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jueves, 6 de septiembre de 2012

Los jazmines milagrosos

En el año 1478, el orgulloso Muley Hasán se negó a seguir pagando los tributos estipulados a los Reyes Católicos y, no contento con esto, para demostrarles su poder decidió hacer algunas incursiones por las tie­rras vecinas. Una de las primeras ciudades escogidas para aquella demostración fue Zahara. Sus tropas en­traron en ella victoriosas y se apoderaron de gran bo­tín. Cogieron a muchos cristianos, que fueron reparti­dos entre los principales jefes musul-manes.
Entre los cautivos que le tocaron en suerte al valien­te Selam Almanzor figuraba la doncella María Hines­trosa, noble castellana prometida de don Fadrique de Saavedra, que tenía el cargo de alférez de arcabuceros en el ejército cristiano. La doncella cristiana era de gran belleza, y el moro, al verla, quedó prendado de ella.
Era un ardiente día de verano. El Albaicín se veía concurrido por gentes que iban de un lado para otro. La alegría se reflejaba en los rostros por las victorias obtenidas sobre los cristianos; dentro de las casas ha­bía fiesta. Sólo en la de Selam Almanzor reinaba el si­lencio. En uno de los salones, adornado con ricos ta­pices y mullidas colchonetas, se encontraban sentados frente a frente el moro y la bella cristiana.
Selam la miraba apasionadamente y le declaraba su amor con ardientes frases. Pero María parecía no es­cucharle; sus ojos, bañados de infinita tristeza, vaga­ban por el salón.
Selam, al ver que sus frases de cariño no lograban conmoverla, prometió hacerla su esposa, aunque para ello tuviera que abandonar su fe de musulmán.
María elevó hacia él una mirada de ternura, y con lágrimas en sus hermosos ojos, le dijo que le agrade­cía aquella prueba de cariño, pero que no podía acep­tarle por esposo, porque estaba prometida a un joven cristiano, al que amaba con todo su corazón. Al escu­char estas palabras, el moro se alzó indignado; no po­día consentir que un cristiano le arrebatase su amor. Y, ciego de ira, fue hacia ella, dispuesto a matarla. La doncella esperó, resignada. Y al ver el moro su admi­rable serenidad, se detuvo y comprendió que la quería demasiado para quitarle la vida.
Mas no se resignaba a perderla, y le prometió que dentro de veinticuatro horas sería suya, de grado o por fuerza. Dichas estas palabras, salió del salón, dejando a María asustada por su tajante amenaza.
Por un momento, pensó en darse la muerte, y se dirigió hacia una cisterna que había en el jardín, dispuesta a arrojarse en ella. Pero vio caer un ramo de jazmines a sus pies; atado a él, colgaba una esquela firmada por su prometido, en la que le anunciaba que al día siguien­te habría de salvarla o, de lo contrario, estaba dispuesto a morir. La lectura la tranquilizó y decidió esperar, confiada.
Mientras había tenido lugar la escena entre María y el moro, Fadrique determinó buscar a su novia.
Marchó a Granada y entró al servicio de un rico mer­cader en sedas, como intérprete de la lengua castella­na. El mercader, encantado del nuevo servidor, ofre­ció darle en premio lo que pidiera. Fadrique dijo que deseaba tener un buen caballo para recorrer Granada y poder admirar sus bellezas.
Pronto vio cumplido su deseo y pudo recorrer el Al­baicín donde, por vivir gran parte de los jefes moros que habían entrado en Zahara, suponía que hallaría a la doncella.
Por fin, una vieja le informó que a la casa del pode­roso Selam Almanzor habían llevado a una noble cris­tiana, que, a juzgar por las señas, supuso que era Ma­ría. Sin detenerse un instante, se fue hacia la casa indicada.
En tanto que sucedía todo esto, el tiempo había ido pasando y había llegado el plazo que señalara Selam a la joven cristiana para que se aviniese a ser suya.
María se encontraba en el jardín, cuando vio venir hacia ella a dos esclavas para conducirla al baño y ata­viarla luego a la usanza mora para presentarla a su se­ñor. María retrocedió hasta la cisterna, para echarse en ella antes que el moro pudiera adueñarse de su persona.
Selam estaba en una habitación cercana al jardín, y al oír las voces de las esclavas, bajó para indagar qué ocurría. En aquel momento un hombre fue hacia Ma­ría: era su prometido, que acudía a salvarla. La joven, al verle, se desmayó y fue a caer en los brazos de Fa­drique; éste, al cogerla, soltó el ramo de jazmines que llevaba en sus manos, y las flores cayeron en la cisterna.
El moro, al contemplar cómo un hombre se llevaba a la joven cristiana, fue hacia ellos, dispuesto a impe­dir su fuga. Fadrique se encomendó a la virgen, y en aquel mismo instante, del pozo donde habían caído los jazmines empezó a subir una nubecilla blanca que ocul­tó a los jóvenes amantes de la vista de su perseguidor, y pudieron huir tranquilamente. Pocos días más tarde se casaban en una iglesia de Antequera.
Selam, después de perder a María, pasaba las horas en una continua tristeza; nada podía hacerle olvidar a la bella cristiana.
La gente de su casa empezó a notar que el agua que salía del pozo donde habían caído los jazmines del jo­ven cristiano sabía dulce como la miel. Por eso deci­dieron llamarla la Cisterna de la Miel.
No hace todavía muchos años, aún estaba tal cister­na en una casa de lavaderos situada en cierta calle del Albaicín que se llamaba calle de María de la Miel.

099. anonimo (andalucia)

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