Translate

jueves, 6 de septiembre de 2012

La piedra negra

En el año 1690, en una fría noche de invierno, los habitantes del barrio del Albaicín se hallaban refugia­dos en sus hogares, atemorizados ante el aspecto ame­nazador del cielo, cubierto de negros nubarrones.
En la plazuela del Almez había una humilde y rui­nosa casucha, en cuyos muros agrietados se descubrían los restos de un ajimez árabe, que indicaba la antigüe­dad de aquella construcción. Desde la puerta de la ca­lle veíase en el interior, un patio medio derruido, en cuyo suelo, cubierto de hierba y musgo, se destacaba una gran losa brillante, de mármol negro, a la que mi­raban las gentes con gran respeto, atribuyéndole un po­der sobrenatural.
Se decía que encerraba un tesoro árabe; pero si al­gún osado había pretendido levantarla, pronto tuvo que desistir de su empresa, ante el peso prodigioso de aque­lla losa, que no podía moverse ni con el esfuerzo de centenares de hombres.
Su brillo, debido a su encantamiento, no se había apagado nunca, ni con el transcurso de varias centurias.
En esta casa habitaban dos mujeres solas, tejedoras de oficio, aunque en la indigencia. Una era anciana, enferma y achacosa, y la otra, una nieta suya, huérfa­na, que, en contraste con ella, era una moza de esplén­dida juventud y gran hermosura, comparable a una fra­gante rosa.
Las dos mujeres oían constantemente sospechosos ruidos en la casa, que atribuían a las almas en pena de sus antiguos moradores árabes, conocedores tal vez del lugar en que se encontraba escondido el tesoro.
Una fría noche, en la que alrededor del fuego con­templaba la vieja el iluminado rostro de su nieta, de peregrina hermosura, sin otro adorno que sus humil­des trajes de paño burdo, soñando con verla rodeada de riquezas y vestida de seda, que hiciera resaltar su soberana belleza, que envidiarían las más nobles da­mas, pensó en el tesoro oculto y comunicó a su nieta sus deseos de poseerlo.
La nieta, que no tenía ambición alguna, sintió mie­do ante el enigma de la losa y la desagradable compa­ñía de los seres de ultratumba que lo custodiaban. Pe­ro dominada por su abuela, que ya gozaba en su men­te con aquella fabulosa fortuna, capaz de propocionar­les una vida de bienestar y lujos, se decidió a colabo­rar en la búsqueda, y las dos esperaron a que dieran las doce de la noche.
En el reloj de la Chancillería sonaron las doce cam­panadas y pronto empezó a oírse un ruido sordo que conmovía los cimientos de la casa.
Las dos mujeres se asomaron por una estrecha ven­tana que daba al patio, y en la tenebrosa noche vieron aparecer unos misteriosos seres que, cubiertos con co­gullas negras y llevando en la mano cirios amarillos, iban invadiendo aquel recinto.
En el centro de la losa negra apareció una lucecita, en la que fueron encendiendo sus cirios, cuya temblo­na llama no se apagaba a pesar del viento y de la llu­via; formaron todos un círculo en torno de la losa y empezaron a danzar al son de un monótono canto.
El espanto prendió en el ánimo de las pobres muje­res; mas allí continuaron, con el rostro pegado a la ven­tana y la respiración contenida, para no ser descubiertas.
Transcurridos unos minutos, la piedra empezó a le­vantarse sola, muy despacio, y acelerando el ritmo de la danza, saltaban enloque-cidos alrededor, hasta que se elevó en el aire, a la altura de un hombre, dejando una entrada subterránea por la que se veía una escale­ra de nácar y plata, iluminada con fantásticos resplan­dores, al mismo tiempo que se percibían en el ambien­te los más exquisitos aromas.
La vieja miraba con ojos codiciosos la entrada que conducía al tesoro. Aquellos raros seres continuaron danzando, y se empezó a oír una armoniosa melodía, y apareció por la escalera de nácar un arrogante y her­moso mancebo con ricas vestiduras recamadas de pie­dras preciosas y bordados de oro. Los enmascarados saludaron al joven agitando los cirios pero sin interrum­pir la danza, y el joven desapareció por la oscuridad del patio.
Pasó una hora y ya danzaban fatigosamente aque­llas sombras; pero si intentaban pararse, la losa des­cendía, y era preciso continuar la danza.
Al mismo tiempo que las fuerzas, se les agotaban los cirios, y ya les faltaba poco para quedarse a oscuras, cuando volvió el joven, con cierta tristeza en su sem­blante, y dio las gracias por haberle concedido unos momentos de libertad. Se le vio descender entonces por la escalera, mientras la losa bajaba poco a poco hasta quedar encajada en tierra. Rápidamente, como por en­canto, desaparecieron todos aquellos seres siniestros, y en el patio no quedaron más huellas de ellos que las gotas de cera de sus cirios derretidos.
Las dos mujeres, muy impresionadas por esta visión, se retiraron a sus lechos, si apenas hablarse. La vieja, con la obsesión aún del tesoro; la joven, con la figura de aquel hermoso mancebo en el pensamiento, tan fi­ja, que no podía apartarla.
Al día siguiente esperaron a que fueran las doce de la noche, con gran ansiedad, dispuestas asimismo a re­petir la ceremonia que habían visto para lograr entrar en el subterráneo.
Lo primero que hicieron fue recoger la cera derreti­da de los cirios de los enmascarados, y con ella hicie­ron una vela del largo de una vara, y discutieron des­pués quién había de ser la que entrara, pues las dos lo solicitaban, alegando cada una sus cualidades; por fin, triunfó la joven, ya que tenía más agilidad para poder salir.
La anciana encendió la vela y se puso a bailar alre­dedor de la losa, y con gran estupor vieron que la pie­dra se levantaba en el aire y dejaba el hueco suficiente para penetrar por él la nieta, que desapareció por las escaleras de nácar, mientras su abuela le recomendaba mucho que saliera enseguida.
Pasó un cuarto de hora, y la anciana, rendida, ape­nas podía ya bailar; sus movimientos eran cada vez más torpes, y la vela se iba consumiendo.
La pobre mujer veía con pavor que la losa empeza­ba a descender, y a grandes gritos, con angustia infini­ta, llamaba a su nieta para que saliera.
La dulce voz de la joven se oyó desde dentro diciendo:
-Aguárdeme usted un momento, que el joven me cuenta una historia, y quiero oírla.
La vela se había consumido ya casi por completo, y la vieja empezaba a quemarse la mano y, aterrada, llamaba a la nieta para que saliera antes que la losa terminara de caer, y por segunda vez contestó la nieta:
-Estoy recogiendo gran cantidad de brillantes, ru­bíes y oro, y enseguida subiré con ello.
Ardía ya el brazo de la abuela, mientras gritaba, en­ronquecida, llamando a la muchacha, y por tercera vez contestó:
-¡Ahora subo!
Y empezó a ascender por la escalera. Mas cuando faltaban los últimos peldaños, la losa acabó de caer, encajándose en el círculo del suelo y sepultando a la bella joven, que daba gritos de terror.
Tres días transcurrieron y, extrañados los vecinos al no ver salir a ninguna de las dos mujeres, dieron parte a la justicia, que hubo de tirar la puerta para penetrar en la casa.
Allí lo encontraron todo en orden, y la idea de muerte violenta fue desechada; pero las mujeres no aparecían.
Al salir al patio, les llamó la atención un montón de ceniza que había junto a la piedra negra y, examinán­dola, descubrieron que procedía de un ser humano, probablemente de la vieja, a quien los vecinos tenían por bruja.
Nada aclaró el paradero de la joven, hasta que los habitantes de aquel barrio empezaron a oír unos an­gustiosos lamentos, que partían de aquel patio, y en ellos reconocieron la voz de la nieta. Acudieron allí en las noches siguientes y comprobaron que deba­jo de aquella piedra negra y brillante estaba sepultada la joven, que continuó lanzando sus lastimeros queji­dos, llenando de compasión a los vecinos, que nada pu­dieron hacer por salvarla.

099. anonimo (andalucia)

No hay comentarios:

Publicar un comentario