En uno de los pueblos de
la serranía de Málaga guardan la siguiente costumbre: Cerca de la mole del Castillejo
crece una retama cuyas hojas se ven curiosamente anudadas. Los vecinos del
citado pueblo, cada vez que pasan por allí, rezan un padrenuestro y hacen un
nuevo nudo. Mas solamente de día, pues de noche nadie se atrevía a transitar
por aquel sendero, ya que decían todos que quien fuese sorprendido por aquellos
contornos al caer las sombras de la tarde, vería aparecer a un temible
fantasma, de enorme figura, que lo llevaría consigo al otro mundo. Y así, al
que le cogía el anochecer en camino, prefería dormir en el campo o volver a
su punto de partida antes que pasar al lado de la retama en medio de la oscuridad.
Pasaron los años, y al
fin se deshizo el encantamiento que pesaba sobre aquel lugar.
Un muchacho allí nacido,
de nombre Andrés Carrasco, había partido para alistarse en la milicia, siguiendo
el ejemplo de tantos jóvenes de aquella época, y había combatido siempre con
indomable valor.
Era en los años en que
reinaba la pálida majestad de Felipe IV en el trono de España.
Andrés había sido soldado
del tercio de Spínola, y había alcanzado por sus heroicas acciones la banda de
alférez. Un poco cansado de la vida de combates y campamentos, quiso volver a
la dulzura y apacibilidad de su lugar natal.
Cuando llegó al pueblo,
fue acogido con gran agasajo por sus convecinos. Una tarde había ido a una romería
que se celebraba en el pueblo vecino. Durante toda la jornada comió, bebió y
bailó, hasta que las lentas y graves campanadas del Ángelus pusieron fin a la
fiesta. Entonces manifestó a sus amigos el propósito de volver al pueblo.
-No lo hagáis, doncel
-dijo uno de los viejos que escuchó su propósito. Han sonado las campanadas del
Ángelus y pronto alumbrarán las estrellas. Tendréis que ir por el camino del
Castillejo y pasar por la retama del Clérigo.
-¿Qué clérigo? -preguntó
Andrés. Salí muy muchacho del pueblo y he perdido el recuerdo de eso.
-Hace mucho tiempo
-continuó diciendo el viejo, un clérigo llamado don Diego volvía a caballo de
este mismo pueblo. Al pasar cerca del monte Castillejo, el caballo, espantado,
lo tiró, y don Diego murió inconfeso. Desde entonces, su ánima se aparece a
quien, osado, se atreva a transitar por allí de noche.
Andrés contestó que él
era fiel cristiano, y que si no había temido a los herejes luteranos, que eran
de carne y hueso, no iba a temer a un fantasma.
-Tales fantasmas y
fantasmones son invención de viejas y niños. Allá voy, a ver qué es ese
fantasma: que no podrá conmigo.
Espantados, los
circunstantes quisieron disuadirle; pero él, montando en su rocín, se alejó,
saludando gallardamente.
Antes de salir de la
linde del pueblo, entró en una ermita que se alzaba junto al calvario y allí
oró con fervor, saliendo bien confortado.
El sol se había puesto,
enrojeciendo vivamente el horizonte. El campo estaba en silencio.
Cuando comenzaron a
brillar las primeras estrellas, comenzaron también a sonar los mil ruidos de la
noche: el silbo de la coruja, el alegre canto del grillo, la suave voz del
sapo...
Andrés caminaba
tranquilo, hasta que se vio al lado del monte Castillejo. Allí, en efecto,
había una gran retama, que crecía en el terreno pedregoso y sombrío.
Se sentó a aguardar lo
que se presentara el joven alférez, teniendo bien presta la espada, pues había
visto, por experiencia, que muchas veces esas apariciones eran cosas de
maleantes que se aprovechaban de la ingenuidad de la gente para poder tramar y
realizar sus fechorías. Pero de pronto vio cómo una sombra se acercaba a él con
un extraño y tristísimo rumor.
-¡Quinquiera que seáis,
os conjuro, en nombre de esta santa reliquga, a que os detengáis, y en nombre
de Dios que me digáis qué queréis de mí! -dijo Andrés, con voz firme y fuerte,
al mismo tiempo que alzaba una reliquia santa que una priora belga le había
entregado, en pago de haberla liberado de una partida de luteranos.
La sombra dijo con voz
doliente:
-No temas, que no he de
hacerte ningún mal. Fui clérigo, y un día caí de mala manera de mi caballo y
tuve rápido final. La muerte no avisa, y yo estaba en pecado. Peno en el
pulgatorio mis faltas, y aunque la voluntad divina me sacará pronto de aquel
océano de llamas, puedo aparecerme a quien por aquí pase para rogar que me
tengan en cuenta en sus oraciones. Dilo así a tus convecinos, y que nada teman
de mí, ya que doliente ánima tan sólo soy.
Y después de decir estas
palabras, desapareció. Andrés se arrodilló y oró con fervor por el alma de
aquel a quien la muerte sorprendiera. Y, regresando al pueblo, contó lo que le
había ocurrido. Nunca más volvió a aparecer el espectro del clérigo don Diego.
Mas desde entonces, cada vez que pasaba alguien por allí, rezaba un
padrenuestro, y para dejar testimonio de su piadosa acción, hacía un nudo a las
hojas de la retama.
Andrés mereció gran
aplauso de sus amigos por el valor demostrado; aunque él, después de tan grave
experiencia, modificó su carácter alegre, haciéndose serio y meditativo.
099. anonimo (andalucia)
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