En el año 1690, en una
fría noche de invierno, los habitantes del barrio del Albaicín se hallaban
refugiados en sus hogares, atemorizados ante el aspecto amenazador del
cielo, cubierto de negros nubarrones.
En la plazuela del Almez
había una humilde y ruinosa casucha, en cuyos muros agrietados se descubrían
los restos de un ajimez árabe, que indicaba la antigüedad de aquella
construcción. Desde la puerta de la calle veíase en el interior, un patio
medio derruido, en cuyo suelo, cubierto de hierba y musgo, se destacaba una
gran losa brillante, de mármol negro, a la que miraban las gentes con gran
respeto, atribuyéndole un poder sobrenatural.
Se decía que encerraba un
tesoro árabe; pero si algún osado había pretendido levantarla, pronto tuvo que
desistir de su empresa, ante el peso prodigioso de aquella losa, que no podía
moverse ni con el esfuerzo de centenares de hombres.
Su brillo, debido a su
encantamiento, no se había apagado nunca, ni con el transcurso de varias
centurias.
En esta casa habitaban
dos mujeres solas, tejedoras de oficio, aunque en la indigencia. Una era
anciana, enferma y achacosa, y la otra, una nieta suya, huérfana, que, en
contraste con ella, era una moza de espléndida juventud y gran hermosura,
comparable a una fragante rosa.
Las dos mujeres oían
constantemente sospechosos ruidos en la casa, que atribuían a las almas en pena
de sus antiguos moradores árabes, conocedores tal vez del lugar en que se
encontraba escondido el tesoro.
Una fría noche, en la que
alrededor del fuego contemplaba la vieja el iluminado rostro de su nieta, de
peregrina hermosura, sin otro adorno que sus humildes trajes de paño burdo,
soñando con verla rodeada de riquezas y vestida de seda, que hiciera resaltar
su soberana belleza, que envidiarían las más nobles damas, pensó en el tesoro
oculto y comunicó a su nieta sus deseos de poseerlo.
La nieta, que no tenía
ambición alguna, sintió miedo ante el enigma de la losa y la desagradable
compañía de los seres de ultratumba que lo custodiaban. Pero dominada por su
abuela, que ya gozaba en su mente con aquella fabulosa fortuna, capaz de
propocionarles una vida de bienestar y lujos, se decidió a colaborar en la
búsqueda, y las dos esperaron a que dieran las doce de la noche.
En el reloj de la Chancillería sonaron
las doce campanadas y pronto empezó a oírse un ruido sordo que conmovía los
cimientos de la casa.
Las dos mujeres se
asomaron por una estrecha ventana que daba al patio, y en la tenebrosa noche
vieron aparecer unos misteriosos seres que, cubiertos con cogullas negras y
llevando en la mano cirios amarillos, iban invadiendo aquel recinto.
En el centro de la losa
negra apareció una lucecita, en la que fueron encendiendo sus cirios, cuya
temblona llama no se apagaba a pesar del viento y de la lluvia; formaron
todos un círculo en torno de la losa y empezaron a danzar al son de un monótono
canto.
El espanto prendió en el
ánimo de las pobres mujeres; mas allí continuaron, con el rostro pegado a la
ventana y la respiración contenida, para no ser descubiertas.
Transcurridos unos
minutos, la piedra empezó a levantarse sola, muy despacio, y acelerando el
ritmo de la danza, saltaban enloque-cidos alrededor, hasta que se elevó en el
aire, a la altura de un hombre, dejando una entrada subterránea por la que se
veía una escalera de nácar y plata, iluminada con fantásticos resplandores,
al mismo tiempo que se percibían en el ambiente los más exquisitos aromas.
La vieja miraba con ojos
codiciosos la entrada que conducía al tesoro. Aquellos raros seres continuaron
danzando, y se empezó a oír una armoniosa melodía, y apareció por la escalera
de nácar un arrogante y hermoso mancebo con ricas vestiduras recamadas de piedras
preciosas y bordados de oro. Los enmascarados saludaron al joven agitando los
cirios pero sin interrumpir la danza, y el joven desapareció por la oscuridad
del patio.
Pasó una hora y ya
danzaban fatigosamente aquellas sombras; pero si intentaban pararse, la losa
descendía, y era preciso continuar la danza.
Al mismo tiempo que las
fuerzas, se les agotaban los cirios, y ya les faltaba poco para quedarse a
oscuras, cuando volvió el joven, con cierta tristeza en su semblante, y dio
las gracias por haberle concedido unos momentos de libertad. Se le vio
descender entonces por la escalera, mientras la losa bajaba poco a poco hasta
quedar encajada en tierra. Rápidamente, como por encanto, desaparecieron todos
aquellos seres siniestros, y en el patio no quedaron más huellas de ellos que
las gotas de cera de sus cirios derretidos.
Las dos mujeres, muy
impresionadas por esta visión, se retiraron a sus lechos, si apenas hablarse.
La vieja, con la obsesión aún del tesoro; la joven, con la figura de aquel
hermoso mancebo en el pensamiento, tan fija, que no podía apartarla.
Al día siguiente
esperaron a que fueran las doce de la noche, con gran ansiedad, dispuestas
asimismo a repetir la ceremonia que habían visto para lograr entrar en el
subterráneo.
Lo primero que hicieron
fue recoger la cera derretida de los cirios de los enmascarados, y con ella
hicieron una vela del largo de una vara, y discutieron después quién había de
ser la que entrara, pues las dos lo solicitaban, alegando cada una sus
cualidades; por fin, triunfó la joven, ya que tenía más agilidad para poder
salir.
La anciana encendió la
vela y se puso a bailar alrededor de la losa, y con gran estupor vieron que la
piedra se levantaba en el aire y dejaba el hueco suficiente para penetrar por
él la nieta, que desapareció por las escaleras de nácar, mientras su abuela le
recomendaba mucho que saliera enseguida.
Pasó un cuarto de hora, y
la anciana, rendida, apenas podía ya bailar; sus movimientos eran cada vez más
torpes, y la vela se iba consumiendo.
La pobre mujer veía con
pavor que la losa empezaba a descender, y a grandes gritos, con angustia
infinita, llamaba a su nieta para que saliera.
La dulce voz de la joven
se oyó desde dentro diciendo:
-Aguárdeme usted un
momento, que el joven me cuenta una historia, y quiero oírla.
La vela se había consumido
ya casi por completo, y la vieja empezaba a quemarse la mano y, aterrada,
llamaba a la nieta para que saliera antes que la losa terminara de caer, y por
segunda vez contestó la nieta:
-Estoy recogiendo gran
cantidad de brillantes, rubíes y oro, y enseguida subiré con ello.
Ardía ya el brazo de la
abuela, mientras gritaba, enronquecida, llamando a la muchacha, y por tercera
vez contestó:
-¡Ahora subo!
Y empezó a ascender por
la escalera. Mas cuando faltaban los últimos peldaños, la losa acabó de caer,
encajándose en el círculo del suelo y sepultando a la bella joven, que daba
gritos de terror.
Tres días transcurrieron
y, extrañados los vecinos al no ver salir a ninguna de las dos mujeres, dieron
parte a la justicia, que hubo de tirar la puerta para penetrar en la casa.
Allí lo encontraron todo
en orden, y la idea de muerte violenta fue desechada; pero las mujeres no
aparecían.
Al salir al patio, les
llamó la atención un montón de ceniza que había junto a la piedra negra y,
examinándola, descubrieron que procedía de un ser humano, probablemente de la
vieja, a quien los vecinos tenían por bruja.
Nada aclaró el paradero
de la joven, hasta que los habitantes de aquel barrio empezaron a oír unos angustiosos
lamentos, que partían de aquel patio, y en ellos reconocieron la voz de la
nieta. Acudieron allí en las noches siguientes y comprobaron que debajo de
aquella piedra negra y brillante estaba sepultada la joven, que continuó
lanzando sus lastimeros quejidos, llenando de compasión a los vecinos, que
nada pudieron hacer por salvarla.
099. anonimo (andalucia)
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