Corrían los tristes días
del año 1810. La ciudad de Girona, después de haber resistido heroicamente el
largo cerco del invasor francés, había tenido que capitular, al fin, y las
tropas de Napoleón la ocupaban, causando todo género de molestias a los
vecinos.
Ya era muy entrado el
otoño, en el mes de noviembre. La noche de difuntos, en una casa en donde estaban
reunidos algunos sargentos, se discutía animadamente, el vino había corrido en
abundancia, y las voces atronaban las habitaciones.
Los que allí estaban no
respetaban el silencio de la noche ni sabían rezar por sus difuntos.
-¡Os digo -decía un
gigantesco granadero- que sé quién me hizo correr una tarde, cuando esta gente
hizo una salida! No se me olvida su cara, cuando, aprovechándose de que los
cartuchos se me habían acabado, se me echó encima, chillando como un cerdo, y
con una bayoneta en su fusil, así de larga. Lo he visto anteayer y sé, además,
que es uno de los vecinos más ricos de Girona. Yo iría con gusto esta noche a
su casa y le ajustaría las cuentas...
-¡Esta noche! -exclamó
uno de los que estaban más silenciosos. ¡Esta noche, en mi pueblo, encenderán
en las casas las lamparillas para los difuntos!
-¡Calla, estúpido bretón,
comecirios! -le gritaron los demás. Bien ha hablado nuestro camarada.
Y otro añadió:
-Pues yo también tengo
ciertas cuentas que arreglar con un caballerete que el otro día me miró insolentemente,
y tampoco se dejaría ahorcar por diez sacos de monedas de oro ni por más aún.
Si queréis, soy de la partida.
Otros pensaron en gentes
a quienes conocían y sabían que tenían dinero o que eran muy opuestos al ejército
francés. Y de esta manera decidieron salir y, aprovechándose de que aquella
noche todo el mundo estaba recluido en sus casas, matar a aquellos de quienes
querían tomar venganza o a quienes querían robar.
Y cogiendo sus sables y
pistoletes, salieron de la casa. Las calles de la ciudad estaban en silencio.
Al pasar por la plaza de la catedral, sólo se oía el viento, y de cuando en
cuando el silbo de las lechuzas. Iban confiados, esperando que nada ni nadie
podría salvar a los gerundenses.
Pero se equivocaron. Y
cuando se dirigían a casa del primero, empezaron a oír, llenos de sorpresa, el
toque de rebato de una campana. Todos los vecinos, alarmados, se echaron a la
calle. «¡Es la Susana !», decían, por
el nombre de la campana del Mercadal.
Y cuando subieron al
campanario, vieron, llenos de pasmo, que la campana sonaba sola, como impelida
por unas manos poderosas e invisibles. Y comprendieron que ese milagro los
había salvado de algún peligro desconocido.
103. anonimo (cataluña)
No hay comentarios:
Publicar un comentario