Ocurrió en Sevilla, por
los años en que reinaba el rey «justiciero» don Pedro I de Castilla. En una noche
oscura, uno de los más retorcidos callejones de la ciudad sirvió de trágico
escenario a un turbio suceso. Dos caballeros cruzaron sus aceros, y tras breve
lucha, uno de ellos cayó con el pecho atravesado. Entre la sangre que teñía
sus labios, escapaba la vida, y el alma se asomaba en su postrera angustia:
-¡Dios me valga! ¡Muerto
soy!
El rumor de la lucha
atrajo hacia uno de los ventanales que daban a la calle a una buena mujer,
vieja, arrugada y huesuda, que, con el terror en el semblante y la oración en
los labios, asomó su rostro e intentó alumbrar la escena con la débil luz de un
candil. Y pudo ver al moribundo, cuyo cuerpo ensangrentado se estremecía en
las últimas convulsiones, y junto a, él a otro caballero de negras vestiduras
que aún empuñaba su espada, tinta en sangre.
El matador contemplaba
con sombrío gesto a su postrado rival, cuando en su semblante vino a dar de
lleno la macilenta luz del candil de la curiosa vieja. Cubrió su cara
rápidamente el vencedor y se alejó con paso tranquilo, como de hombre que nada
teme. Y, al andar, oíase el ruido especial que producen las choquezuelas y
demás huesos del cuerpo al chocar. Muy característico de algún determinado y
bien conocido personaje debía de ser tal sonido, pues, al oírlo, la buena vieja
soltó su candil, que se apagó al caer en el suelo de la calleja, y cerró de
golpe el ventanuco.
Y la mujer, hundiendo su
rostro entre las manos, imploraba:
-¡Sálvame, Virgen de los
Reyes!
Parecía temer alguna
imprevista desgracia.
Amaneció el otro día. El
alcalde mayor de Sevilla, don Martín Fernández Cerón, traspuso las regias puertas del alcázar sevillano y se presentó ante el joven rey Pedro I; dobló ante él su
rodilla y humilló su noble cabeza, encanecida en el leal servicio de la
corona.
-Y bien -decía don Pedro:
¿hase de soportar tal injusticia en mi reino? ¡Que aparezca un hombre muerto
en medio de la calle y aún no esté preso el matador!
-Señor -dijo el alcalde,
mis pesquisas han sido inútiles. El asunto es misterioso. Ya sabéis que los judíos,
los moros... En sus barrios... Yo sospecho...
-Y, ¿por qué sospechar?
¿No tenéis un testigo? ¿No habéis encontrado un candil? Buscad a su dueño y
exigidle que os diga quién es el reo. Y andad presto, si no queréis que ruede
vuestra cabeza.
Salió tembloroso el
alcalde. Y don Pedro marchó tras él y se dirigió a las alcándaras, donde se
entretuvo con sus azores y sus halcones. Luego salió a pasear a caballo. Y
llegada la noche, salió por un postigo secreto, envuelto en negras ropas, al
cinto su espada del mejor acero toledano. Deambuló por las oscuras callejas.
En tanto, en la cárcel se
desarrollaba una dramática escena. El alcade Cerón tomaba declaración a la
vieja del candilejo, que, aterrada y sin fuerzas para hablar, oponía a todas
las preguntas tenaz mutismo.
Los sayones la insultaban
y amenazaban y hacían chirriar espantosamente el potro en que aguardaba atroz
tormento a la desventurada. A pesar de todo, la vieja nada decía, sino que,
entre gritos y lamentaciones, protestaba:
-Nada vi ni oí. El candil
no es mío. Nada sé...
Un desconocido penetró en
tal momento en la sala y, oculto tras un pilar, contemplaba la penosa escena.
-Confesad, buena vieja
-exigió Cerón: ¿quién es el asesino?
-¡Nada sé! -insistió la
infeliz. ¡Llevadla al tormento! -gritó, exasperado, el alcalde.
Prepararon los garfios y
garruchas y arrastraron a la cuitada hasta el potro, y bajo la apergaminada
piel, los huesos chasquearon de modo impresionante.
Vencida por el dolor,
suspiró la anciana:
-Tened piedad... Dejadme,
que yo lo diré...
Por un instante, se
suspendió el tormento y se oyó la voz de la mujer:
-Fue el rey quien lo mató...
Un silencio temeroso
acogió sus palabras. Y el desconocido avanzó hacia el centro de la sala y se
descubrió. Era don Pedro. Helados de terror los presentes, apenas si acertaron
a doblar la rodilla ante su señor. Avanzó el monarca hacia la testigo y sacando
del pecho una bolsa con cien monedas de oro, se la entregó, al tiempo que
decía:
-Verdad ha dicho esta
mujer. Y al que dice la verdad, el cielo le protege y la justicia le ampara.
Vete, pues, en paz y nada temas. En cuanto a mí, yo soy el matador de ese
hombre. Pero al rey sólo Dios puede juzgarle.
Mas el rey justiciero
quiso hacer justicia de sí mismo y, así, ordenó a un privado suyo que pusiera
en la misma esquina en que tuvo lugar el trágico desafío una efigie de la
cabeza real, que parecía, en la oscuridad siniestra del recodo, la cabeza de
un ajusticiado.
099. anonimo (andalucia)
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