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jueves, 6 de septiembre de 2012

El fingido rey

Cierta mañana llegó un pregonero del Consejo al me­dio de la plaza y, en alta voz, leyó ante el concurso un mandato real que decía así:
«La Reina ha reunido a la corte, en Zaragoza, y ce­de a su hijo el príncipe don Ramón lo que le pertenece de sus reinos».
El pueblo no escuchó al pregonero y prefirió seguir a unos hombres que cruzaban la plaza.
El concurso va caminando hacia fuera de la ciudad, olvidado de la reina y del príncipe Ramón -que llo­ran, retirados, la muerte de su padre Berenguer-, y anhelando sólo ver al rey don Alfonso, que ha vuelto de Turquía.
¿Adónde va esa plebe entusiamada? ¿Adónde van, con flores y cantando, esos soldados inválidos? ¿Qué poder hace alzar su débil voz y entretejer coronas con sus manos, como si fuesen niños o doncellas?
Ante el pueblo van unos desconocidos, a quienes to­dos tienen por señores, y a medida que se va reunien­do gente y aumentan las dudas y las preguntas de los viejos, aquéllos se ocupan en hacer creer cierta la apa­rición del rey Alfonso, desmienten su creída muerte en la batalla de Fraga y procuran animar el entusiasmo recordando sus hechos y proezas para que vuelvan a aclamarle por rey de sus Estados.
Al oír su relación, los más ancianos sienten un gra­to ardor en sus pechos, y olvidando las bendiciones que antes dieran al difunto Berenguer por sus virtudes, y a su viuda, que conserva el reino en paz, prorrumpen en vivas y saludos, y corren presurosos hacia el cam­po, para besar la mano a su rey. Al pensar en los pa­decimientos que éste habrá sufrido entre los turcos, más de uno, llorando, se maldice y se hhmilla, avergonza­do, viendo la facilidad con que le han olvidado los cré­dulos vasallos. «¡Pobre rey! ¡Pobre Alfonso! ¡Qué in­justicia! ¡Qué viejo será ya, con taptas penas!» «Cier­to es lo que la reina nos decía que en el reino otro Al­fonso hubiera luego». «Algo sabría ella -replicaba otro, más amigo de paz. Yo no creo que hiciera Pe­tronila lo que algunos, injustos, pretendieron, de des­preciar a Cataluña y hasta privar a los infantes que se llamen Berengueres, Ramones o... ¡Qué necios! ¿No era Berenguer su legítimo esposo? ¿No se llama Beren­guer su hijo adorado?... La reina aprecia mucho a sus vasallos, y si ella espera acaso un rey Alfonso, no que­rrá dividirlos apelando a mudanzas de nombres... ¡Qué locura! Eso será que ya sabía algo ella de la venida de su pobre abuelo.» «Vamos, vamos, ahora más que nun­ca, pues hay por rey una mujer y un niño, necesita Ara­gón del rey Alfonso.»
Y el pueblo corría, alegre, por las calles y se agolpa­ba en masa alrededor de un anciano, cubierto de ca­nas, quien, entre sus extraños y rasgados vestidos, guar­daba aún, como por gala y recuerdo, ciertos pedazos de abollada y rota armadura, parecida a la que lleva­ba en Fraga el rey Alfonso. El anciano se sostenía en sus estudiados pasos, y cada vez que sentía besarse la mano por algún viejo soldado o abrigarse con la capa de algún mancebo, dejaba caer abundantes lágrimas de sus ojos y mostraba las llagas que en sus puños y cuello causaron las cadenas del turco. Su voz sólo era para manifestar a los que le consolaban la ingratitud y el olvido que había sufrido, y de vez en cuando ex­clamaba, levantando su mano temblo-rosa:
-¡No tengo fuerzas ya, fieles vasallos, para empu­ñar la espada; mas me sobran para apoyar mis manos en el cetro! Yo no creo que la nación rehuse al que se expuso en Fraga por su gloria. El rey es niño y necesi­ta un guía: yo guiaré a mi nieto y le haré hombre.
Y a tales palabras, los niños, las mujeres y los jóve­nes gritaban y cantaban; los viejos doblaban la rodilla y lloraban; los soldados iban compareciendo a grupos, afanosos de ver al rey perdido, y de todas partes llega­ban diputados y caballeros que querían conocer al rey hallado.
Unos creían ver en las facciones del anciano las mis­mas del rey Alfonso; otros vencían sus dudas deducien­do la semejanza más por su porte que por las cicatri­ces de su cara, creídos de que éste había variado con el peso de los años y de las desgracias.
Así estaba el concurso, escuchando, además, las ra­zones de los des-conocidos, que entusiasmaban al pue­blo, cuando, de repente, volvió a presentarse el prego­nero a leer una orden dada por el Consejo de la reina:
«Place a la señora reina y a su Real Consejo invitar a la ciudad de Zaragoza para que mañana, a esta mis­ma hora, se reúnan sin falta todos sus habitantes en este punto. El nuevo personaje que ha llegado mostra­rá aquí su nombre, y su jerarquía, para ver el lugar que le corresponde, y si ha de ser alto o bajo el que debe ocupar».
El concurso tampoco quiso escuchar al pregonero, y sólo una voz de «¡Alto! », fuerte y robusta, que no era voz de viejo, fue la única dada en respuesta a la última invitación del enviado regio.
El pueblo empezó a dudar, al conocer el grito im­propio que salió de la boca del anciano y más al ver que los caballeros desconocidos desaparecían mientras una guardia de arqueros del consejo se llevaba preso al abandonado rey. Éste gritó al verse desamparado, y arrojó entre el tumulto sus vestidúras, que se arran­caba a la vez que sus cabellos. Pero a su voz de «¡In­gratos!» ya no respondían ni los niños, mujeres y jó­venes, con cantos; ni los viejos guerreros con lágrimas y suspiros; ni los grupos de los soldados con el afán de ver al rey perdido; ni las comisiones de diputados o caballeros con el deseo de conocer al rey hallado.
Pasó un día, y al sonar la misma hora en que había recibido el día antes al anciano guerrero, el pueblo com­parecía de nuevo en el lugar señalado. A un extremo del campo, donde no era permitido al concurso acer­carse, se levantaba una negra cortina, que cubría un catafalco, cuyos lados ocupaban dos hombres que el gentío conocía harto bien. El uno era el verdugo; el otro, el pregonero.
Así que el campo estuvo lleno de gente, el pregone­ro dio el grito de «¡Viva el rey Alfonso!», lo que repi­tió el concurso, indeciso por no saber a qué venía la negra cortina en tal paraje. Enseguida el verdugo co­rrió la cortina y se descubrió el cuerpo del supuesto rey y anciano, ahorcado, con la faz descubierta y lavada ya de los cosméticos que le hacían parecer viejo. Lue­go, el hombre que guardaba al supuesto rey, tiró de la soga que sostenía al ahorcado, amarrándose a ella con fuerza, para servir de contrapeso y haciendo de este modo que quedase en lo más alto de un palo que se levantaba en medio del tablado. Al tenerle así, afian­zó la cuerda, y señalando a su víctima, dijo:
-El que quería verse en alto puesto, ya ha colmado su afán de verse en alto. Éste es el pago que hallarán aquellos que pretendan subir a donde no deben o quie­ran perturbar la paz del reino con embustes y ficciones.
El hombre que ocupaba el otro lado del patíbulo y que había dado antes el grito de «¡Viva el rey Alfon­so!», bajó entonces al campo, y enmedio del gentío leyó así, en alta voz:        `
«Nos, la reina, y las Cortes, declaramos rey de Ara­gón al príncipe don Ramón. Las Cortes y los ricohom­bres han jurado mutuamente con el rey mantener los fueros de que gozan. La reina, para demostrar cuán grata le es la memoria del rey don Alfonso, que pere­ció en Fraga, ha tenido a bien dar a su hijo Ramón el nombre de Alfonso, para que así sea llamado en ade­lante, retirándose ella a Barcelona, donde siempre la vida le es más dulce».
Entonces, el concurso, entusiasmado, procuró escu­char bien al pregonero.

103. anonimo (cataluña)

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