Cierta mañana llegó un
pregonero del Consejo al medio de la plaza y, en alta voz, leyó ante el
concurso un mandato real que decía así:
«La Reina ha reunido a la corte,
en Zaragoza, y cede a su hijo el príncipe don Ramón lo que le pertenece de sus
reinos».
El pueblo no escuchó al
pregonero y prefirió seguir a unos hombres que cruzaban la plaza.
El concurso va caminando
hacia fuera de la ciudad, olvidado de la reina y del príncipe Ramón -que lloran,
retirados, la muerte de su padre Berenguer-, y anhelando sólo ver al rey don
Alfonso, que ha vuelto de Turquía.
¿Adónde va esa plebe
entusiamada? ¿Adónde van, con flores y cantando, esos soldados inválidos? ¿Qué
poder hace alzar su débil voz y entretejer coronas con sus manos, como si
fuesen niños o doncellas?
Ante el pueblo van unos
desconocidos, a quienes todos tienen por señores, y a medida que se va reuniendo
gente y aumentan las dudas y las preguntas de los viejos, aquéllos se ocupan en
hacer creer cierta la aparición del rey Alfonso, desmienten su creída muerte
en la batalla de Fraga y procuran animar el entusiasmo recordando sus hechos y
proezas para que vuelvan a aclamarle por rey de sus Estados.
Al oír su relación, los
más ancianos sienten un grato ardor en sus pechos, y olvidando las bendiciones
que antes dieran al difunto Berenguer por sus virtudes, y a su viuda, que
conserva el reino en paz, prorrumpen en vivas y saludos, y corren presurosos
hacia el campo, para besar la mano a su rey. Al pensar en los padecimientos
que éste habrá sufrido entre los turcos, más de uno, llorando, se maldice y se
hhmilla, avergonzado, viendo la facilidad con que le han olvidado los crédulos
vasallos. «¡Pobre rey! ¡Pobre Alfonso! ¡Qué injusticia! ¡Qué viejo será ya,
con taptas penas!» «Cierto es lo que la reina nos decía que en el reino otro
Alfonso hubiera luego». «Algo sabría ella -replicaba otro, más amigo de paz.
Yo no creo que hiciera Petronila lo que algunos, injustos, pretendieron, de
despreciar a Cataluña y hasta privar a los infantes que se llamen Berengueres,
Ramones o... ¡Qué necios! ¿No era Berenguer su legítimo esposo? ¿No se llama
Berenguer su hijo adorado?... La reina aprecia mucho a sus vasallos, y si ella
espera acaso un rey Alfonso, no querrá dividirlos apelando a mudanzas de
nombres... ¡Qué locura! Eso será que ya sabía algo ella de la venida de su
pobre abuelo.» «Vamos, vamos, ahora más que nunca, pues hay por rey una mujer
y un niño, necesita Aragón del rey Alfonso.»
Y el pueblo corría,
alegre, por las calles y se agolpaba en masa alrededor de un anciano, cubierto
de canas, quien, entre sus extraños y rasgados vestidos, guardaba aún, como
por gala y recuerdo, ciertos pedazos de abollada y rota armadura, parecida a la
que llevaba en Fraga el rey Alfonso. El anciano se sostenía en sus estudiados
pasos, y cada vez que sentía besarse la mano por algún viejo soldado o
abrigarse con la capa de algún mancebo, dejaba caer abundantes lágrimas de sus
ojos y mostraba las llagas que en sus puños y cuello causaron las cadenas del
turco. Su voz sólo era para manifestar a los que le consolaban la ingratitud y
el olvido que había sufrido, y de vez en cuando exclamaba, levantando su mano
temblo-rosa:
-¡No tengo fuerzas ya,
fieles vasallos, para empuñar la espada; mas me sobran para apoyar mis manos
en el cetro! Yo no creo que la nación rehuse al que se expuso en Fraga por su
gloria. El rey es niño y necesita un guía: yo guiaré a mi nieto y le haré
hombre.
Y a tales palabras, los
niños, las mujeres y los jóvenes gritaban y cantaban; los viejos doblaban la
rodilla y lloraban; los soldados iban compareciendo a grupos, afanosos de ver
al rey perdido, y de todas partes llegaban diputados y caballeros que querían
conocer al rey hallado.
Unos creían ver en las
facciones del anciano las mismas del rey Alfonso; otros vencían sus dudas
deduciendo la semejanza más por su porte que por las cicatrices de su cara,
creídos de que éste había variado con el peso de los años y de las desgracias.
Así estaba el concurso,
escuchando, además, las razones de los des-conocidos, que entusiasmaban al pueblo,
cuando, de repente, volvió a presentarse el pregonero a leer una orden dada
por el Consejo de la reina:
«Place a la señora reina
y a su Real Consejo invitar a la ciudad de Zaragoza para que mañana, a esta misma
hora, se reúnan sin falta todos sus habitantes en este punto. El nuevo
personaje que ha llegado mostrará aquí su nombre, y su jerarquía, para ver el
lugar que le corresponde, y si ha de ser alto o bajo el que debe ocupar».
El concurso tampoco quiso
escuchar al pregonero, y sólo una voz de «¡Alto! », fuerte y robusta, que no
era voz de viejo, fue la única dada en respuesta a la última invitación del
enviado regio.
El pueblo empezó a dudar,
al conocer el grito impropio que salió de la boca del anciano y más al ver que
los caballeros desconocidos desaparecían mientras una guardia de arqueros del
consejo se llevaba preso al abandonado rey. Éste gritó al verse desamparado, y
arrojó entre el tumulto sus vestidúras, que se arrancaba a la vez que sus
cabellos. Pero a su voz de «¡Ingratos!» ya no respondían ni los niños, mujeres
y jóvenes, con cantos; ni los viejos guerreros con lágrimas y suspiros; ni los
grupos de los soldados con el afán de ver al rey perdido; ni las comisiones de
diputados o caballeros con el deseo de conocer al rey hallado.
Pasó un día, y al sonar
la misma hora en que había recibido el día antes al anciano guerrero, el pueblo
comparecía de nuevo en el lugar señalado. A un extremo del campo, donde no era
permitido al concurso acercarse, se levantaba una negra cortina, que cubría un
catafalco, cuyos lados ocupaban dos hombres que el gentío conocía harto bien.
El uno era el verdugo; el otro, el pregonero.
Así que el campo estuvo
lleno de gente, el pregonero dio el grito de «¡Viva el rey Alfonso!», lo que
repitió el concurso, indeciso por no saber a qué venía la negra cortina en tal
paraje. Enseguida el verdugo corrió la cortina y se descubrió el cuerpo del
supuesto rey y anciano, ahorcado, con la faz descubierta y lavada ya de los
cosméticos que le hacían parecer viejo. Luego, el hombre que guardaba al
supuesto rey, tiró de la soga que sostenía al ahorcado, amarrándose a ella con
fuerza, para servir de contrapeso y haciendo de este modo que quedase en lo más
alto de un palo que se levantaba en medio del tablado. Al tenerle así, afianzó
la cuerda, y señalando a su víctima, dijo:
-El que quería verse en
alto puesto, ya ha colmado su afán de verse en alto. Éste es el pago que
hallarán aquellos que pretendan subir a donde no deben o quieran perturbar la
paz del reino con embustes y ficciones.
El hombre que ocupaba el
otro lado del patíbulo y que había dado antes el grito de «¡Viva el rey Alfonso!»,
bajó entonces al campo, y enmedio del gentío leyó así, en alta voz: `
«Nos, la reina, y las
Cortes, declaramos rey de Aragón al príncipe don Ramón. Las Cortes y los
ricohombres han jurado mutuamente con el rey mantener los fueros de que gozan.
La reina, para demostrar cuán grata le es la memoria del rey don Alfonso, que
pereció en Fraga, ha tenido a bien dar a su hijo Ramón el nombre de Alfonso,
para que así sea llamado en adelante, retirándose ella a Barcelona, donde
siempre la vida le es más dulce».
Entonces, el concurso,
entusiasmado, procuró escuchar bien al pregonero.
103. anonimo (cataluña)
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