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jueves, 6 de septiembre de 2012

La vieja del candilejo

Ocurrió en Sevilla, por los años en que reinaba el rey «justiciero» don Pedro I de Castilla. En una no­che oscura, uno de los más retorcidos callejones de la ciudad sirvió de trágico escenario a un turbio suceso. Dos caballeros cruzaron sus aceros, y tras breve lucha, uno de ellos cayó con el pecho atravesado. Entre la san­gre que teñía sus labios, escapaba la vida, y el alma se asomaba en su postrera angustia:
-¡Dios me valga! ¡Muerto soy!
El rumor de la lucha atrajo hacia uno de los venta­nales que daban a la calle a una buena mujer, vieja, arrugada y huesuda, que, con el terror en el semblante y la oración en los labios, asomó su rostro e intentó alumbrar la escena con la débil luz de un candil. Y pu­do ver al moribundo, cuyo cuerpo ensangrentado se estremecía en las últimas convulsiones, y junto a, él a otro caballero de negras vestiduras que aún empuña­ba su espada, tinta en sangre.
El matador contemplaba con sombrío gesto a su pos­trado rival, cuando en su semblante vino a dar de lle­no la macilenta luz del candil de la curiosa vieja. Cu­brió su cara rápidamente el vencedor y se alejó con paso tranquilo, como de hombre que nada teme. Y, al an­dar, oíase el ruido especial que producen las choque­zuelas y demás huesos del cuerpo al chocar. Muy ca­racterístico de algún determinado y bien conocido per­sonaje debía de ser tal sonido, pues, al oírlo, la buena vieja soltó su candil, que se apagó al caer en el suelo de la calleja, y cerró de golpe el ventanuco.
Y la mujer, hundiendo su rostro entre las manos, imploraba:
-¡Sálvame, Virgen de los Reyes!
Parecía temer alguna imprevista desgracia.
Amaneció el otro día. El alcalde mayor de Sevilla, don Martín Fernández Cerón, traspuso las regias puertas del alcázar sevillano y se presentó ante el joven rey Pedro I; dobló ante él su rodilla y humilló su noble ca­beza, encanecida en el leal servicio de la corona.
-Y bien -decía don Pedro: ¿hase de soportar tal injusticia en mi reino? ¡Que aparezca un hombre muer­to en medio de la calle y aún no esté preso el matador!
-Señor -dijo el alcalde, mis pesquisas han sido inútiles. El asunto es misterioso. Ya sabéis que los ju­díos, los moros... En sus barrios... Yo sospecho...
-Y, ¿por qué sospechar? ¿No tenéis un testigo? ¿No habéis encontrado un candil? Buscad a su dueño y exigidle que os diga quién es el reo. Y andad presto, si no queréis que ruede vuestra cabeza.
Salió tembloroso el alcalde. Y don Pedro marchó tras él y se dirigió a las alcándaras, donde se entretuvo con sus azores y sus halcones. Luego salió a pasear a caba­llo. Y llegada la noche, salió por un postigo secreto, envuelto en negras ropas, al cinto su espada del mejor acero toledano. Deambuló por las oscuras callejas.
En tanto, en la cárcel se desarrollaba una dramática escena. El alcade Cerón tomaba declaración a la vieja del candilejo, que, aterrada y sin fuerzas para hablar, oponía a todas las preguntas tenaz mutismo.
Los sayones la insultaban y amenazaban y hacían chirriar espantosamente el potro en que aguardaba atroz tormento a la desventurada. A pesar de todo, la vieja nada decía, sino que, entre gritos y lamentacio­nes, protestaba:
-Nada vi ni oí. El candil no es mío. Nada sé...
Un desconocido penetró en tal momento en la sala y, oculto tras un pilar, contemplaba la penosa escena.
-Confesad, buena vieja -exigió Cerón: ¿quién es el asesino?
-¡Nada sé! -insistió la infeliz. ¡Llevadla al tor­mento! -gritó, exasperado, el alcalde.
Prepararon los garfios y garruchas y arrastraron a la cuitada hasta el potro, y bajo la apergaminada piel, los huesos chasquearon de modo impresionante.
Vencida por el dolor, suspiró la anciana:
-Tened piedad... Dejadme, que yo lo diré...
Por un instante, se suspendió el tormento y se oyó la voz de la mujer:
-Fue el rey quien lo mató...
Un silencio temeroso acogió sus palabras. Y el des­conocido avanzó hacia el centro de la sala y se descu­brió. Era don Pedro. Helados de terror los presentes, apenas si acertaron a doblar la rodilla ante su señor. Avanzó el monarca hacia la testigo y sacando del pe­cho una bolsa con cien monedas de oro, se la entregó, al tiempo que decía:
-Verdad ha dicho esta mujer. Y al que dice la ver­dad, el cielo le protege y la justicia le ampara. Vete, pues, en paz y nada temas. En cuanto a mí, yo soy el matador de ese hombre. Pero al rey sólo Dios puede juzgarle.
Mas el rey justiciero quiso hacer justicia de sí mis­mo y, así, ordenó a un privado suyo que pusiera en la misma esquina en que tuvo lugar el trágico desafío una efigie de la cabeza real, que parecía, en la oscuri­dad siniestra del recodo, la cabeza de un ajusticiado.

099. anonimo (andalucia)

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