dejado la huella de sus labios.
Después, como era
costumbre, la copa pasó de mano en mano por todos los comensales; pero al
llegar a don Guillem, éste la rechazó con gesto colérico y anunció a los
presentes que había cambiado de idea y que pensaba organizar una expedición
distinta.
Se hacían nuevos
preparativos, cuando una noche un fiel servidor de don Guillem solicitó
hablarle en secreto y le comunicó, con muchos rodeos y precauciones, que
había visto deslizarse bajo la ventana de doña Beatriz la silueta de un
hombre.
La cólera y el despecho
del castellano de Montcada fueron indescriptibles y, sin tratar de hacer nuevas
averiguaciones, decidió llevar a cabo su venganza. Ordenó a sus servidores
que inmediatamente amordazasen a doña Beatriz y la llevasen a un subterráneo
del castillo, donde moriría de sed y de hambre. Y no quiso verla antes de
entregarla a tan cruel muerte, porque la había amado mucho y temía que ella le
conmoviese.
Momentos después se
presentaba, seguido de sus criados, en la habitación donde Guillermo dormía,
tranquilo y ajeno a lo que se le avecinaba. Fue despertado bruscamente y oyó
de labios de don Guillem, que le miraba fieramente, su sentencia. Moriría de
líambre y sed encerrado en un lóbregq subterráneo. Guillermo no trató de
oponer resistencia; se levantó, vistiéndose resignadamente, y se dejó conducir
por sus verdugos.
Cuando se encontró
encerrado en medio de la mayor oscuridad, por unos momentos se quedó inmóvil,
sin atreverse a dar un paso, temiendo caer en un abismo. Extendió los brazos,
pero con nada tropezó; bajo sus pies sentía una tierra pedregosa, dura y
helada. Por fin decidióse a dar un paso, con grandes precauciones. Una piedra
se movió, haciendo ruido, y entonces oyó un grito. Guillermo sintió cierto alivio
al darse cuenta de que no iba a morir solo, y su voz retumbó cuando pronunció
estas palabras:
-Quienquiera que seas,
nada debes temer de mí.
Beatriz era quien había
gritado. Y al reconocer su voz, marchó hacia él. Cuando se encontraron los dos
enamorados, cayeron de rodillas, agradeciendo el consuelo de morir juntos.
De pronto, Beatriz creyó
oír un rumor. Suspendieron la respiración y pudieron escuchar un murmullo
débil y acompasado. No podía ser el viento; era el murmullo de las aguas del
río.
Cuando llegó el día, un
rayo de luz entró por una estrechísima garganta. El subterráneo tenía una
salida oculta, muy disimulada, debajo del lecho del río Besós, que conducía a
la orilla del mar. Beatriz y Guillermo se acercaron, esperanzados, a la luz.
Las paredes de la garganta eran de tierra, y el joven llevaba una daga.
Beatriz le ayudó con una piedra cortante, y después de algunas horas de
trabajo, se encontraron libres, a la orilla del mar.
Los dos enamorados
fugitivos imploraron la protección del conde de Barcelona, el cual consiguió
que el papa anulase el matrimonio de doña Beatriz con don Guillem.
El propio conde apadrinó
el enlace de la nueva pareja.
103. anonimo (cataluña)
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